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– Te descoyuntarás -murmuró Jack y aflojó los dedos rígidos de la detective.

Spinnelli carraspeó.

– Me figuro que no sabías nada de esta… de esta hermana.

– No, señor. De todos modos, no es lo más importante. Sigue en pie el hecho de que, por motivos personales, dejé de prestar atención a la vigilancia. Estoy dispuesta a asumir las consecuencias.

Spinnelli la miró atentamente y bufó.

– Todos fuera, salvo Mia. Tú te quedas.

Las patas de las sillas rascaron el suelo cuando Miles, Solliday y Jack se pusieron de pie.

En cuanto la puerta se cerró, Mia entornó los ojos y dijo:

– Marc, acaba de una buena vez.

La detective oyó sus pisadas mientras el jefe caminaba de un extremo a otro de la sala. Se detuvo y dijo:

– Mia, mírame. -La detective se armó de valor y lo miró. Spinnelli estaba al otro lado de la mesa, con los brazos en jarras y los labios apretados, por lo que su bigote sobresalía-. Joder, Mia, ¿por qué no me lo contaste?

– Verás… -Mitchell meneó la cabeza-. No lo sé.

– Abe asegura que aquella noche le dijiste que estabas distraída. Me parece que ahora todo adquiere sentido. -El jefe de Homicidios suspiró-. Sospecho que yo habría actuado de la misma manera.

El corazón de Mia dio un vuelco.

– ¿Cómo, señor?

– Mia, déjate de tonterías, nos conocemos desde hace demasiado tiempo. Si tienes un problema personal lo resuelves en tu tiempo libre, ¿está claro? Dadas las circunstancias, yo también la habría seguido. ¿La consideras peligrosa?

Por primera vez en una hora Mia respiró serenamente.

– Diría que no. Como explicó Solliday, hoy me saludó. Su actitud fue casi… casi respetuosa. Lo único que pensé fue que buscábamos caras sospechosas y ella estaba allí, De todas maneras, apareció por primera vez antes de los incendios provocados.

– Esa mujer te causa pavor.

– Pues sí. Me lleva a preguntarme si hay más como ella.

– Pues no lo averigües en el horario laboral -zanjó Spinnelli, aunque con delicadeza-. Vuelve al trabajo. Quiero saber lo antes posible quién es la mujer del nuevo vídeo. Puedes retirarte.

Mia caminó hasta la puerta y se detuvo con la mano en el pomo.

– Marc, gracias por todo.

El jefe se limitó a farfullar algo.

– Mitchell, quítate esos zapatos de mono.

Mia regresó al área de Homicidios y frenó en seco. Dana estaba junto a su escritorio y sostenía una pequeña caja de cartón.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó la detective y se sentó en la silla.

– Vengo a denunciar un homicidio.

Dana enarcó las cejas, dejó la caja sobre el escritorio de Mia y extrajo una langosta con las pinzas sujetas con gomas. El bicho no se movía.

Mia frunció la nariz.

– Dana, por favor, ¿qué es eso?

– Era una langosta de Maryland. La cogí con mis propias manos. Estaba viva y habría seguido viva si anoche te hubieses presentado. Ahora está muerta y eres culpable. Quiero que se haga justicia.

– Me cuesta creer que la gente se las coma. Parecen bichos gigantes salidos de una mala película de los años cincuenta.

Dana guardó la langosta muerta en la caja.

– Son muy sabrosas y lo habrías comprobado si la hubiéramos cocinado para ti. Me enteré de que había una rueda de prensa y supuse que estarías en la comisaría. Estaba preocupada. ¿Cómo va tu hombro?

– Está como nuevo.

– Lo que veo es que tienes una nueva pupa. ¿En qué lío te metiste?

– Esquivé una bala -replicó Mia sin dar demasiada importancia a sus palabras.

Dana la miró intensamente.

– ¿Tiene que ver con el nuevo caso?

– No.

– Ya me lo explicarás. Me gustaría saber qué novedades hay sobre los incendios provocados.

– Dana, sabes perfectamente que no puedo dar datos concretos.

La pena empañó la mirada de Dana.

– Conocí a Penny Hill. -Mia se dio cuenta de que Dana lloraba la muerte de la trabajadora social-. Era una buena persona. ¿Cogerás a quien lo hizo?

– Sí.

Mia se dijo que, si tuvieran una o dos pistas, le resultaría más fácil cumplir esa promesa.

– Eso espero. -Dana inclinó la cabeza-. ¿Cómo va lo demás?

– Tuve que decírselo a Spinnelli. La mujer acudió a la rueda de prensa.

Dana parpadeó, sorprendida.

– ¡Maldición!

– Huyó de nuevo, pero esta vez anoté la mitad de su matrícula.

– ¿Quieres que Ethan la rastree?

El marido de Dana era investigador privado y se llevaba de maravilla con los ordenadores.

– Todavía no. Primero lo intentaré por mi cuenta.

Mia desvió la mirada hacia el fondo de la sala Solliday acababa de entrar con un pequeño televisor bajo un brazo y un reproductor de vídeo debajo del otro. Reed la había protegido pese a que no estaba obligado Dana se volvió, siguió la dirección de la mirada de su amiga y silbó quedamente.

Giró otra vez la cabeza con expresión de que lo que había visto le gustaba.

– Dime, ¿quién es?

– ¿Quién? -Hacerse la tonta fue un error-. Ah, él.

– Sí, el. -A Dana se le escapó la sonrisa-. ¿Quieres que investigue su historial?

Mia sintió que se ruborizaba pues sabía a qué se refería Dana. Había investigado a Ethan cuando su amiga se enamoró perdidamente de él, con el que se casó pocos meses después. No hacía falta un detective para seguir la línea de puntos y terminar el dibujo.

– No es necesario. Se trata de mi nuevo compañero.

La mirada de Dana reveló lo mucho que la situación la divertía.

– Vaya, has sido muy escueta a la hora de dar detalles. -Dana se levantó cuando Solliday depositó el reproductor de vídeo en el escritorio de Abe-. Hola, soy Dana Buchanan, la amiga de Mia. Y tú, ¿quién eres?

El teniente estrechó la mano de Dana.

– Me llamo Reed Solliday y soy su compañero provisional. -Reed sonrió y su mirada se tornó cálida-. Tú debes de ser la madre adoptiva.

Dana sonrió de oreja a oreja.

– Así es. De momento tengo cinco, pero pronto habrá otro.

– Yo soy adoptado. Durante años mis padres participaron activamente en el sistema de adopciones. Me alegro por ti.

Dana no le había soltado la mano y estudiaba el rostro de Solliday de una forma que ruborizó más si cabe a Mia.

– Gracias. -Soltó la mano del teniente y se volvió hacia su amiga-: Llámame más tarde o tendrás que vértelas conmigo. Lo prometo.

A medida que se alejaba, Dana levantó un brazo y se despidió con un ademán.

Mitchell aferró la cinta de vídeo de Wright.

– Gracias por conseguir el televisor.

– No se merecen. -Reed observó a Dana por el rabillo del ojo y echó el cable a Mia-. Enchúfalo y lo sintonizaré.

Al llegar al final de la sala de Homicidios, la pelirroja Dana se detuvo y miró hacia atrás. Levantó las cejas con actitud de mudo desafío y desapareció por el pasillo. Reed pensó que el tono de voz de la mujer contenía un elemento reconfortante, lo mismo que su modo de estrecharle la mano, como si fueran amigos de toda la vida.

– Se ha olvidado la caja -apostilló Solliday.

Mia levantó la cabeza y rio.

– No podía ser de otra manera. Contiene una langosta muerta.

– ¿Tu amiga te ha traído una langosta muerta?

– Tendría que haber sido una delicia culinaria. -Mitchell se metió bajo el escritorio para enchufar el aparato, se incorporó y se acomodó rápidamente el uniforme-. Veamos la obra del señor Wright.

Reed introdujo la cinta de vídeo.

– Es la filmación del incendio que vimos anoche.

Contemplaron en silencio el escenario y a sí mismos. Reed se tragó la mueca de malestar cuando la cámara lo pilló peleando con las botas, tarea que acabó por realizar Mia.

– Te pido disculpas -murmuró Mia.

Solliday recordó la expresión que la detective adoptó cuando la regañó. Se mostró distante, como si acabara de recibir un bofetón. «Pues te toca aguantarte». Esas palabras resultaron reveladoras a la luz de lo que Mia acababa de divulgar. Su sorpresa tuvo que ser mayúscula al descubrir que su padre tenía otra familia. Buscó algo que decir:

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