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Luego ella se bajaba de la alta cabina. Hacía frío, un frío glacial, antes de que saliera el sol. Entonces recordaba algo que nos habían enseñado en una de nuestras clases: las personas en movimiento tenían más calor que las personas en reposo. De modo que echaba a andar derecha hacia el campo de trigo, a buen paso. Hablaba consigo misma y a veces pensaba en mí. A menudo descansaba un momento apoyada contra la valla de tela metálica que separaba el campo de fútbol del camino, mientras observaba cómo el mundo cobraba vida a su alrededor.

De modo que esos primeros meses nos reunimos allí todas las mañanas. El sol salía sobre el campo de trigo, y Holiday, al que mi padre había soltado, venía a cazar conejos entre los tallos altos y secos de trigo muerto. A los conejos les encantaba el césped cortado de las pistas de atletismo, y Ruth veía, al acercarse, cómo sus formas oscuras se alineaban a lo largo de los más alejados límites señalados con tiza blanca, como una especie de equipo diminuto. Le atraía la idea, como a mí. Ella creía que los animales disecados se movían por las noches mientras los seres humanos dormían. Seguía creyendo que en la fiambrera de su padre podía haber vacas y ovejas diminutas que encontraban tiempo para pastar en el bourbon y las salchichas ahumadas.

Cuando Lindsey me dejó los guantes que le habían regalado en Navidad entre el borde más alejado del campo de fútbol y el campo de trigo, miré hacia abajo una mañana para ver a los conejos investigar, olisqueando los bordes de los guantes forrados de su propia piel. Luego vi a Ruth cogerlos antes de que los agarrara Holiday. Dio la vuelta a un guante, de modo que la piel quedara por fuera, y se lo llevó a la cara. Levantó la mirada hacia el cielo y dijo «Gracias». Me gustaba pensar que hablaba conmigo.

Llegué a querer a Ruth esas mañanas, sintiendo de una manera que nunca podríamos explicar, cada una a un lado del Intermedio, que habíamos nacido para hacernos compañía mutuamente. Niñas raras que nos habíamos encontrado de la manera más extraña, en el escalofrío que experimentó cuando yo había pasado por su lado.

A Ray le gustaba mucho andar, como a mí, y vivía en el otro extremo de nuestra urbanización, que rodeaba el colegio. Había visto a Ruth Connors pasear sola por los campos de fútbol. Desde Navidad había ido y vuelto del colegio lo más deprisa que había podido, sin entretenerse nunca. Deseaba que capturaran a mi asesino casi tanto como mis padres. Hasta que lo hicieran no podría desembarazarse del todo de la sospecha, a pesar de contar con una coartada.

Aprovechó una mañana que su padre no iba a dar clases a la universidad para llenar su termo con el té dulce de su madre. Salió temprano para esperar a Ruth y montó un pequeño campamento sobre la plataforma circular de cemento para lanzamiento de peso, sentándose en la curva metálica contra la que apoyaban los pies los lanzadores.

Al verla al otro lado de la valla de tela metálica que separaba el colegio del campo de deporte más reverenciado: el de fútbol americano, se frotó las manos y preparó lo que quería decirle. Esta vez el coraje no le vino de haberme besado -una meta que se había propuesto un año antes de alcanzarla-, sino de sentirse, a sus catorce años, profundamente solo.

Vi a Ruth acercarse al campo de fútbol, creyendo que estaba sola. En una vieja casa donde había ido a hurgar en busca de algo rescatable, su padre había encontrado un regalo para ella acorde con su nuevo pasatiempo: una antología de poemas. Ella lo tenía en las manos.

– ¡Hola, Ruth Connors! -llamó él, agitando los brazos.

Ruth lo miró y acudió a su mente el nombre de Ray Singh. Pero no sabía mucho más aparte de eso. Había oído los rumores de que la policía había estado en su casa, pero ella opinaba como su padre -«¡Eso no lo ha hecho ningún niño!»-, de modo que se acercó a él.

– He preparado té y lo tengo en este termo -dijo Ray.

Me puse colorada por él en el cielo. Era listo cuando se trataba de Otelo, pero se estaba comportando como un cretino.

– No, gracias -dijo Ruth.

Se quedó de pie cerca de él, pero entre ellos seguía habiendo unos pocos pero decisivos pasos más de los normales. Clavó las uñas en la gastada portada de su antología de poesía.

– Yo también estaba allí el día que tú y Susie hablasteis entre bastidores -dijo Ray. Le ofreció el termo. Ella no se acercó ni reaccionó-. Susie Salmón -aclaró él.

– Sé a quién te refieres -dijo ella.

– ¿Vas a ir al funeral?

– No sabía que iba a haber uno -respondió ella.

– Yo no creo que vaya.

Yo me quedé mirando sus labios. Los tenía más rojos que de costumbre, por el frío. Ruth dio un paso hacia delante.

– ¿Quieres crema de labios? -preguntó.

Ray se llevó a los labios sus guantes de algodón, que se quedaron enganchados en la superficie cuarteada que yo había besado. Ruth se metió la mano en el bolsillo de su chaquetón de marinero y sacó su Chap Stick.

– Aquí tienes -dijo-. Tengo un montón. Puedes quedártela.

– Muy amable -dijo él-. ¿Vas a sentarte aquí conmigo al menos hasta que lleguen los autocares?

Se sentaron en la plataforma para lanzamiento de peso. Yo veía una vez más algo que nunca habría visto viva: a los dos juntos. Eso hacía a Ray más atractivo que nunca para mí. Sus ojos eran del gris más oscuro. Cuando yo lo observaba desde el cielo no dudaba en zambullirme en ellos.

Se convirtió en un ritual para los dos. Los días que el padre de Ray daba clases, Ruth traía un poco de bourbon del termo de su padre; si no, bebían té dulce. Pasaban un frío del demonio, pero no parecía importarles.

Hablaban de qué se sentía siendo extranjero en Norristown. Leían en voz alta poemas de la antología de Ruth. Hablaban de cómo llegar a ser lo que se habían propuesto. Ray, médico; Ruth, pintora y poeta. Formaron un club secreto con los demás bichos raros de la clase. Había casos obvios como Mike Bayles, que se había metido tanto ácido que nadie entendía cómo continuaba en el colegio, o Jeremiah, de Luisiana, que era tan extranjero como Ray. Luego estaban los callados. Artie, que hablaba excitado a todo el mundo de los efectos del formaldehído. Harry Orland, que era tan tímido que daba pena y llevaba los pantalones cortos de gimnasia encima de los vaqueros. Y Vicki Kurtz, que era aprobada por todos después de la muerte de su madre, pero a quien Ruth había visto durmiendo en un lecho de agujas de pino detrás de la planta de regulación del colegio. Y a veces hablaban de mí.

– Es muy raro -dijo Ruth-. Quiero decir que llevábamos desde el parvulario en la misma clase, pero ese día en el escenario fue la primera vez que nos miramos.

– Era increíble -dijo Ray. Pensó en el contacto de nuestros labios cuando nos quedamos solos junto a la hilera de taquillas. Cómo había sonreído yo con los ojos cerrados y luego casi había huido-. ¿Crees que la encontrarán?

– Supongo. ¿Sabes que sólo estamos a cien metros de donde pasó?

– Lo sé -dijo él.

Estaban los dos sentados en el estrecho borde metálico de la plataforma para lanzamiento de peso, sosteniendo sus tazas con las manos enguantadas. El campo de trigo se había convertido en un lugar adonde nadie iba. Cuando se escapaba un balón del campo de fútbol, algún chico hacía frente al desafío de adentrarse en él para recuperarlo. Esa mañana el sol se elevaba por encima de los tallos muertos, pero no calentaba.

– Los encontré aquí -dijo ella, señalando los guantes de piel.

– ¿Piensas alguna vez en ella? -preguntó él.

Volvieron a quedarse callados.

– Todo el tiempo -dijo Ruth. Sentí un escalofrío a lo largo de la columna vertebral-. A veces pienso que tiene suerte, ¿sabes? Odio este lugar.

– Yo también -dijo Ray-. Pero he vivido en otros lugares. Sólo es un infierno temporal, no es para siempre.

– No estarás insinuando…

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