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El baile cesa. Curly vuelve a entrar en el círculo. Me invita a unirme a él. Me arrodillo ante él, y me da mi nombre.

Cuicatl.

Ya no volveré a ser «Amber». Seré «Cuicatl». Es un nombre potente, un nombre que significa «canción» o «canto», un nombre que permite comunicarse a través de la música. Es el nombre que debería haber tenido, es el nombre de mi verdadero destino. Si los españoles no hubieran llegado y exterminado a mi gente en Aztlán, si no hubieran quemado nuestros pueblos y ciudades hasta reducirlos a escombros, si no nos hubieran traído su pólvora y su comida envenenada, yo habría sido Cuicatl. Y lo más bonito es que no es demasiado tarde. Todavía puedo acoger a mi verdadero yo, mi yo mexica, mi bello yo mexicano: Cuicatl.

Volvemos a casa, mi madre ha dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que la llame. Lo hago. Está en casa y contesta al teléfono.

– ¿Diga?

– Hola, mamá.

– ¡Oh, Amber! ¿Cómo estás?

– Bien, mamá, ¿y tú?

– Tirando, mi'ja. ¿Dónde estabas?

– He ido a mi ceremonia de nominación.

Silencio. Mi madre puede decir más con su silencio que con sus palabras. No aprueba el movimiento Mexica. Nunca lo ha dicho, pero es obvio. Como es obvio que no le gusta cómo me arreglo el pelo, me maquillo, o lo que le he hecho al coche que me regaló. Nunca lo dice abiertamente, pero hace otras cosas, como enviarme fotos de mujeres de las revistas con una nota que dice que me quedaría bien el corte de pelo de la foto.

Después de una pausa suficientemente larga para hacerme sentir incómoda, me pregunta:

– ¿Recibiste el paquete que te envié?

– Sí, mamá. Siento no haber llamado. He estado liada. Gracias.

Quiero reñirla, ¿sabes? Quiero gritarle por no preguntar lo que hago en las ceremonias, por no haber ido a uno solo de mis conciertos, por no preguntarme jamás cómo está Gato, por no interesarse en nada que tenga que ver conmigo. Pero no lo hago. Puedo lanzarme sobre una multitud de roqueros alterados, pero no puedo arriesgarme a disgustar a mi madre. Tengo veintisiete años y todavía no tengo el valor de enfrentarme a mi madre. Es absurdo.

– Pon todas tus cosas dentro de las bolsas y usa la aspiradora para absorber todo el aire. Todo queda tan pianito que puedes colocarlo en el armario sin que ocupe tanto espacio.

– Lo sé, mamá. Gracias.

– Puedes hacerlo con mantas o jerséis, esas cosas.

Es su forma de pedirme que cambie la decoración de mi apartamento.

– Vale, mamá.

– Las compré en la teletienda. También se las he comprado a tu abuela y a tu Nina. Lo he hecho con el plan ultrafácil. Lo pagas todo en cinco cómodos plazos.

Se nota cuando está citando la «Tiii-viii».

– Qué bien, mamá. Gracias.

– Así tienes más espacio.

Traducción: no aprueba mi pequeño apartamento.

– Muy bien. ¿Cómo está papá?

– Está en el Rez, donando dinero a la causa indígena.

Así es como mis padres describen su última adicción: el casino. No se le pasa por la cabeza que pueda ofenderme. No entiende que nosotros somos indios. Piensa que los mexicanos, los «messicanos», como ella dice, son una raza. El número de reservas en los casinos de San Diego está aumentando tan vertiginosamente que me pongo enferma. Mis padres iban una vez al mes, ahora van cada fin de semana, puede incluso que todos los días. Mi madre aún no está jubilada, pero va en el autobús de jubiladas al casino de Viejas entre semana, porque, como ella misma dice, es gratis y encima te regalan una hamburguesa.

– No hables así, mamá, no está bien.

Otro silencio.

– He visto una oferta de trabajo muy buena en el periódico. Te iría como anillo al dedo -dice por fin-. Te la mando por correo. Deberías recibirla mañana.

– No necesito trabajo, mamá.

– Por si acaso.

– Gracias.

– Te la mando.

– Gracias.

– Pagan muy bien, mi'ja. Once dólares la hora.

Está harta de ayudarme a pagar el alquiler, pero no se atreve a decirlo.

Cambio de tema:

– ¿Cómo está Peter?

– Le va muy bien. Se pasó por aquí la semana pasada para ayudar a papá a cortar ese árbol.

– ¿Qué árbol?

– El de atrás.

– ¿Ese pino enorme? -pregunto.

Adoro ese árbol, pasaba muchas horas subida en él de pequeña. Debe de tener quinientos años. No puedo creer lo que estoy oyendo.

– ¿Por qué?

– A tu papá le preocupaba que se cayera sobre la casa. Ya sabes cómo es.

Ahora soy yo la que guarda silencio.

– A Peter le va bien. Le va muy bien en el trabajo. Siempre da gusto verle. Siempre puedo contar con él.

Conmigo no. Ésa es la pulla esta vez. Claro que siempre se alegra de verlo. Son tal para cual.

– Me alegro, mamá.

– Sólo te llamé para ver si habías recibido el paquete y contarte lo del trabajo. Es de auxiliar adminstrativo.

Auxiliar adminstrativo. No sé las veces que la he corregido, pero no hay forma. Sé que sabe decir «administrativo». Debe de tener el azúcar bajo.

– Vale, mamá.

– Por si estabas buscando algo.

– No lo estoy, mamá. Mañana tengo una reunión con una discográfica.

– Ay, bien, mi'ja. ¿Todavía tocas esa música messicana?

– Toco rock, mamá.

– Bueno, qué bien lo de la reunión. Rezaré por ti.

– Gracias.

– Cuídate.

– Tú también, mamá. Come algo, ¿vale? Tómate un zumo.

– Te quiero.

– Y yo a ti.

Cuelgo y suspiro. Gato me mira con simpatía, oculto tras su teclado. Sabe que las llamadas de mi madre me ponen mala. Está escribiendo una nueva canción, una balada titulada Cuicatl. Toca unas estrofas y se me pone la carne de gallina. No lleva puesta la camisa, sólo vaqueros rotos de cintura baja y sandalias de esparto. Lleva el pelo recogido y una cinta de cuero en la frente. Mi príncipe mexica.

– ¿Qué haría yo sin ti? -le pregunto rodeándole con mis brazos.

Es cálido y sólido.

– Estarías bien sin mí -dice-. Eres fuerte.

Pienso en sus palabras y le propongo que venga conmigo a la reunión. Sacude la cabeza negativamente.

– ¿Por qué no? -le pregunto.

– Lo harás muy bien sola -responde.

Preparo la cena, verduras crudas con semillas de trigo, y pina de postre. Después de cenar hacemos el amor. Prueba mi nuevo nombre otra vez.

– Es perfecto, tu nombre, perfecto perfecto -dice-. Te pega.

Y nos quedamos dormidos arropados por nuestro amor.

Al día siguiente me despierto temprano. Estoy demasiado nerviosa para comer, pero Gato me obliga a tomar un té. Me frota los hombros, me ayuda en la ducha. Me decido por los pantalones ajustados que encontré en una boutique funky de Venecia, llenos de retratos de la Virgen de Guadalupe, los mismos que llevé cuando quedé con las temerarias, los que le provocaron un sarpullido a Rebecca. Me pongo un suéter rojo, corto y ajustado, botas rojas y la gabardina negra. Me recojo el pelo con gomas rojas, me maquillo y me pongo gargantillas y anillos góticos de plata en todos los dedos. Gato dice que voy bien. Le pregunto qué cree que debería hacer. Dice que nada, que deje que Frank se encargue de la negociación.

– Los dioses te apoyan -dice-. Lo presiento.

Gato me lleva hasta Beverly Hills para la reunión con Joel Benítez. Frank se reunirá conmigo allí. Gato me deja justo enfrente y me pide que lo llame al móvil en cuanto termine. Los móviles son el único lujo que nos hemos permitido, además de nuestros instrumentos; en Los Ángeles el tráfico es tan espantoso que es algo imprescindible. Dice que se va a meditar a un parque que hay cerca del centro comercial Beverly para mandarme buenas vibraciones. Me despido con un beso y voy a enfrentarme a mi destino. Paso por delante del guardia de seguridad de recepción y entro en un silencioso y carísimo ascensor (hasta el ascensor es bonito. ¡Mexicatauhi!). Casi tengo que pellizcarme. No he estado tan nerviosa en mi vida.

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