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Reed levantó la mirada con cautela.

– Básicamente sí.

Empezaba a irritarse.

– Entonces, ¿por qué no te ligas a alguna mujer en un bar?

Sus ojos oscuros centellearon.

– No quiero un polvo de una noche. Maldita sea. No quiero casarme, pero eso no significa que me conforme con… No importa. Me he equivocado al empezar esto.

– Espera.

Reed se detuvo con la mano crispada en el picaporte sin decir nada.

– Deja que me aclare. Quieres sexo con alguien a quien respetas, de cuya compañía puedes disfrutar pero con límites. No quieres casarte ni nada parecido a un compromiso formal. Creo que el término para eso es «una relación sin ataduras». ¿Es correcto?

Tomó aire y exhaló la respuesta.

– Sí. Y mi hija no debe saberlo.

Mia volvió a hacer una mueca.

– Está claro que no queremos dar mal ejemplo.

– Es demasiado joven para comprenderlo. No quiero que piense que está bien tener sexo de manera indiscriminada, porque no será esto.

Mia se sentó a la mesa de la cocina y se pasó la mano por el cabello.

– Así que es una relación física beneficiosa para los dos, con algunas conversaciones íntimas y sin ataduras.

Reed se quedó donde estaba.

– Si tú quieres.

Mia levantó la barbilla.

– ¿Y si no quiero?

– Me iré a casa y dormiré solo. -Sus ojos parpadearon-. En realidad no quiero dormir solo.

– Mmm. Y ¿has tenido estas relaciones «sin ataduras» antes?

– No a menudo -admitió Reed.

Su larga abstinencia ahora tenía sentido.

– Ese es el motivo de que haga seis años.

– Esencialmente. ¿Tú quieres ataduras, Mia?

Ahí estaba. La oferta. Era solomillo en un panecillo de hamburguesa. Con todo el sabor, sin el revuelo de la cubertería de plata, la porcelana fina y los camareros a los que darles propina. Hacía veinticuatro horas, en la cocina de Dana, ella misma insistía en que eso era lo que quería. Ahora, en la cocina de Lauren, reconoció que aquello era lo que estaba destinada a aceptar. No habría corazones rotos ni niños a los que amargarles la vida. Sería lo mejor.

– No. Yo tampoco quiero ataduras.

Reed permaneció en silencio mientras la miraba. Ella pensó que él no la creía. No estaba segura de creerse a sí misma. Entonces él le tendió la mano. Mia puso la mano en la de Reed y él la levantó de la silla. Lentamente al principio, tiró de ella hasta acercarla y la abrazó. Luego la besó, con la boca cálida, fuerte y… anhelante. La necesidad se desató dentro de ella al instante, demasiado poderosa para negarla.

Se abrazó al cuello de Reed, le pasó los dedos por el pelo y tomó lo que necesitaba. Las manos de Reed en su trasero la levantaron hasta él, frotándola contra el duro bulto de sus tejanos gastados. Le hizo estremecerse de manera incontrolable y se arqueó contra él. «Más, por favor». Las palabras resonaron en su mente, sin salir jamás de sus labios, pero le dijo lo que quería con el cuerpo, con aquel modo de devolverle el beso.

Reed apartó la boca, la besó en el cuello con avidez, con voracidad.

– Te deseo. -Fue un gruñido desde lo más hondo de su garganta-. Déjame tenerte. -Cerró la boca en torno al pecho de Mia, arrancando de ella un grito desesperado-. Di que sí. Ahora.

Mia arqueó la espalda, como abandonándose a la sensación que él le producía.

– Sí.

Reed se estremeció, fuerte, como si no hubiera estado seguro de su respuesta. Entonces la llevó a través de la cocina y subió la escalera hasta donde les aguardaba la gran cama.

– Ahora.

* * *

Viernes, 1 de diciembre, 2:30 horas

El coche al que le había estado poniendo mala cara durante casi dos horas se alejó del bordillo. Por fin. Pensaba que aquellos adolescentes nunca iban a dejar de montárselo en el asiento trasero del Chevrolet. Y cuando lo hicieron, el chico acompañó a la chica hasta la puerta del 995 de Harmony Avenue, justo a una casa de distancia de la que él quería, solo para pasar la siguiente media hora con la lengua metida en lo hondo de la garganta ante la puerta principal. Ahora la chica estaba dentro y el chico se había largado.

Rodeó la parte trasera del 993 de Harmony Avenue, con el pasamontañas puesto. El propietario de la casa había añadido un ala con cocina propia y una entrada separada. No sabía por qué Joe y Laura Dougherty estaban allí, ni le importaba. Solo quería matarlos para seguir con lo demás. Abrió fácilmente la cerradura de la puerta trasera y se metió dentro.

Una mancha blanca captó su atención. Era el mismo gato que había sacado la noche en que había matado a Caitlin Burnette. Cogió enseguida al gato, lo acarició de la cabeza a la cola y luego volvió a sacarlo fuera. Regresó para estudiar la cocina, frunciendo el ceño ante las resistencias eléctricas del horno. Allí tampoco había gas. No habría explosión. Soltó un bufido de frustración.

Pero ya no importaba. Se consolaría haciendo que Laura Dougherty se retorciera de dolor mientras aún estuviera con vida. Luego le prendería fuego, tal y como había hecho con las demás. Subió en silencio hasta el dormitorio. Bien. Dos personas dormían en la cama esta vez. Los tenía. No volverían a escapársele.

Se palpó la espalda, asegurándose de que la pistola estaba segura allí. No planeaba usarla, pero tendría que estar preparado por si sucedía algo inesperado. Debería haberla usado contra el investigador jefe de incendios aquella noche, pensó sombríamente. Se avergonzaba tanto de no haberlo hecho como de que casi lo hubiesen atrapado.

Solliday lo había puesto nervioso. No esperaba tanta velocidad en un tipo tan grande, pero en los minutos en que escapaba para salvar la vida, no había pensado en el arma. Además, le gustaban mucho más los cuchillos.

Se acercó a la cama. Joe Dougherty estaba boca abajo y Laura yacía acurrucada a su lado. Tenía el cabello más oscuro que lo que lo tenía hacía todos aquellos años.

Le molestaba que las mujeres quisieran parecer más jóvenes cuando no lo eran, pero ya se ocuparía de ella más tarde. Primero tenía que ocuparse de Joe. Y así lo hizo, hundiendo el cuchillo en la espalda del hombre con una habilidad sigilosa, justo en el lugar correcto para que muriera al instante. Solo un borboteo de aire escapó de sus pulmones. La vieja Dougherty probablemente estaba demasiado sorda para oírlo.

Pero se agitó.

– ¿Joe? -murmuró.

Saltó sobre ella antes de que pudiera darse la vuelta, le apretó la cara contra la almohada y le clavó la rodilla en los riñones. Laura se revolvió con una fuerza sorprendente. Él sacó un trapo del bolsillo y se lo metió en la boca, le cogió las manos y se las ató a la espalda con un cordel fino.

Luego le dio la vuelta y le hizo trizas el camisón de franela antes de mirarla a los ojos. Le dio un vuelco el corazón. No era ella.

Maldita sea, joder, no era ella. Con los dientes apretados le puso la punta de la navaja en la garganta.

– Si gritas, te degüello como a un cerdo. ¿Lo entiendes? -Con los ojos desorbitados de terror, la mujer movió la cabeza para asentir, de modo que le quitó el trapo de la boca-. ¿Quién eres?

– Donna Dougherty.

Le costaba respirar. «Contrólate».

– Donna Dougherty. ¿Dónde está Laura?

Ella abrió más los ojos.

– Muerta -dijo con voz ronca-. Muerta.

La cogió por el cabello y tiró de ella.

– No me mientas, mujer.

– No te miento -sollozó ella-. No te miento. Está muerta. Te lo juro.

Notó el rugido de un animal que luchaba por escapar de su pecho.

– ¿Cuándo?

– Hace dos años, de un ataque al corazón.

La rabia casi lo superaba.

Dio la vuelta al hombre que estaba tumbado al lado de ella. La sangre manaba de la comisura de su boca y Donna gimió.

– Joe. ¡Oh, no!

– Joder.

El hombre era demasiado joven. Tenía que ser el hijo de Joe. Joe Junior. La mujer tenía que morir. Lo había visto. Sentía una furia violenta; lo habían vuelto a engañar. Le dio la vuelta y sujetándola por el cabello le cortó el cuello.

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