Plátanos refritos, si quieres.
Así es como tuvimos que explicárselo a Amber, porque ella cree que todas las latinas son como ella. Y que todas comemos lo que comía ella de pequeña en Oceanside, California. Piensa que todas mataríamos por el menuda, una sopa que preparan «a propósito» con tripas unas señoras mexicanas bajitas que enjuagan restos de excremento de los intestinos de un cerdo en el fregadero de la cocina. Ay, no. Lo siento. Eso no es para mí. Realmente piensa que la cocina mexicana de California tiene aceptación universal entre las latinas, así que los únicos plátanos que había visto en su vida antes de llegar a Boston eran los que su mamá compraba en Albertson's y le troceaba en los cereales antes de llevarla en la furgoneta a ensayar con la banda de música.
A estas alturas debería estar mejor informada pero, francamente, no sabría decir si se entera. Siempre que puede, sigue restregándome ese trasnochado movimiento Mexica de la década de los setenta, el de «moreno y orgulloso», y el lema de la costa Este de «Que viva la raza». Y cuando no me da la paliza a mí, se la da a Rebecca. Rebecca es su causa. Amber es un caso. Ya verás.
A veces te ponen un quinto plato en El Caballito, uno lleno de algo que los latinos caribeños llamamos «ensalada», es decir, un par de trozos de aguacate, cebolla cruda y tomate, aliñados con sal, aceite y vinagre. Hay un motivo por el que, amigas mías, todas las señoras puertorriqueñas y cubanas que ves por la calle son tan anchas como un maldito autobús. Hay una razón por la que los cubanos de Union City agitan en el aire dedos gordos como salchichas cuando hablan de política. A los cubanos y puertorriqueños no les gusta la ensalada, pero les encanta la fritanga, sobre todo si es de carne, de una que alguna vez haya hecho link-oink. La gente de aquellas islas, aisladas, podrías pensar, durante decenas de miles de años, parecen creer que la carne de cerdo te hace fuerte y es saludable. Hace un tiempo fui a Cuba para conocer a mis parientes, que sacrificaron en mi honor un huesudo cerdito de triste mirada, y al ver mi cara de pasmo, no cesaban de preguntarme qué me pasaba. «¿No comes carne? ¡Te vas a morir de lo flaquita que estás!»
Papi siempre dice que jamás se acostumbrará al concepto americano de la ensalada llena de «hojas» y «tan endemoniadamente complicada». Todavía hierve una lata de leche condensada para desayunar y devora esa empalagosa pasta a cucharadas, a pesar de tener la boca llena de caries. La familia de mi mamá, amiga mía, es más de huevosconpan (todo en una palabra y siempre junto), con pan blanco, Coca (el refresco o la droga, no hacen distinciones) y un cigarro de mentol de guarnición. Está bien, de acuerdo. Voy a dejar de hablar de papi. Mi psicoanalista estaría orgullosa de mí. Cubadectomía.
¿Y yo? Yo no sé de dónde demonios vengo. Podría tomarme una ensalada César cualquier día. Y desayuno bagels con queso de untar con sabor a salmón. Ah, y soy lo que podría denominarse una adicta a Starbucks. Creo que ponen cocaína y éxtasis en sus bebidas, pero eso a mí hasta me viene bien, incluso hubo un tiempo en que me molestaba esa sofisticación que les impide decir simplemente «pequeño, mediano y grande» como a todo el mundo, pero ya lo he superado. Si no consigo mi súper-cortado-con-leche-desnatada-caramelizado todas las mañanas -sí, he dicho «cortado», ¿y qué?- soy una inútil. Pero no se lo digas a mis editores. Ellos esperan que sea como esas vivarachas abogadas latinas de los anuncios de la tele que tienen orgasmos mientras se lavan la cabeza en un tribunal. Esperan que me estire y vaya cogiendo mangos del cesto de fruta que debo llevar siempre en la cabeza cuando no estoy en la redacción hablando, ya sabes, de los frijoles saltarines mexicanos. Un desayuno latino de mango y papaya: ¡Heeeey Macarena, aaaarh!
En realidad, todas las temerarias somos profesionales. No somos dóciles asistentas. Ni prostitutas de cha-cha-cha. No somos esas mujeres bajitas y silenciosas que llevan mantilla y rezan a la Virgen de Guadalupe. Ni siquiera somos como las heroínas de novela de las autoras chicanas de la vieja escuela; las que sirven mesas y ven antiguas películas mexicanas en decrépitos cines del centro en los que borrachos que apestan a whisky se mean en los asientos; las que conducen coches desvencijados y limpian retretes con las uñas llenas de Ajax; las que llevan pantalones de poliéster de centro comercial que huelen a tamales y que siempre están tristes porque algún borracho idiota con camisa vaquera canta canciones de José Alfredo Jiménez en una cantina de adobe, en lugar de volver a casa y arreglar la lámpara fundida que cuelga de un cable pelado y hacerle el amor apasionadamente como un verdadero hombre.
Órale.
Usnavys: vicepresidenta para Asuntos Públicos del United Way de Massachusetts Bay. Sara: una de las mejores diseñadoras de interiores y anfitrionas que he conocido en mi vida, ama de casa con dos mellizos de cinco años y esposa del abogado empresarial Roberto Asís, ambos respetados miembros de la comunidad judía de Brookline (sí, también entre las latinas hay judías, vergüenza debería darte esa cara de sorpresa). Elizabeth: copresentadora de un programa de televisión matutino de una cadena de Boston, actualmente finalista para un puesto de copresentadora de un prestigioso informativo nacional, ex modelo de pasarela, renacida evangélica (ex católica), y portavoz nacional de la organización Cristo para los Niños. Rebecca: dueña y fundadora de Ella, hoy en día la revista de la mujer hispana más popular del mercado nacional. Y Amber: cantante de rock en español y guitarrista que espera su gran oportunidad.
Y moi. A mis veintiocho años, soy la redactora más joven (y la única hispana) que el periódico ha tenido jamás, pero no pretendo presumir. Eddie Olmos puede perfectamente irse a freír espárragos en su casona de las afueras de L. A. Sabes lo que quiero decir, ¿no? Las chicas han llegado, Eddie, así que aparta tu apestoso y anticuado culo.
¡Ay, Dios! Debería haberme figurado que Usnavys iba a montar un numerito. Mírala. Ha llegado en un BMW plateado (alquilado), se ha pegado mucho a la acera conduciendo muy despacito con Vivaldi, o algo parecido, puesto a un volumen que hace vibrar las ventanas, ligeramente abiertas para llamar la atención de esas pobres mujeres que se refugian del viento y la nieve en la parada del bus con un montón de niños y bolsas de compra de la tienda de todo a 99 centavos. Abre la puerta, despacio, escudándose tras un minúsculo paraguas negro para no mojarse su maravilloso pelo. Está hablando por el móvil. Espera, es el colmo: usa un móvil minúsculo. Encoge cada vez que la veo. O quizá es ella la que crece, no lo tengo muy claro. La chica adora comer.
Dudo, incluso, de que esté hablando con alguien; sólo quiere llevar el móvil pegado a la oreja para que podamos decir, ¡guau, mirad eso! ¡Qué puertorriqueña más rica! ¿Y cómo saber que es puertorriqueña? Muy fácil. Porque está gritando en español puertorriqueño (sí, es diferente) a alguien, existente o no -imagina y acertarás-, que está al otro lado del auricular.
Pero eso no es lo peor. Lleva un abrigo de piel. Eso es lo peor. Un abrigo amplio, suave, largo, blanco. Conociéndola, apostaría a que todavía tiene dentro la etiqueta de Neiman Marcus para poder devolverlo mañana y que le abonen el dinero en su extenuada tarjeta de crédito. ¿Y ese pelazo? Se lo ha alisado tanto que parece una galleta holandesa, y se lo ha recogido como si acabara de terminar el rodaje de una telenovela; ella haría de heroína, claro, de no ser porque es demasiado oscura como para pasar el primer casting. Pero no se te ocurra decirle que es oscura. Aunque su padre era un dominicano negro como una aceituna de las de ensalada griega, su madre ha insistido desde el primer día en que Usnavys es clara, y le prohibe salir con «monos». Si sus antepasados africanos hubieran ido a parar a Nueva Orleans en lugar de a Santo Domingo y a San Juan, ella sería negra, ni siquiera mulata, pero mejor no hablar de eso ahora mismo. Como americana «latina», ¿es… blanca? Adivina.