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– Espera hasta que haya hablado con él -le pidió Westphalen-. Me temo que si lo presionas demasiado, se vendrá abajo y no sacaremos nada de él. Habré acabado a la hora de comer.

– De acuerdo, pero no más tarde. No quiero que le dé tiempo para rectificar su historia.

– ¿Qué hay del apartamento de Adler? -preguntó Murphy-. ¿Había alguna cámara de seguridad en el edificio?

– No -dijo Reed-. Era un lugar sencillo y el mantenimiento dejaba mucho que desear. Un par de pisos ni siquiera tenía detectores de humo. Tendremos que interrogar a los residentes a la vieja usanza para comprobar si alguien lo ha visto.

– Murphy y Aidan, vosotros tomad declaraciones -dijo Spinnelli-. ¿Algo más? -preguntó mientras todos se levantaban-. Entonces reunámonos aquí a las cinco. Quiero un sospechoso con nombre, Mia.

Mia suspiró.

– Por pedir que no quede.

Jueves, 30 de noviembre, 8:15 horas

Tuvo que entornar los ojos para comprobar los titulares. Se sentía cansado. Estaba considerando decir que estaba enfermo, pero eso habría parecido sospechoso, dadas las circunstancias.

Pero ¿cuáles eran las circunstancias? Anoche había estado de buena racha. Cuatro. Liquidados. Muertos. Aquello tenía que ser un récord. Al menos para él lo era. «Mi récord personal». Se rio y pasó la siguiente página del Bulletin. Parecían ser los más rápidos con las historias nuevas, así que empezó por su artículo, pero no había nada nuevo sobre él en la página uno. Solo una chapuza reciclada sobre la conferencia de prensa del día anterior. Se sentó un poco más erguido. Había merecido una conferencia de prensa. «Guay».

Echó un vistazo a las otras noticias y se detuvo al final de la página tres donde vio dos nombres familiares. Joanna Carmichael y nada más y nada menos que la detective Mia Mitchell.

Parecía ser que a Mitchell le habían disparado el martes por la noche. Un pistolero había disparado en su barrio, en el 1342 de Sedgewick. Bueno, aquello no era algo que se viera cada día; la dirección de un policía impresa en el periódico. Tenía que ser el destino, o el karma o lo que fuera. Se estaba convirtiendo en un firme creyente en el destino. Parecía ser que aquel pistolero le guardaba algún tipo de rencor a la buena detective, relacionado con otro tiroteo de hacía casi tres semanas. Parecía ser que el pistolero era una mierda de tirador y había salido corriendo.

Arrancó el artículo y recortó meticulosamente los bordes. Mitchell era una dama muy ocupada. Tenía un montón de enemigos. El día anterior había estado demasiado cerca. Con Brooke Adler muerta, tenía muchas razones para acercarse más. Si le pegaban un tiro, pondrían más policías, pero buscarían a ese tipo. Pasó el dedo por debajo del nombre del pistolero. Melvin Getts. Si Mitchell moría, se esforzarían más en encontrar al pobre cabrón. Sería una distracción y de momento era todo lo que necesitaba. Solo un poco de distracción para ganar un poco de tiempo.

Metió el artículo en el libro, junto con los demás. Ya dormiría cuando hubiera acabado. Ahora tenía que atar un cabo suelto, y luego poner cara triste. La pobre Brooke estaba muerta; se mostraría desolado y presto para ofrecer su ayuda personal a los polis.

Era lo menos que podía hacer.

Jueves, 30 de noviembre, 8:35 horas

Un bostezo gigante pareció dividir la cabeza de Mia en dos.

– Estoy cansada.

– Yo también. -Solliday estaba escribiendo en el ordenador a ritmo lento y metódico.

Él tenía un aspecto fresco y profesional, no parecía nada cansado, y durante un segundo se permitió el lujo de recordar qué aspecto tenía despatarrado en su cama después del tercer mejor polvo que a Mia le habían echado en la vida.

– ¿Qué estás haciendo?

Reed contestó sin levantar la mirada.

– Creo que antes de volver al Centro de la Esperanza, deberíamos conocer un poco el historial de los actores. -Esbozó una sonrisa-. Me refiero al Eje del Mal.

– Tendría que haberlo hecho yo antes -murmuró Mia y se levantó de la silla.

– Bueno, pero no lo has hecho -dijo Solliday con dulzura-. Por eso tienes un compañero, Mia, para que no tengas que hacerlo todo tú sola.

La detective apoyó la cadera en el escritorio y tomó aire, respirando su loción para después del afeitado. Tenía la cara suave alrededor de la perilla que le había hecho cosquillas en la cara interna de los muslos. Espiró sonoramente.

– ¿De modo que para eso tengo un compañero? -murmuró con un volumen de voz que solo lo oyó él.

Los dedos de Reed se frenaron en el teclado, y luego reanudaron su ritmo constante.

– Mia -le advirtió entre dientes, con la boca pequeña.

– Lo siento, tienes razón.

Se recobró y prestó atención a la pantalla. Reed sabía moverse en las bases de datos de la policía. Nunca había pensado en que los investigadores jefe de incendios la usaban. Últimamente estaba aprendiendo mucho acerca de los investigadores jefe de incendios.

– ¿Qué has descubierto?

Pulsó unas cuantas teclas y leyó la pantalla con interés.

– Secrest es un ex policía.

– Muchos policías se pasan a la seguridad privada cuando se retiran. No me sorprende.

– No, pero esto sí. Dejó la policía y se fue a trabajar para Bixby hace cuatro años, justo dos años antes de que se retirara del Departamento de Policía de Chicago.

– Se perdió una jugosa pensión -murmuró Mia-. Me pregunto qué ocurriría.

– Tal vez puedas hablar con alguno de sus viejos amigos y averiguarlo.

– Le pediré a Spinnelli que lo haga. Él puede conseguir información que yo no podría. ¿Y qué hay de Thompson?

– Nuestro servicial psicólogo del colegio -murmuró Reed-. No está registrado en esta base de datos. -Lo buscó en Google-. Thompson es un médico de Yale.

Mia frunció el ceño.

– ¿Qué está haciendo un chico de Yale en un centro de menores? El sueldo es una mierda.

– Es autor de un libro: Rehabilitación de delincuentes juveniles. He comprobado el expediente de Manny del Centro de la Esperanza. Ha estado haciendo terapia con Thompson durante algún tiempo.

Mia enarcó las cejas.

– Me pregunto si el doctor Thompson no estará planeando una continuación.

– Eso explicaría su rabieta cuando detuvimos a Manny. ¿No podemos acceder a sus archivos?

– Probablemente no basándonos en lo que tenemos, pero podemos pedírselo. ¿Y qué hay de Bixby?

Reed mantuvo los ojos fijos en la pantalla.

– Es autor de unos pocos artículos sobre educación.

– Dos de los artículos son sobre educación en rehabilitación -destacó Mia.

– Otra vez me pregunto por qué no busca un salario más alto.

– Lo descubriremos. Comprueba lo de Atticus Lucas, el profesor de arte.

Reed hizo lo que le pedía.

– Ha expuesto antes. -Recorrió rápidamente la página y luego levantó la mirada hacia ella-. En galerías prestigiosas. Vuelvo a preguntarme por qué está allí.

– ¿Y qué hay del Centro de la Esperanza? Será una organización sin ánimo de lucro, ¿verdad? ¿Sabes cómo comprobar las finanzas?

Le dirigió una mirada demasiado paciente.

– Sí, Mia.

Ella le devolvió una mirada adusta.

– Entonces mira si puedes averiguar algo mientras yo escucho mi buzón de voz. Luego seguiremos. Todos los profesores estarán allí a las nueve.

Un periódico aterrizó en su escritorio. Murphy estaba allí de pie mirándola fijamente.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Vuelves a estar en las noticias, chica glamurosa. En la página tres del Bulletin, abajo a la derecha.

Por un momento Mia se preguntó si Carmichael ya habría informado de su noche salvaje con Reed, pero rechazó la idea. La edición del Bulletin la cerraban a la una. Reed no se fue hasta casi las cuatro. Bajó la mirada y notó que la sangre le afloraba al rostro.

Era peor, mucho peor. Estaba perdiendo los nervios y luchó contra el impío deseo de echar las manos al cuello de Carmichael.

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