– ¿Qué sugieres? -preguntó Spinnelli.
– No sé, pero sigo teniendo un presentimiento extraño con respecto a ese centro de menores. Después de enseñar durante seis meses, nuestro hombre se pone a quemar y a asesinar como un loco.
– Ya hablaste con los profesores sobre Brooke -dijo Spinnelli-. Pregúntales ahora sobre White.
Mia asintió.
– Vale.
– A mí me gustaría saber cómo supo dónde encontrar anoche a los Dougherty -dijo Reed-. Se registraron en el Beacon Inn el martes y Judith Blennard ha dicho que fueron a su casa el miércoles por la tarde. Nuestro hombre los localizó la noche del jueves. No pudo pasarse el día esperando a que salieran porque estaba dando clase en el Centro de la Esperanza.
– Puede que se lo dijeran en el hotel -observó Mia-. Deberíamos pasarnos por allí camino del Centro de la Esperanza.
– Aidan, encárgate del Departamento de Policía de Atlantic City. Mia y Reed cubrirán el hotel y el centro de menores.
Aidan lo anotó en su pequeña libreta.
– De acuerdo.
– ¿Algo más? -preguntó Spinnelli.
– El entierro de Caitlin Burnette es a las diez -dijo Mia-. ¿Crees que irá? ¿Deberíamos ir nosotros?
– Déjamelo a mí -dijo Spinnelli-. A Jack le toca videovigilancia y yo estaré entre los asistentes o los oficios fúnebres. La verdad es que no creo que asista. Caitlin fue un accidente. De todos modos, echaré un vistazo. Podéis retiraros. Llamadme si tenéis novedades. Tengo una conferencia de prensa a las dos y me gustaría parecer razonablemente competente. Mia, quédate un momento.
Reed esperó fuera, pero podía oír lo que decían.
– Kelsey ha sido trasladada esta mañana a las siete. Está a salvo.
Reed pudo oír el suspiro de alivio de Mia.
– Gracias.
– De nada. Por cierto, intenta dormir unas horas. Tienes un aspecto horrible.
Mia soltó una risa sardónica.
– Gracias.
Reed echó a andar a su lado cuando Mia cruzó la puerta.
– Yo creo que tienes un aspecto estupendo -susurró.
Pensó que Mia reiría, pero en lugar de eso le clavó una mirada casi sombría que le provocó una punzada de pánico. Era la primera vez que lo miraba desde que habían salido de casa de Burnette.
– Gracias -dijo la detective con voz queda.
Reed no habló hasta que estuvieron sentados en el todoterreno.
– ¿Qué te pasa?
– Que estoy cansada, solo eso. Mañana tengo que hacerme un hueco para buscar apartamento.
Reed sintió que se quedaba sin aire.
– ¿Qué?
Ella sonrió, pero era una sonrisa fría.
– Nunca he tenido intención de molestar a Lauren más de una o dos noches. Reed, lo de quedarme en tu casa era algo temporal. Los dos lo sabíamos.
Temporal. Estaba empezando a detestar esa palabra. Pero ella tenía razón. No había previsto sacar a Lauren de su parte del dúplex para siempre. «Entonces, ¿hasta cuándo habías previsto que se quedara Mia? ¿Hasta que hubieras saciado tu hambre? ¿Hasta que te hubieras cansado de ella?».
Sí. No. «Mierda».
– ¿Y nosotros?
Ella conservó la serenidad mientras el corazón de él iba a cien, algo que lo sacaba de quicio.
– Seguiremos hasta que ya no queramos seguir. Es hora de trabajar. Al Beacon Inn, por favor.
Con la mandíbula apretada, Reed se sumergió en el tráfico y al llegar al primer semáforo el móvil de Mia sonó.
– Soy Mitchell… De acuerdo, pásamelo. Señor Secrest, ¿qué puedo hacer por usted? -Se incorporó de golpe-. ¿Cuándo?… ¿Ha tocado algo?… Bien, vamos para allá.
Reed se colocó en el carril izquierdo para hacer un cambio de sentido rumbo al Centro de la Esperanza.
– ¿Qué?
– Jeff DeMartino está muerto.
Viernes, 1 de diciembre, 8:55 horas
– No ha respondido cuando esta mañana ha sonado la alarma del despertador, así que el vigilante ha avisado a la enfermera -dijo Secrest-. La enfermera me ha llamado a mí y yo la he llamado a usted.
El muchacho yacía boca arriba, blanco y con los ojos inertes fijos en el techo. La CSU ya estaba haciendo fotos.
– ¿Cuándo fue visto con vida por última vez? -preguntó Mia.
– Los vigilantes de esta unidad se asoman a las habitaciones cada media hora durante la noche. Jeff estaba en su cama. -Secrest parecía frustrado-. La última vez que alguien recuerda haberlo visto caminando, hablando y respirando fue anoche a las nueve y media, la hora a la que a su grupo le toca ducharse.
– Disculpen. -Sam Barrington entró en la habitación, llenándola un poco más.
– Esta vez han venido los peces gordos -susurró Mia, y Reed la silenció.
– Nadie ha tocado el cuerpo, Sam -dijo Reed.
– ¿Dónde está la enfermera? Quiero el historial médico para ayer.
Secrest se lo tendió.
– La enfermera lo ha sacado justo después de llamarme.
– ¿Dónde está? -insistió Sam mientras se ponía los guantes-. La quiero aquí ya.
Frunciendo el entrecejo, Secrest le entregó la carpeta a Mia.
– Está en la enfermería. Voy a buscarla.
Sam se agachó para examinar al muchacho.
– Spinnelli me ha pedido que viniera. La víctima lleva muerta por lo menos diez horas. No hay heridas ni traumatismos evidentes… salvo…
Reed se colocó a la izquierda de Sam; Mia, a la derecha.
– ¿Salvo qué? -preguntó Mia.
– Esto. -Sam levantó la mano del muchacho-. Tiene un corte en el pulgar, y es reciente.
– ¿Reciente de antes de muerto o reciente de después de muerto?
– De antes. De justo antes. -Sam miró al muchacho-. Déjame ver el historial. -Mia se lo pasó y Sam lo leyó por encima-. Gozaba de buena salud. Ni problemas cardíacos ni asma.
– Solo un pequeño corte -musitó Mia-. ¿Dónde está la sangre?
– Hay una mancha en la manta -dijo el técnico de la CSU-. Justo en el borde.
– A media altura de la cama -señaló Mia-, como si hubiera estado sentado y se lo hubiera limpiado. ¿Ves un cuchillo por algún lado?
El técnico meneó la cabeza.
– Tal vez lo tenga debajo.
– ¿Has terminado con las fotos? -le preguntó Sam-. En ese caso, vamos a darle la vuelta. Con suavidad. -Sam y Reed levantaron el cadáver y Mia resopló.
– Ahí está -dijo-. Una navaja abierta. -Descansaba plana sobre la cama.
– No la toque -espetó Sam cuando Mia deslizó su mano enguantada bajo el cadáver-. Si es lo que creo, aconsejo que no la toque.
Mia enarcó las cejas.
– ¿Veneno?
– Ajá. -Sam se agachó e iluminó con una linterna la espalda desnuda del muchacho-. Por el amoratamiento y el tipo de herida, yo diría que estaba tumbado sobre la empuñadura de la navaja antes de morir.
– Cayó sobre ella -dijo pensativamente Mia-. ¿De dónde pudo sacar Jeff una navaja?
– ¿Del mismo lugar que Manny sacó las cerillas? -propuso Reed.
– Puede que, después de todo, Manny estuviera diciendo la verdad. ¿Habéis analizado esas cerillas?
Reed negó con la cabeza.
– No, pero ahora sí quiero hacerlo.
Sam miró a Reed y luego a Mia.
– Creéis que les pusieron una trampa.
– Sí. -Reed asintió y se volvió hacia Secrest, que estaba observando la escena desde la puerta-. ¿Todavía tiene las cerillas que encontró en el cuarto de Manny?
Secrest asintió.
– En mi despacho. Iré a buscarlas.
Mia levantó una mano.
– Un momento, señor Secrest. ¿Quiénes eran los chicos del grupo de Jeff? ¿Los que compartían el turno de ducha?
– Jeff, Manny, Regis, Hunt y Thaddeus Lewin. Los chicos llaman a Thad «mariquita». -Incómodo, Secrest contrajo el rostro-. Thad fue trasladado a la enfermería la noche de Acción de Gracias.
– ¿Por qué? -preguntó Mia.
– Se quejaba de que le dolía la barriga -explicó la enfermera-, pero en realidad le habían agredido.
Secrest se apartó para que la enfermera pudiera pasar. Contempló a Jeff con una extraña mezcla de desdén y satisfacción que sorprendió a Reed.
– ¿Agredido de qué manera? -preguntó, y la mujer levantó la vista y lo miró.