Murphy se levantó.
– Podremos.
– Murphy…
– Mia… No puedes ir sola. ¿Y si te topas con él?
Mia pensó en los cadáveres que había visto aquella semana.
– Tienes razón. Si voy sola, podría matarlo yo misma. Debería llamar a Solliday, pero esta tarde está con su hija.
– Y tú y yo no tenemos ataduras.
Mia arrugó la frente. No tenía ataduras. Ni compromisos.
– Murphy, ¿te gustaría tenerlas?
Murphy dejó de subirse la cremallera del abrigo y le lanzó una sonrisa.
– El tema está empezando a afectarte, ¿verdad? Todos tus amigos viven en pareja.
Abe, Dana, Jack y Aidan. Ya solo quedaban ella y Murphy.
– Sí. ¿Y a ti?
Murphy asintió con la cabeza.
– Sí, pero yo ya he estado casado. -Le pasó un brazo fraternal por los hombros-. Ya conoces el dicho. No hay burro que tropiece dos veces…
– Con la misma piedra.
– Vamos.
Viernes, 1 de diciembre, 18:55 horas
Los golpes en la puerta rompieron el silencio. Su madre levantó la vista. Tenía el miedo reflejado en los ojos.
– No es él, mamá. Él tiene llave. -Que ella le había dado. Por qué, no lograba entenderlo. Pero una vez que se la dio, ya no hubo nada que hacer.
Ella se levantó, se alisó el pelo y abrió la puerta.
– ¿Qué desean?
– Lamentamos molestarla, señora. Soy la detective Mitchell y este es el detective Murphy. Estamos buscando por el barrio a este hombre.
Asomó la cabeza por la esquina. Solo veía piernas. Un par de zapatos y un par de botas. Más pequeñas. Pero podía oírlos. La señora parecía… simpática.
– ¿Es el hombre que salió en la tele? -preguntó su madre con voz débil y asustada.
– Sí, señora -dijo la detective-. ¿Lo ha visto?
– No, lo siento, no lo hemos visto.
– Si lo ven, ¿podría llamar a este número? Y no le abra la puerta. Es muy peligroso.
«Sé que es peligroso. Lo sé. Por favor, mamá, por favor, díselo».
Pero la mujer asintió con la cabeza y aceptó el folleto que le tendía el policía.
– Si lo veo, llamaré -dijo. Cerró la puerta y durante un minuto se quedó inmóvil, con excepción del puño que estrujaba el papel. Luego caminó hasta el sofá, se hizo un ovillo y lloró.
Él fue a su cuarto, cerró la puerta y lloró también.
Mia apoyó la espalda en el coche, sin apartar la mirada de la casa pequeña y bien cuidada. Murphy se recostó a su lado.
– Sabe algo -dijo.
– Es cierto. Y está aterrorizada. Tiene un hijo.
– Lo sé. Le he visto asomar la cabeza por la esquina.
– Yo también. -Mia respiró hondo-. Él podría estar ahí dentro ahora mismo.
– Me ha parecido que la mesa estaba puesta solo para dos. Si está ahí, se está escondiendo. Ella trabaja en una tienda de animales, por lo que, técnicamente, no debería tener acceso a la consulta veterinaria. Supongo que una cara aterrorizada no basta para conseguir una orden de registro.
– Comprobemos las casas de esta calle. Puede que alguien lo haya visto, lo cual bastaría para conseguir la orden. -Mia se enderezó cuando algo atrajo su atención-. Murphy, mira esa ventana de arriba. -Unos dedos pequeños estaban descorriendo las cortinas.
– El niño nos está observando.
Mia agitó una mano y sonrió con dulzura. Los pequeños dedos desaparecieron al instante y las cortinas regresaron a su lugar. La sonrisa de Mia se apagó.
– Quiero hablar con ese niño.
– Para eso necesitamos entrar en la casa. Vayamos a llamar a las otras puertas.
Viernes, 1 de diciembre, 19:30 horas
– ¿Y? -preguntó Murphy-. Yo no he conseguido nada.
– Nadie lo ha visto. A ella ni siquiera la conocen. Una persona recordaba haber visto al niño ir al colegio en bicicleta. ¿Sabes? Cuando yo era niña, todo el mundo conocía a todo el mundo. Nos daba miedo hacer travesuras por si alguien se lo contaba a nuestros padres. -Mia removió las llaves del coche en su bolsillo-. ¿Y ahora qué?
– Ahora te vas a casa a dormir. Yo me quedaré vigilando. Te llamaré si surge algo.
– No debería aceptar, pero estoy muy cansada para discutir.
– Lo cual es todo un acontecimiento -repuso suavemente Murphy-. Mia, ¿estás bien?
Eran viejos amigos.
– La verdad es que no. -Para su bochorno, los ojos se le llenaron de lágrimas. Parpadeó para ahuyentarlas-. Debo de estar más cansada de lo que creía.
Murphy le acarició el brazo.
– Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
Mia sonrió.
– Sí, aquí, congelándote el trasero toda la noche. Gracias, Murphy. -Era un buen amigo. Esa noche quería algo más que un amigo. Esa noche quería… más. «Compromisos -se mofó la voz en su cabeza-. Vamos, reconócelo».
Vale. Quería compromisos. Pero bien sabía Dios que no siempre conseguía lo que quería.
Viernes, 1 de diciembre, 20:15 horas
Mia reconoció el coche que esperaba en el bordillo y le entraron ganas de gruñir. Maldita sea, esa noche no tenía ganas de una charla íntima con su hermanita. Oliva la recibió en la acera, frente al pareado de Solliday, con una pizza en la mano.
– Así que me has encontrado.
– He tirado de algunos hilos y he conseguido la dirección de tu compañero. Espero que no te importe.
«Sí, me importa -quiso gritar-. Vuelve cuando las cosas… se hayan calmado». Pero no iban a calmarse y Olivia tenía que regresar pronto a casa. Además, la otra hija de Bobby necesitaba conocer la verdad. O, por lo menos, parte de ella.
– No, no me importa. Entra. -La casa de Lauren estaba tranquila y en penumbra, pero de la puerta de al lado le llegaba música y la tele. Reed estaba en casa. Primero, no obstante, se ocuparía de aquel otro asunto.
Reed la oyó entrar. Estaba sentado frente al televisor, viendo algo trivial, simplemente aguardando a oír el golpe de la puerta contigua. Beth se encontraba en su habitación, enfurruñada. Lauren estaba estudiando. Estaba solo. Y, reconoció, se sentía solo. Pero Mia se encontraba allí, al otro lado de la pared, y aunque se limitara a verla comer restos de pastel de carne, si estaba con ella no estaría solo.
Con ayuda de las manoplas, sacó del horno la fuente de cristal y salió por la puerta de atrás. Sosteniendo la fuente bajo el brazo como una pelota de fútbol, alargó una mano hasta el pomo y frenó en seco. Mia no estaba sola. La otra voz era de Olivia Sutherland.
Debería irse a casa. Respetar su intimidad. Pero recordó la mirada de Mia la noche que le desveló sus secretos. Y ahora se le había escurrido de las manos. Solo.
Eran dos personas caminado solas por la vida. Se preguntó por qué dos personas inteligentes insistían en hacer esa elección.
Mia condujo a Olivia hasta la cocina y le cogió la pizza.
– Está helada.
– He estado esperando un buen rato.
Mia suspiró.
– Lo siento. Este caso…
– Lo sé. -Olivia se bajó la cremallera de la chaqueta y se quitó el pañuelo que lucía en la cabeza y le daba cierto aire a actriz de los cincuenta. Elegante y algo insegura. Y tan joven…
E intacta. Mia sintió una punzada de resentimiento y al instante se avergonzó de ello. Olivia no tenía la culpa de haberse librado de Bobby Mitchell. Puso la pizza en una bandeja y la metió en el horno.
– De modo que el Departamento de Policía de Minneapolis. Tú también eres detective.
– Obtuve la placa el año pasado -explicó Olivia-. Tú llevas más tiempo trabajando en esto.
Mia se sentó y empujó la otra silla con el pie.
– Soy bastante mayor que tú.
Olivia se sentó. Sus gestos eran gráciles.
– Aún no tienes treinta y cinco años.
– Hoy me siento como si tuviera setenta.
– Un mal caso, entonces.
Diez rostros cruzaron por la mente de Mia.
– Ajá, pero si no te importa preferiría no pensar en eso ahora. -Miró la mano de Olivia-. No te has casado.