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– Pues no ha mordido el anzuelo -comentó Westphalen-. Es otro de los motivos por los que coincido con usted.

Mia salió y cerró la puerta.

– El chico no cede, pero la defensora tiembla de la cabeza a los pies.

– Mia, ¿qué opinas? -inquirió Spinnelli.

– Diría que oculta algo. Tiene móvil y medios como el historial de incendios provocados, la posesión de cerillas y los artículos periodísticos, pero no veo la oportunidad. Además, no sale del centro. ¿Cómo demonios salió para matar a Caitlin y a Penny? En el caso de que lo lograse, ¿por qué demonios regresó?

La detective había manifestado esa preocupación durante el trayecto desde el centro y a Reed le pareció válida, por lo que reflexionó sobre ese punto.

– Es posible que, si dio con la forma de salir, regresara simplemente porque es más cómodo. En la calle hace frío, mientras que en el centro hay calefacción y le dan de comer tres veces al día. De esa forma pudo nadar y guardar la ropa.

Mia frunció el entrecejo mientras pensaba.

– Me parece factible. Seré más propensa a creer que está implicado si lo vinculamos con Caitlin o con Penny. ¿Qué hacemos?

– El doctor quiere que muestres a Manny las fotos de los cuerpos -apuntó Reed.

– Está bien, pero deberías entrar. Contigo habla y a mí se limita a mirarme el pecho.

Reed se dijo que nadie podía culparlo de que lo hiciese.

– Doctor, ¿aconseja algo concreto?

Westphalen recapacitó unos segundos y replicó:

– Intente hacerle bajar la guardia antes de mostrar las fotos. No me gusta su actitud de aburrimiento; oculta demasiadas cosas.

– Lo intentaré.

Reed entró en la sala de interrogatorios y cerró la puerta.

La defensora levantó la barbilla y lo increpó:

– Manny está cansado. Ya ha dicho lo que querían. ¿Cuándo acabarán con estas tonterías y lo dejarán volver al centro?

– No sé si volverá al centro. Es posible que pase la noche aquí como invitado nuestro.

Manny levantó bruscamente la cabeza.

– No pueden hacerlo, soy menor.

– Tenemos una zona especial para hombres menores de dieciocho años que han sido acusados de delitos capitales.

Solliday tardó lo suyo en buscar las fotos y observó a Manny por el rabillo del ojo.

La expresión del chico fue de pánico cuando preguntó:

– ¿Qué es un delito capital?

Reed lo miró y repuso:

– La pena de muerte.

Manny se incorporó de un salto.

– ¡Yo no he matado a nadie! -Se volvió hacia la defensora-: No he matado a nadie.

– Teniente, deje de meterle miedo en el cuerpo. -Aunque le tembló la voz, la defensora se irguió-. Manny no ha hecho nada. -Señaló una silla y ordenó-: Siéntate, Manny. -El muchacho se sentó y la letrada cruzó las manos sobre la mesa-. El menor quiere inmediatamente un abogado.

– Pero si no está detenido -comentó Reed sin dar demasiada trascendencia a sus palabras-. ¿Deberíamos detenerlo?

– ¡No! -Manny no aguantó más.

Solliday se situó tras él, se inclinó y dejó sobre la mesa las fotos de los cuerpos carbonizados.

– ¿Deberías estar detenido? -Junto al teniente, la defensora se tapó la boca y sufrió un ataque de náuseas. Manny empujó la silla hacia atrás, pero Reed le impidió moverse-. Míralas -ordenó severamente-. Manny, es lo que has logrado con los incendios. Es lo que hiciste. Es el aspecto que tendrás cuando retiren tu trasero de la silla eléctrica.

Manny se agarró a la mesa y empujó con todas sus fuerzas.

– ¡Déjeme en paz!

Al percibir el tono aterrorizado del chico, Solliday retrocedió y la silla cayó al suelo, pero ya era demasiado tarde: Manny vomitó.

Por suerte tenían más copias de las fotos. Lo mejor era que Reed llevaba un par de zapatos de repuesto en el todoterreno. El chico se puso a gatas, tuvo espasmos y sollozó. Solliday hizo una mueca y se dirigió a la antesala para hablar con los demás.

Mia le lanzó una mirada de preocupación.

– Lo siento. Si hubiera sabido que iba a vomitar…

El teniente la observó con los ojos entornados.

– Igualmente me habrías pedido que entrara.

Mitchell asintió.

– Es muy probable. Solliday, de todas maneras debo decir que no has estado nada mal, sobre todo cuando te referiste a la silla eléctrica. Tendré que recordarlo.

– Desconocía si Manny sabe que hace años que no usamos la silla eléctrica -dijo Reed, distraído, mientras miraba a través del cristal. La defensora intentó ayudar a Manny, que se apartó y siguió temblando. Solliday negó con la cabeza-. Es inocente. De haber cometido los asesinatos, las fotos habrían despertado su interés e incluso lo habrían fascinado. -El menor gateó hasta la pared, se rodeó las piernas con los brazos y se balanceó. Tenía los ojos cerrados y movía los labios-. Es inocente.

– Tienes razón -musitó Mia-. Está asustado. Prestad atención. -La detective subió el volumen de los altavoces.

– No puedo decirlo -repitió Manny incesantemente-. No puedo decirlo. No lo diré.

Todos se volvieron hacia Patrick y Spinnelli preguntó:

– ¿Qué opinas? ¿Podemos retenerlo?

El fiscal del estado carraspeó con expresión de contrariedad.

– ¿Qué es exactamente lo que tenéis?

– Los huevos desaparecidos y montones de huellas dactilares -respondió Mia-. Jack encontró huellas de más de veinte personas en las aulas de arte y de ciencias. En este momento las compara con las de los profesores y los reclusos… quiero decir los menores -se corrigió y enarcó las cejas.

Patrick no estaba satisfecho.

– ¿Eso es todo?

Mia sonrió a Reed y declaró:

– Tú lo has encontrado, por lo que te toca compartir la mejor parte.

Era la guinda del pastel.

– También hallamos restos de las sustancias químicas empleadas en los dispositivos.

El tema despertó el interés de Patrick, que dijo:

– Explícate.

La mirada de respeto y admiración de Mia no tendría que haberlo hecho sentir tan bien, pero fue el efecto que causó en Solliday.

– Examinamos el laboratorio de ciencias -se explayó Reed-. En el interior de la cabina encontré pruebas de vapores de hidrocarburos, y en la encimera, restos de pólvora y azúcar.

– ¿Para qué se usaron? -inquirió Spinnelli.

– ¿En qué consiste la cabina? -preguntó Patrick casi al mismo tiempo.

– La cabina es una zona cerrada con un pozo de ventilación. Me juego la cabeza a que las muestras que Jack recogió presentarán trazas de queroseno… Nuestro análisis del catalizador sólido demuestra que nuestro hombre lo mezcló con nitrato amónico. Cuando se combina con combustible líquido, el fertilizante se vuelve explosivo.

Patrick se mostró debidamente impresionado e insistió:

– ¿Qué dices de la pólvora y el azúcar?

– Los empleó para las mechas caseras. Seguramente los utilizó para impregnar cordones de zapatos. -Reed se encogió de hombros-. No es la primera vez que lo veo. Se trata de una técnica sorprendentemente fácil de encontrar en internet. Las instrucciones figuran en una de las páginas que hallamos en el escondite de Manny.

La mirada de Spinnelli fue intensa cuando preguntó:

– ¿Sigues pensando que es inocente?

– En todo caso no actuó solo -replicó Mia-. Basta escucharlo. Salvo que sea un actor consumado…

Al otro lado del cristal, Manny seguía meciéndose y repetía las mismas palabras.

– Patrick, ¿es suficiente para retenerlo? -preguntó Spinnelli.

– Diría que sí. Sobre la base de lo que habéis encontrado solicitaré un nuevo juicio en el juzgado de familia. Así tendréis unos días para averiguar qué sabe y si hay más implicados.

– Bastará con que pase una noche retenido para que Manny se convenza de que debe hablar -afirmó Mitchell.

– Eso está por verse -intervino Westphalen serenamente y sin dejar de observar al chico-. Espero que tengas razón.

– ¿Por dónde continuamos? -preguntó Spinnelli.

– Jack ha pedido a los de dactiloscopia que estudien las huellas dactilares y al laboratorio que analice el polvo que Solliday recogió en el laboratorio del centro. Nosotros volveremos a repasar los expedientes e intentaremos hallar una conexión entre Roger Burnette, Penny y cualquier miembro de ese centro de chalados. -Mia señaló a Patrick antes de apostillar-: Cuando el caso se resuelva tendréis que investigar el centro. Son muy raros.

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