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– El tipo de la película parecía bastante estúpido con el maquillaje negro -dije.

– Te refieres a sir Laurence Olivier.

Ray y yo estábamos quietos. Lo bastante quietos para oír la campana que señalaba el fin del pase de lista y, cinco minutos después, la campana que nos reclamaba en el primer piso, en la clase de la señora Dewitt. Yo tenía cada vez más calor, y sentía cómo la mirada de Ray se detenía en mi cuerpo, abarcando mi parka azul marina y mi minifalda de intenso verde amarillento con mis medias Danskin a juego. Tenía los zapatos a mi lado, dentro de la cartera. Llevaba puestas las botas de piel sintética de borrego, con el sucio vellón sintético asomando por la parte superior y por las costuras como las entrañas de un animal. De haber sabido que ésa iba a ser la escena de sexo de mi vida, me habría preparado un poco y aplicado de nuevo mi Kissing Potion fresón-plátano al entrar por la puerta.

Sentí cómo el cuerpo de Ray se inclinaba hacia mí, haciendo crujir el andamio al moverse. «Es de Inglaterra», pensaba yo. Sus labios se acercaron más y el andamio se escoró peligrosamente. Yo me sentía mareada, a punto de sumergirme en la ola de mi primer beso, cuando los dos oímos algo. Nos quedamos inmóviles.

Ray y yo nos quedamos tumbados el uno al lado del otro, mirando las luces y cables que colgaban sobre nuestras cabezas. Un momento después se abrió la puerta del escenario y entraron el señor Peterford y la profesora de arte, la señorita Ryan, a quienes reconocimos por la voz. Con ellos había una tercera persona.

– Esta vez no vamos a tomar medidas, pero lo haremos si sigues así -decía el señor Peterford-. Señorita Ryan, ¿ha traído el material?

– Sí.

La señorita Ryan había venido a Kennet desde un colegio católico y sustituido en el departamento de arte a dos ex hippies a los que habían despedido después de que estallara el horno. En las clases de arte habíamos pasado de hacer disparatados experimentos con metales fundidos y arrojar barro día tras día, a dibujar perfiles de figuras de madera que ella colocaba en rígidas posiciones al comienzo de cada clase.

– Sólo hacía los deberes.

Era Ruth Connors. Tanto Ray como yo reconocimos su voz. Los tres teníamos lengua y literatura inglesas con la señora Dewitt el primer año.

– Eso no eran los deberes -dijo el señor Peterford.

Ray me cogió la mano y me la apretó. Sabíamos de qué hablaban. Una fotocopia de uno de los dibujos de Ruth había pasado de mano en mano en la biblioteca hasta acabar en las de un chico sentado junto al fichero, a quien se le había adelantado el bibliotecario.

– Si no me equivoco -dijo la señorita Ryan-, en nuestro modelo de anatomía no hay pechos.

Se trataba del dibujo de una mujer recostada con las piernas cruzadas. Y no era una figura de madera con ganchos que le sujetaban los miembros. Era una mujer de verdad, y las manchas de carbón de sus ojos -ya fuera por casualidad o intencionadamente- le proporcionaban una mirada lasciva que había incomodado o dejado bastante contentos a todos los alumnos que la habían visto.

– Tampoco tiene nariz o boca el modelo de madera -dijo Ruth-, pero usted nos ha animado a dibujarle una cara.

Ray volvió a apretarme la mano.

– Ya basta, jovencita -dijo el señor Peterford-. Es evidente que es la postura de reposo de ese dibujo en concreto lo que llevó al alumno Nelson a fotocopiarla.

– ¿Tengo yo la culpa?

– Sin el dibujo no tendríamos ningún problema.

– Entonces yo tengo la culpa.

– Te invito a que reflexiones sobre la situación en que pones al colegio, y a que nos ayudes dibujando lo que la señorita Ryan te enseña a dibujar en su clase, sin hacer añadidos innecesarios.

– Leonardo da Vinci dibujaba cadáveres -dijo Ruth en voz baja.

– ¿Entendido?

– Sí -respondió Ruth.

La puerta del escenario se abrió y se cerró, y un momento después Ray y yo oímos a Ruth Connors llorar. Ray articuló con la boca la palabra «Ve», y yo me acerqué al borde del andamio y dejé que los pies me colgaran hasta encontrar un punto de apoyo.

Esa semana Ray me besaría junto a mi taquilla. No ocurrió en el andamio, cuando él había querido. Nuestro único beso fue algo así como fortuito: un bonito arco iris de gasolina.

Bajé del andamio de espaldas a Ruth. Ella no se movió ni se escondió, se limitó a mirarme cuando me volví. Estaba sentada en una caja de madera cerca del fondo del escenario. A su izquierda colgaban un par de viejos telones. Me vio acercarme a ella, pero no se secó los ojos.

– Susie Salmón -dijo sólo para confirmarlo.

La posibilidad de que yo me saltara la primera clase y me escondiera detrás del escenario del auditorio había sido hasta ese día tan remota como que la chica más lista de nuestra clase recibiera una reprimenda del encargado de la disciplina.

Me quedé delante de ella con el gorro en la mano.

– Ese gorro es ridículo -dijo.

Levanté el gorro de cascabeles y lo miré.

– Lo sé. Me lo hizo mi madre.

– Entonces, ¿lo has oído todo?

– ¿Puedo verlo?

Ruth desdobló la manoseada fotocopia y yo me quedé mirándola.

Con un bolígrafo azul, Brian Nelson había hecho un obsceno agujero donde se cruzaban las piernas. Retrocedí y ella me observó. Vi vacilación en sus ojos, luego se inclinó y sacó de su mochila un cuaderno de bocetos encuadernado en cuero negro.

Por dentro era precioso. Dibujos en su mayoría de mujeres, pero también de animales y hombres. Nunca había visto nada igual. Cada página estaba cubierta de dibujos suyos. De pronto me di cuenta de lo subversiva que era Ruth, no por sus dibujos de mujeres desnudas que eran utilizados indebidamente por sus compañeros, sino porque tenía más talento que sus profesores. Era el tipo de rebelde más silencioso. Impotente, en realidad.

– Eres realmente buena, Ruth -dije.

– Gracias -dijo ella.

Yo seguí mirando las páginas de su cuaderno y empapándome de él. Me asustó y excitó a la vez lo que había debajo de la línea negra del ombligo, lo que mi madre llamaba la «maquinaria para hacer bebés».

Yo le había dicho a Lindsey que nunca tendría uno, y cuando cumplí los diez años, me pasé los primeros seis meses haciendo saber a todo adulto que me escuchara mi intención de hacerme ligar las trompas. No sabía qué significaba eso exactamente, pero sabía que era algo drástico, requería una intervención quirúrgica y hacía reír con ganas a mi padre.

Ruth pasó de ser rara a querida para mí. Los dibujos eran tan buenos que en ese momento olvidé las normas del colegio, todas las campanas y silbatos a los que se supone que tenemos que responder los alumnos.

Después de que acordonaran el campo de trigo, lo rastrearan y finalmente lo abandonaran, Ruth empezó a pasear por él. Se envolvía en un gran chal de su abuela y encima se ponía el viejo y raído chaquetón marinero de su padre. No tardó en comprobar que, menos el de gimnasia, los profesores no informaban si hacía novillos. Se alegraban de no tenerla en clase; su inteligencia la convertía en un problema. Exigía atención y aceleraba el temario.

Y empezó a pedir a su padre que la llevara al colegio por la mañana para ahorrarse el autocar. Él salía muy temprano y se llevaba su fiambrera metálica roja de tapa inclinada que le había dejado utilizar como casita para sus Barbies cuando era pequeña, y en la que ahora llevaba bourbon. Antes de dejarla en el aparcamiento vacío, detenía el motor pero dejaba la calefacción encendida.

– ¿Vas a estar bien hoy? -le preguntaba siempre.

Ruth asentía.

– ¿Uno para el camino?

Y esta vez sin asentir, ella le pasaba la fiambrera. Él la abría, destapaba el bourbon, bebía un largo trago y luego se la ofrecía. Ella echaba la cabeza hacia atrás de manera teatral y, o ponía la lengua contra el vidrio para que sólo cayera un poco en su boca, o bien bebía un pequeño trago con una mueca si él la observaba.

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