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Hans Dietrich terminó su lectura. Estupefacto, leyó dos veces el nombre del informador que había servido de fuente para el expediente para asegurarse de que no se equivocaba, sin acertar a disimular su turbación.

– ¡Quién podría haber imaginado algo así! -dijo Anthony sin apartar los ojos del nombre que figuraba al final de la ficha-. ¡Qué tristeza!

Hans Dietrich compartía su consternación.

Anthony le agradeció su valiosa ayuda. Atraído por un detalle, el empleado de los archivos vaciló un momento antes de revelar lo que acababa de descubrir.

– Creo necesario, en el marco de la gestión que está llevando a cabo, confiarle que su yerno seguramente también haya hecho ese triste descubrimiento. Una anotación en su expediente da fe de que lo ha consultado él mismo.

Anthony le reiteró a Dietrich su gratitud; contribuiría a su humilde manera a la financiación de la reconstrucción de los archivos, pues era más consciente hoy que ayer de cuan importante resultaba la comprensión del pasado para que los hombres pudieran entender su porvenir.

Al salir del edificio, Anthony sintió la necesidad de que le diera un poco el aire para recuperarse del todo. Fue a sentarse un momento en un banco de un jardincito junto a un aparcamiento.

Pensando de nuevo en la confidencia de Dietrich, levantó los ojos al cielo y exclamó:

– ¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!

Se levantó y se dirigió hacia el coche. Nada más instalarse, cogió su móvil y marcó un número de San Francisco.

– ¿Te despierto?

– ¡Claro que no, son las tres de la madrugada! -Lo siento, pero creo disponer de una información importante.

George Pilguez encendió la luz de su mesilla de noche, abrió el cajón y buscó un bolígrafo. -¡Te escucho! -dijo.

– Tengo ahora todos los motivos para pensar que nuestro hombre puede haber querido librarse de su apellido, no tener que utilizarlo nunca más o, al menos, haber querido que se lo recordaran lo menos posible.

– ¿Por qué?

– Es una larga historia…

– ¿Y tienes idea de su nueva identidad?

– ¡Ni la más mínima!

– ¡Perfecto, has hecho bien en llamarme en mitad de la noche, ahora voy a poder progresar mucho en mi investigación! -replicó Pilguez, sarcástico, antes de colgar.

Apagó la luz, cruzó los brazos detrás de la nuca y trató en vano de conciliar el sueño. Media hora más tarde, su mujer le ordenó que se pusiera a trabajar. Poco importaba que aún no hubiera amanecido, ya estaba harta de que diera vueltas nervioso en la cama, y ella sí tenía intención de volver a dormirse.

George Pilguez se puso un batín y se fue a la cocina mascullando. Empezó por prepararse un bocadillo y aprovechó para untarse una generosa ración de mantequilla en ambas rebanadas de pan, puesto que no estaba allí Natalia para echarle un sermón sobre su colesterol. Se llevó el tentempié y fue a instalarse ante su escritorio. Algunas administraciones no cerraban nunca, descolgó el teléfono y llamó a un amigo que trabajaba en la policía de fronteras.

– Si una persona que hubiera cambiado legalmente de nombre entrara en nuestro territorio, ¿figuraría su nombre original en nuestros ficheros?

– ¿De qué nacionalidad es?

– Alemán, nacido en la RDA.

– En ese caso, para obtener un visado de alguna de nuestras oficinas consulares, es más que probable que sí, seguramente habría algún rastro en alguna parte.

– ¿Tienes lápiz y papel para poder apuntar? -quiso saber George.

– Estoy ante un teclado de ordenador -contestó su amigo Rick Bram, agente de las oficinas de inmigración del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.

El Mercedes se dirigía hacia el hotel. Anthony contemplaba el paisaje por la ventanilla. Un rótulo luminoso desfilaba en la fachada de una farmacia, indicando intermitentemente la fecha, la hora y la temperatura exterior. Era casi mediodía en Berlín, 21 grados centígrados…

– Y sólo quedan dos días -murmuró Anthony Walsh.

Julia recorría nerviosa el vestíbulo de un extremo a otro, con el equipaje en el suelo.

– Le aseguro, señorita Walsh, que no tengo la más mínima idea de dónde ha ido su padre. Nos ha pedido un coche esta mañana temprano, sin darnos más indicaciones, y desde entonces no ha vuelto a aparecer por aquí. He intentado llamar al chófer, pero no tiene el móvil encendido.

El recepcionista miró la maleta de Julia.

– El señor Walsh tampoco me ha pedido que modifique su reserva ni me ha avisado de que pensaran marcharse hoy. ¿Está usted segura de que eso es lo que ha decidido?

– ¡Lo he decidido yo! Había quedado con él esta mañana, el avión despega a las tres, y es el último vuelo posible si no queremos perder la correspondencia en París para Nueva York.

– También pueden volar a Nueva York vía Amsterdam, ganarían tiempo; será un placer para mí gestionárselo.

– Pues entonces sea tan amable de hacerlo ahora mismo -contestó Julia, rebuscando en sus bolsillos.

Desesperada, dejó caer la cabeza sobre el mostrador, ante la mirada estupefacta del empleado.

– ¿Algún problema, señorita?

– ¡Los billetes los tiene mi padre!

– Estoy seguro de que ya no tardará en volver. No se preocupe, si de verdad tienen que estar en Nueva York esta noche, todavía les queda tiempo.

Una berlina negra aparcó delante del hotel, Anthony Walsh se apeó y entró por la puerta giratoria.

– Pero ¿dónde te habías metido? -le preguntó Julia, yendo a su encuentro-. Me tenías preocupadísima.

– Es la primera vez que te veo inquieta por cómo ocupo mi tiempo o por lo que haya podido pasarme, ¡qué día más maravilloso!

– ¡Lo que me preocupa es que vamos a perder el avión! -¿Qué avión?

– Anoche convinimos en que volvíamos hoy a Nueva York, ¿te acuerdas?

El recepcionista interrumpió su conversación entregándole a Anthony un sobre que acababan de enviarle por fax. Anthony Walsh lo abrió y miró a Julia mientras se informaba de su contenido.

– Claro, pero eso fue anoche -contestó, jovial.

Echó una ojeada a la bolsa de Julia y le pidió al botones que hiciera el favor de subirla a la habitación de su hija.

– Ven, te invito a comer, tenemos que hablar.

– ¿De qué? -quiso saber ella, inquieta.

– ¡De mí! Anda, no pongas esa cara, que era una broma, de verdad…

Se instalaron en la veranda del restaurante del hotel.

La alarma del despertador sacó a Stanley de un mal sueño. Secuela de una velada en la que el vino había corrido generosamente, notó una temible jaqueca nada más abrir los ojos. Se levantó y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño.

Calibrando su aspecto en el espejo, se juró no volver a probar una gota de alcohol antes de que terminara el mes, lo cual era bastante razonable teniendo en cuenta que hoy era día 29. Exceptuando el martillo neumático que parecía funcionar bajo sus sienes, el día se anunciaba bastante bueno. A la hora de comer, le propondría a Julia recogerla en su oficina e ir a pasear a la orilla del río. Frunciendo el ceño, recordó sucesivamente que su mejor amiga estaba fuera y que el día anterior no había tenido noticias suyas. Pero fue incapaz de recordar la conversación de la víspera durante esa cena en la que había bebido más de la cuenta. Tan sólo algo más tarde, tras tomar una gran taza de té, se preguntó si al final no se le habría escapado la palabra «Berlín» durante su conversación con Adam. Una vez duchado, sopesó el interés de comentarle a Julia esa duda que crecía en su interior. Tendría tal vez que llamarla… ¡o tal vez no!

– ¡Quien miente una vez no miente una sola! -exclamó Anthony ofreciéndole la carta a Julia. -¿Lo dices por mí?

– ¡No eres el centro del mundo, querida! ¡Lo decía por tu amigo Knapp!

Julia dejó la carta sobre la mesa e indicó al camarero, que ya se acercaba, que los dejara solos. -¿De qué estás hablando?

– ¿De qué quieres que hable en Berlín en un restaurante en el que estoy almorzando contigo? -¿Qué has descubierto?

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