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– Mia, con relación a lo que sucedió en el despacho de Spinnelli…

Aunque no apartó la mirada de la pequeña pantalla, Mitchell tensó la mandíbula.

– Te agradezco que intentases cubrirme. No hará falta que vuelvas a hacerlo.

– No era a eso a lo que me refería. Esa mujer, tu… -El teniente titubeó-. Tuvo que ser toda una sorpresa.

Mitchell entornó los ojos cuando en el vídeo apareció fugazmente una joven con trenza.

– Ahí está Carmichael, escurriendo el bulto como de costumbre.

Solliday se dio cuenta de que Mia no estaba dispuesta a seguir hablando del tema.

– Carmichael se mantuvo en un segundo plano -afirmó Reed.

– Tendría que haberla visto.

– Quizá. La próxima vez estarás atenta a su presencia.

La detective le dirigió una mirada cautelosa.

– Sí, claro, estaré atenta a la presencia de Carmichael.

Solliday le sostuvo la mirada unos segundos, pero Mia no tardó en clavar los ojos en la pantalla, donde la escena había cambiado. Wheaton estaba en la acera, se ahuecaba el pelo y comprobaba que su maquillaje estuviese perfecto.

– Duane, el hermano de Jared, estaba bastante rezagado -comentó el teniente.

– Será difícil enterarse a menos que se acerque.

– Según el reloj de la videocámara, son las seis menos cuarto. La mujer todavía no ha llegado. -Reed arrastró la silla de Mitchell hasta el otro lado-. Siéntate. Puede que tardemos un rato. -La toma se concentró en Wheaton y al final se alejó. De repente Solliday se puso alerta y se enderezó en el asiento-. Ahí está.

El Hyundai azul estaba aparcado a un lado y la mujer se encontraba junto a la portezuela del coche y observaba la casa, tal como habían visto en el vídeo de Action News.

Mitchell se inclinó y bizqueó.

– ¿Podemos leer la matrícula?

– Es posible que los expertos informáticos de la policía consigan realzar la imagen -admitió Reed, aunque tuvo sus dudas-. Duane todavía está demasiado lejos para ver bien y el ángulo es pésimo. -Como si sus deseos se cumplieran, la cámara se aproximó e hizo un barrido de los coches y los curiosos. Reed contuvo el aliento y masculló-: Un poquito más.

– Holly está en el aire -afirmó Mitchell-. El equipo está pendiente de ella. Duane se envalentona. Vamos, chico, acércate.

Duane se aproximó y la filmación mostró el coche desde más cerca. Al final se detuvo, pero la matrícula quedó a la vista, aunque todavía era ilegible-. Chico, acércate un pelín -murmuró.

La cámara rodó unos segundos y bruscamente se desplazó hacia el equipo de Wheaton, que desmontaba los aparatos. Finalmente hubo estática y el vídeo se paró.

– Me parece que es lo máximo que lograremos -dijo Reed-. Se lo llevaremos a los expertos. Quizá tengamos suerte.

Mitchell apartó la silla del escritorio.

– Los expertos informáticos están en la cuarta planta. Llévales el vídeo. Me cambiaré e iré a buscarte. No te diviertas antes de que yo llegue.

Reed la observó mientras abandonaba rápidamente las oficinas. Mia se había acorazado de la misma forma que lo hizo cuando le acarició la cara. Se dijo que debía olvidarse de ella, pero no supo si podría.

Miércoles, 29 de noviembre, 13:05 horas

Mia miró por la ventanilla del todoterreno mientras Solliday rodaba lentamente por el aparcamiento del claustro de profesores y de pronto exclamó:

– ¡Ahí está! Me refiero al Hyundai azul, matriculado a nombre de Brooke Adler, profesora de literatura.

– Los informáticos se superaron a sí mismos ampliando el fotograma.

– La tecnología es estupenda -aseguró Mia mientras aparcaban en un sitio destinado a visitantes-. Adler está limpia y no parece factible en tanto sospechosa de incendiaria.

– Estamos de acuerdo. Sin embargo, tengo la impresión de que sabe o cree saber algo.

– Estamos de acuerdo. Creo que, si hubiera provocado el incendio, estaría satisfecha, pero solo tenía cara de culpable.

– Por ahora, el que trabaje con delincuentes es un vínculo tan válido como cualquier otro.

– Tú mismo dijiste que nuestro pirómano no es novato. ¿Es posible que se trate de un menor?

– Yo dije que sus métodos para provocar incendios son rebuscados. No creo que sea un niño, pero está claro que un adolescente encajaría en el perfil. -Solliday ladeó la cabeza-. Mia, ¿qué pasa?

Afectada, la detective lo miró a los ojos.

– A Penny Hill la quemaron viva y a propósito.

– Y una parte de ti se niega a creer que un menor sea capaz de hacerlo -apuntó Reed en tono bajo-, mientras que otra sabe que es totalmente posible.

Mitchell asintió y la verdad le produjo un regusto amargo.

– Se trata de una buena síntesis.

Solliday se mostró comprensivo y se encogió de hombros.

– También podemos equivocarnos.

– Espero que no. Al fin y al cabo, es la primera pista real que tenemos. -Descendió del todoterreno-. Allá vamos.

Mia atravesó la puerta del centro, que el teniente sostuvo, y pensó que no le costaría nada acostumbrarse a un hombre como Reed Solliday. Le abría las puertas, le acercaba la silla y la invitaba a café. La estaba malcriando.

Tras el cristal había una mujer y en su placa se leía «Marcy».

– ¿En qué puedo ayudarlos?

– Somos la detective Mitchell y el teniente Solliday. El guardia de seguridad de la entrada ya ha visto nuestras identificaciones. Por favor, queremos hablar con la señorita Adler.

– En este momento está dando clase. ¿Quieren dejarle un mensaje?

Mia sonrió amablemente.

– Parece que no me ha entendido. Será mejor que le avise de que venga a hablar con nosotros ahora mismo.

A la izquierda de Mitchell y Solliday apareció un hombre que dijo:

– Soy el doctor Bixby, director del Centro de la Esperanza. ¿En qué puedo ayudarlos?

Nada más verlo, Mia sintió recelos y repuso:

– Solo queremos que nos ayude a hablar con la señorita Adler.

– Marcy, que alguien sustituya a la señorita Adler en el aula. Síganme. -Los condujo a una pequeña estancia amueblada de forma espartana-. Esperen aquí, ya que hay más privacidad que en la entrada. En tanto empleador, me veo en la obligación de preguntar si la señorita Adler tiene algún problema.

Mia no dejó de sonreír.

– Solo queremos hablar con ella. -Indeciso, el director cerró la puerta y los dejó a solas con un viejo escritorio y dos sillones raídos. La solitaria ventana estaba cubierta de barrotes negros. Ese sitio era lo que parecía: una cárcel para críos que se portan mal-. Siempre me he preguntado si colocan micrófonos ocultos en esta clase de instituciones.

– En ese caso pediremos a la señorita Adler que salga -propuso Solliday con gran naturalidad y Mia lo miró.

– ¿Me estás llamando paranoica? -inquirió la detective.

– ¿Te lo dice Abe?

– No, jamás. Solo tira una moneda al aire para elegir lo que comemos. Cara es algo bueno y cruz, comida vegetariana.

Reed recorrió de cabo a rabo la pequeña estancia y por enésima vez Mia quedó prendada de la elegancia con la que se movía. Un hombre de sus dimensiones tendría que parecer acorralado y fuera de lugar en un cuarto tan reducido, pero Solliday se deslizaba como un gato y mantenía el equilibrio sobre las puntas de los pies. Era elegante… pero inquieto.

– Deduzco que la comida vegetariana no te atrae -murmuró el teniente.

– No mucho, fuimos una familia de carne y patatas.

Solliday se detuvo junto a la ventana y, con expresión pensativa, miró a través de los barrotes.

– Nosotros también, después de…

La actitud de Reed había cambiado drásticamente desde que entraron en el centro.

– ¿Después de…?

La miró por encima del hombro.

– Después de que me fuera a vivir con los Solliday.

La mirada cautelosa del hombre la llevó a preguntar con suma delicadeza:

– ¿Te adoptaron en un orfanato?

El teniente asintió y volvió a mirar por la ventana.

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