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– Estoy encantado -afirmó Tomas.

– ¿En serio? -dijo Marina cerrando la cremallera de su maleta-. Tenemos que salir de Roma antes de mediodía, ¿piensas monopolizar el cuarto de baño toda la mañana?

– Pensaba que de los dos era yo el gruñón.

– Todo se contagia, querido, yo no tengo la culpa.

Marina empujó a Tomas a un lado para entrar en el cuarto de baño; se desató el cinturón del albornoz y lo arrastró consigo bajo la ducha.

El Mercedes negro giró y se detuvo en un aparcamiento ante una hilera de edificios grises. Anthony le pidió al chófer que lo esperara allí, pensaba estar de vuelta una hora más tarde.

Subió la pequeña escalinata protegida por una marquesina y entró en el edificio que albergaba en la actualidad los archivos de la Sta si.

Anthony se presentó en la recepción y preguntó dónde tenía que dirigirse.

El pasillo que recorrió daba escalofríos. A un lado y a otro, detrás de unas vitrinas estaban expuestos diferentes modelos de micrófonos, cámaras, máquinas fotográficas, sifones de vapor para abrir el correo y pegadoras para cerrarlo una vez leído, copiado y archivado. Material de todo tipo para espiar la vida cotidiana de una población entera, prisionera de un Estado policial. Panfletos, manuales de propaganda, sistemas de escucha cada vez más sofisticados conforme iban pasando los años. Millones de personas habían sido espiadas y juzgadas, se les había arruinado la vida para garantizar la seguridad de un Estado absoluto. Enfrascado en esos pensamientos, Anthony se detuvo delante de la fotografía de una celda para interrogatorio.

Sé que hice mal. Una vez que el Muro hubo caído, el proceso era irreversible, pero ¿quién podría haberlo asegurado, Julia? ¿Los que habían conocido la Pri mavera de Praga? ¿Nuestros demócratas, que desde entonces habían permitido que se perpetraran tantos crímenes e injusticias? ¿Y quién podría prometer hoy que Rusia se ha liberado para siempre de sus déspotas de ayer? De modo que sí, tuve miedo, un miedo terrible de que la dictadura volviera a cerrar sus puertas apenas abiertas a la libertad y te aprisionara con su tenaza totalitaria. Tuve miedo de ser para siempre un padre separado de su hija, no porque ésta lo hubiera elegido así, sino porque una dictadura lo hubiera decidido por ella. Sé que siempre me guardarás rencor por ello, pero si las cosas hubieran salido mal, yo sí que no me habría perdonado jamás a mí mismo no haber ido a buscarte, y tengo que reconocerte que, de alguna manera, me alegro de haber hecho mal.

– ¿Se ha perdido? -preguntó una voz al fondo del pasillo.

– Estoy buscando los archivos -balbuceó Anthony.

– Es aquí, señor, ¿qué puedo hacer por usted?

Unos días después de la caída del Muro, los empleados de la policía política de la RDA, presintiendo el desmantelamiento ineluctable de su régimen, empezaron a destruir todo aquello que pudiera dar fe de sus operaciones. Pero ¿cómo hacer trizas rápidamente millones de fichas individuales de información, recopiladas durante cerca de cuarenta años de totalitarismo? En diciembre de 1989, la población, advertida de lo que trataba de llevar a cabo la policía, ocupó todas las sedes de la Se guridad del Estado. En cada ciudad de Alemania Oriental, los ciudadanos ocuparon las oficinas de la Sta si e impidieron así la destrucción de lo que representaba ciento ochenta kilómetros de informes de todo tipo, documentos que en la actualidad eran accesibles al público.

Anthony solicitó consultar el expediente de un tal Tomas Meyer, que antaño residía en Comeniusplatz, 2, Berlín Este.

– Desgraciadamente, no puedo satisfacer su petición, señor -se disculpó el encargado.

– Creía que una ley establecía el libre acceso a los archivos.

– Eso es exacto, pero esa ley tiene también el objetivo de proteger a nuestros conciudadanos contra todo atentado a su vida privada que pudiera resultar de la utilización de sus datos personales -replicó el empleado recitando un discurso que parecía conocer de memoria.

– Ahí es donde resulta tan importante la interpretación de los textos. Si no me equivoco, el primer objeto de esta ley que nos interesa a ambos es el de facilitar a cada ciudadano el acceso a las fichas de la Sta si para que pueda aclarar la influencia que el Servicio de Seguridad del Estado ha podido ejercer en su propio destino, ¿no es cierto? -prosiguió Anthony, quien esta vez repetía el texto grabado en una placa en la entrada del edificio.

– Sí, claro -reconoció el empleado, que no sabía dónde quería llegar su visitante.

– Tomas Meyer es mi yerno -mintió Anthony con un aplomo inquebrantable-. Ahora vive en Estados Unidos, y me honra anunciarle que pronto seré abuelo. No dudará usted de lo importante que es que algún día pueda hablarles a sus hijos de su pasado. ¿Quién no desearía poder hacerlo? ¿Tiene usted hijos, señor…?

– ¡Hans Dietrich! -respondió el empleado-. Tengo dos hijas preciosas, Emma y Anna, de cinco y siete años.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Anthony uniendo las manos-. Qué contento debe de estar usted.

– ¡Me tienen loco perdido!

– Pobre Tomas, los trágicos acontecimientos que marcaron su adolescencia son todavía demasiado dolorosos para él como para poder hacer él mismo esta gestión. He venido desde muy lejos, en su nombre, para darle la oportunidad de reconciliarse con su pasado y, quién sabe, quizá algún día tenga ánimo de acompañar a su hija hasta aquí; pues, entre usted y yo, sé que es una nieta lo que voy a tener. Acompañarla, como le iba diciendo, a la tierra de sus antepasados para que pueda recuperar sus raíces. Querido Hans -prosiguió solemnemente Anthony-, es como futuro abuelo como hablo ahora al padre de dos preciosas niñas: ayúdeme, ayude a la hija de su compatriota Tomas Meyer; sea usted aquel que, mediante un gesto generoso, le dará la felicidad que todos soñamos para ella.

Profundamente emocionado, Hans Dietrich no sabía qué pensar. Los ojos empañados de su visitante fueron ya la puntilla. Le ofreció un pañuelo.

– ¿Ha dicho Tomas Meyer?

– ¡Eso es! -contestó Anthony.

– Acomódese en una mesa de la sala, voy a ver si tenemos algo sobre él.

Un cuarto de hora más tarde, Hans Dietrich dejó un archivador de hierro sobre la mesa en la que aguardaba Anthony Walsh.

– Me parece que he encontrado el expediente de su yerno -anunció, radiante-. Tenemos la suerte de que no formara parte de los que fueron destruidos, todavía falta mucho para concluir la reconstitución de los ficheros destruidos, estamos aún a la espera de los créditos necesarios.

Anthony le dio las gracias efusivamente, haciéndole comprender con una mirada de fingida incomodidad que ahora necesitaba un poco de intimidad para estudiar el pasado de su yerno. Hans se marchó en seguida, y Anthony se enfrascó en la lectura de un voluminoso expediente iniciado en 1980 sobre un joven estrechamente vigilado durante nueve años. Decenas de páginas reseñaban hechos y gestos, amistades y conocidos, aptitudes, preferencias literarias, informes detallados de lo que Tomas había dicho tanto en privado como en público, opiniones y apego a los valores del Estado. Ambiciones, esperanzas, primeros amores, primeras experiencias y primeras decepciones, nada de lo que iba a moldear la personalidad de Tomas parecía haberse pasado por alto. Como no dominaba la lengua, Anthony se decidió a recurrir a Hans Dietrich para que lo ayudara a comprender la ficha de síntesis que se encontraba al final del expediente, puesta al día por última vez el 9 de octubre de 1989.

Tomas Meyer, huérfano de padre y madre, era un estudiante sospechoso. Su mejor amigo y vecino, al que frecuentaba desde muy pequeño, había logrado evadirse a Occidente. El llamado Jürgen Knapp había cruzado el Muro, probablemente escondido bajo el asiento trasero de un coche, y no había regresado jamás a la RDA. No se había encontrado ninguna prueba que demostrara la complicidad de Tomas Meyer, y el candor con el que hablaba al informador de los servicios de seguridad acerca de los proyectos de su amigo indicaba su probable inocencia. El agente que había engrosado el expediente había descubierto de este modo los preparativos de huida, pero por desgracia demasiado tarde como para permitir la detención de Jürgen Knapp. No obstante, los estrechos lazos que Tomas mantenía con aquel que había traicionado a su país, y el hecho de que no hubiera denunciado antes la evasión de su amigo no permitían considerarlo como un elemento prometedor de la Re pública Democrática. Dados los hechos establecidos en su expediente, no se recomendaba perseguirlo, pero desde luego no podría desempeñar nunca ninguna función importante al servicio del Estado. El informe recomendaba por último mantenerlo bajo vigilancia activa para asegurarse de que en el futuro no mantuviera ninguna relación con su antiguo amigo ni con ninguna otra persona residente en Occidente. Se recomendaba también un período probatorio, que habría de durar hasta que cumpliera treinta años, antes de revisar o clausurar su expediente.

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