– Disculpas aceptadas. -Solliday cumplimentó el cuestionario y se lo dio-. Asunto olvidado.
Su hija se animó.
– Entonces este fin de semana puedo dormir en casa de Jenny.
Lauren dejó una taza de café junto al plato de su hermano y con la expresión le dio a entender que estaba dispuesta a ponerse a cubierto de la que estaba por caer.
– No -precisó Reed-. El castigo sigue en pie.
Beth se incorporó de un salto, abrió la boca y exclamó:
– ¡Papá! ¡No puedo creerlo!
– Siéntate -ordenó Solliday y se sorprendió al ver que su hija obedeció-. Fuiste insufriblemente grosera. Me levantaste la voz y el portazo fue tan intenso que arriba se cayó un cuadro. Suelo sentirme orgulloso de ti, pero anoche me avergoncé.
Beth clavó la mirada en la mesa.
– Comprendo. -Cuando observó a su padre, Beth ya había recobrado la serenidad-. Mañana tenemos que entregar el trabajo de ciencias que hacemos juntas. ¿Me dejas ir a casa de Jenny aunque solo sea para terminarlo? No es justo que sus notas se resientan.
Reed miró a Lauren, que se encogió de hombros.
– Está bien -accedió-. Prepárate. Tengo una reunión, por lo que te recogeré en cuanto esté listo.
Beth apretó los dientes, asintió y se retiró.
Solliday dejó escapar un suspiro y comentó:
– Soy tonto, ¿no?
– Sí, pero la quieres. Me alegro de que Beth tenga la vida que tiene, aunque a veces me gustaría que entendiera que negarse es más difícil. A mi madre biológica nunca le importó.
– A la mía tampoco. -Reed reflexionó con la mirada fija en el café-. Nunca estaba lo suficientemente serena.
La expresión de Lauren se demudó de preocupación.
– Perdona, no pretendía que lo recordases.
– No pasa nada. -El teniente levantó la cabeza-. Hoy Mia y yo visitamos un centro juvenil.
– De modo que ahora la llamas Mia. Reed, citando a Beth, ¿cuál es el trato con la dama?
– Lauren, es mi compañera.
Su hermana sonrió.
– Vaya, no has añadido «eso es todo». Diría que ha habido progresos.
– ¡Estoy lista! -gritó Beth desde la entrada.
Reed se puso de pie.
– En ese caso, en marcha, chica.
Miércoles, 29 de noviembre, 19:45 horas
Dana miró el plato vacío de Mia y asintió.
– Por fin has terminado.
Las dos estaban solas en la mesa, ya que hacía rato que los hijos adoptivos de Dana habían terminado de cenar.
Mia puso los ojos en blanco.
– Porque te impones. Detesto la verdura.
– Vienes porque quieres que te intimide y a mí me encanta complacerte.
Durante la cena se había esfumado gran parte del enfado que Mia había sentido por la llamada de Holly Wheaton. Era difícil permanecer cabreada en presencia de los hijos de Dana. De todas maneras, aún le quedaban arrestos para una última pulla.
– Serías una buena dominatriz -aseguró Mia y su amiga rio.
– Dana la Dominatriz. Me gusta cómo suena.
– Y a mí. -Ethan, el marido de Dana, entró en la cocina y besó a su esposa en la nuca-. Podría ser muy divertido. Se me ocurren varias ideas.
Dana le pegó juguetonamente en la mano.
– No necesitas ideas nuevas.
Cogió a su marido de la cabeza para darle un beso y Mia sintió la punzada que experimentaba cada vez que los veía juntos. Esa noche no fue como siempre; por alguna razón resultó más intensa y sombría. Generalmente la punzada era de alegría por Dana y en ocasiones de nostálgico deseo por su parte.
Esa noche estaba cargada de celos, envidia y… y resentimiento. Afectada por lo que sentía, la detective carraspeó y dijo:
– Por favor, ya está bien. ¿Todavía os besáis así?
Ethan fue el primero en apartarse y el tono de Mia lo desconcertó.
– Perdona, Mia. Cariño, me ocuparé de ver que han hecho los deberes para que podáis hablar.
Pasó tiernamente la yema de los dedos por el rostro de Dana antes de irse y Mia no logró anular la sensación del pulgar de Reed Solliday acariciándole la línea de la mandíbula.
Esa noche había huido. Se había asustado y escapado como una cría. La llamada de Wheaton no fue más que la excusa para enfadarse con Solliday. Era más sencillo que afrontar lo que había sentido cuando Reed le acarició el rostro. La noche anterior su compañero había hecho lo mismo y ella también se había apartado.
– Cuando quieras estoy lista -afirmó Dana con voz queda.
Mia depositó cinco centavos sobre la mesa y su amiga sonrió.
– Ha subido a veinticinco. Es por la inflación. No te preocupes, los pondré en tu cuenta. Adelante, habla.
– Soy una estúpida.
– Bueno.
Mia adoptó expresión de contrariedad.
– Así no te ganarás los veinticinco centavos.
Dana rio.
– Mia, no soy adivina, indícame la dirección correcta que tengo que seguir. -Recobró la seriedad-. Te lo pondré fácil. A, se trata de la mujer que supones que es tu hermanastra. B, estás afectada por la muerte de dos mujeres y no puedes devolverles la vida porque no eres Dios. C, anoche estuvieron a punto de matarte, hecho que no has mencionado ni una vez, y D, tiene que ver con Reed Solliday.
– ¿Qué tal E, que es la suma de todo?
– Mia…
Mitchell suspiró.
– ¿Y si lo dejamos en E, que es la suma de todo, aunque en este momento principalmente se vincula con D?
– ¿Ha sido malo contigo? -preguntó Dana como si consolara a una cría de cinco años.
La detective abrió la boca para soltar un comentario sarcástico, pero de repente se quedó sin réplica.
– No, es un caballero de la cabeza a los pies. Abre la puerta, me ayuda a sentarme y me cubre la cabeza con el paraguas.
– Habría que matarlo -declaró Dana con tono totalmente objetivo e inexpresivo.
– Dana, hablo en serio.
– Lo sé, cielo. Además de hacerte sentir incómoda por tratarte con el respeto que te mereces, ¿qué más hace?
– ¡Pues sí que eres buena!
– Miles de personas están de acuerdo contigo. Deja de darme largas.
– Anoche me siguió a la cárcel. Fui a hablar con Kelsey sobre Liam y «ella».
– ¡Qué interesante! ¿Cómo está Kelsey?
– Desconfiada como siempre en lo que se refiere a la libertad condicional. Conocía la existencia de Liam y de su madre, pero no de la mujer. Ah, antes de que se me olvide, dice que te puedes quedar las langostas.
A Dana se le escapó la sonrisa.
– No pienso ni tocarlas. Vamos, se acabó el tiempo muerto. Reed Solliday es apuesto, amable y me juego la cabeza a que le interesas y te has asustado.
Tantos años como asistente social habían aguzado la capacidad de observación de Dana y los años transcurridos como mejor amiga de Mia la habían afilado como una navaja.
– Básicamente, sí.
Dana se inclinó con actitud de conspiradora.
– Dime, ¿ya te ha besado?
La risa escapó de los labios de Mitchell.
– No. -La detective suspiró-. Pero hacia allí vamos.
– ¿Y?
– Y… bueno, no busco una relación.
– Yo tampoco la buscaba.
– Es distinto.
Dana enarcó una ceja.
– ¿Por qué dices que es distinto?
– Quieres a Ethan y te has casado con él.
Para Dana había sido un paso trascendental.
– Al principio solo me propuse tener sexo con él y cortar los lazos cuando me cansara.
Mia parpadeó porque era la primera vez que oía esa explicación.
– ¿De verdad?
– Lo cierto es que no me cansé. Todavía no me he cansado y creo que nunca me cansaré. En la cama es insuperable. Tanto músculo y energía… -Dana se abanicó con la mano.
Mia apretó los muslos por las punzadas que notó en la entrepierna.
– No es justo. Sabes que hace mucho que no estoy con un hombre y me lo refriegas por las narices.
Dana rio.
– Lo siento. No pude evitarlo. Mia, ya está bien. -La sonrisa de la trabajadora social se tornó pesarosa-. Mírate. Has cumplido los treinta y cuatro y lo único que tienes es trabajo. Cuando acaba la jornada regresas a un apartamento oscuro y frío y a una cama vacía. Cuando te levantas todo sigue igual. La vida transcurre y te limitas a ver pasar los días.