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– En la señora Hill -murmuró Mitchell-. Se llama Penny Hill.

La expresión de la detective estrujó el corazón de Reed, pero Barrington se limitó a enarcar las cejas rubias.

– El asesino usó otra sustancia con la segunda víctima, empleó algo que no ardió tan rápido.

– Hay que comprobar la composición del nitrato -concluyó Reed-. Pediré al laboratorio que le envíe la fórmula por fax.

– Encantado. Detective, consígame la historia dental de la segunda víctima. En cuanto pueda llevaré a cabo la identificación en firme.

– De acuerdo -aceptó Mitchell en tono neutro-. Lo haré hoy mismo.

Barrington se puso en pie.

– Si no hay nada más, tengo mucho trabajo.

– Llámanos cuando sepas algo -solicitó Spinnelli.

El forense se fue. Durante unos segundos, Mitchell miró la puerta que Barrington acababa de cerrar y lentamente abrió el puño y estiró los dedos de la mano sobre el muslo. Tomó la palabra en tono bajo:

– Marc, el cuerpo de Caitlin Burnette fue incinerado con gasolina y el de Penny Hill con… con algo más caliente.

– Probablemente no fue con algo más caliente, sino con una sustancia que no arde tan rápido -puntualizó Reed.

Molesta, la detective se encogió de hombros.

– Lo que sea. Solo pretendo demostrar que hay diferencias. El asesino cambió, tal vez mejoró su modus operandi.

Spinnelli movió el bigote mientras pensaba.

– Parece un supuesto razonable. ¿Cuáles son esas diferencias?

– En la primera casa dejó dos dispositivos incendiarios -respondió Reed-: uno en la cocina y el otro en el dormitorio. En la segunda vivienda no dejó nada en el dormitorio.

Westphalen se mostró interesado y comentó:

– Tal vez tenía algo concreto contra los Dougherty. Al fin y al cabo, lo depositó en su cama.

– Quizá decidió que con un dispositivo había logrado la explosión que buscaba y que no tenía sentido colocar otro -planteó Reed-. Un error habitual de los pirómanos novatos consiste en poner demasiados dispositivos incendiarios. Suponen que uno es bueno y cinco todavía mejor. Si uno de esos cinco no se activa se convierte en una prueba. La simplificación podría formar parte de la curva de aprendizaje del autor. De todos modos, les preguntaremos a los Dougherty si tienen enemigos. -Dirigió una mirada a Mitchell-. Han llamado para pedirme que, a partir de las nueve, nos reunamos con ellos en su casa.

– Me parece bien -dijo Mia, pero frunció el ceño-. Miles, estaría de acuerdo en el caso de que los Dougherty fueran el blanco pero, si Caitlin fue la víctima, ¿por qué lo colocó en el dormitorio? Lo que quiero decir es que Caitlin estudiaba en el cuarto de huéspedes. ¿De qué le serviría quemar una cama que Caitlin jamás tocó?

– Es una buena pregunta -reconoció Westphalen-. Hay que hablar con los Dougherty.

– ¿Hay más diferencias? -quiso saber Spinnelli.

– Dejó el coche de Caitlin en el garaje y en cambio utilizó el de Penny Hill para escapar -repuso Reed.

– No da la sensación de que haya perfeccionado el método -comentó Westphalen.

Spinnelli siguió apuntando en la pizarra.

– Jack, te escucho.

– Encontramos salpicaduras de sangre en la moqueta que retiramos de casa de los Dougherty. Ben Trammell también halló lo que podría haber sido un botón metálico de los tejanos de la chica. Estaba en el vestíbulo, en una grieta contigua a la escalera. En el vestíbulo no hallamos restos de los tejanos, por lo que es posible que hayan ardido. En ese caso, encontraremos trazas en la ceniza.

– ¿Qué hay de la gasolina? -inquirió Mitchell.

– En la moqueta, ni una gota. Solo la hallamos en la cocina, alrededor de la zona en la que encontramos el cadáver.

– Por lo tanto, la violó, le disparó en el vestíbulo, la arrastró hasta la cocina y la roció con gasolina. -Mitchell apretó los dientes-. ¡Qué cabrón!

– ¿Se ha informado a la familia de Penny Hill? -preguntó Spinnelli.

– Todavía no -repuso Mia-. He llamado a todos los Mark Hill de Cincinnati, pero ninguno está emparentado con Penny. Dentro de media hora, el personal de recursos humanos de los Servicios Sociales empezará a trabajar. Pediré que me digan cómo contactar con sus familiares.

Spinnelli tomó asiento.

– Miles, ¿puedes hacer un perfil del asesino o, como mínimo, ofrecer un punto de partida?

Westphalen lanzó una mirada cautelosa a Reed y replicó:

– Probablemente el teniente Solliday entiende mejor que yo a los pirómanos.

Interesado por lo que el loquero pudiera decir, Reed le indicó que continuase y musitó:

– Prosiga.

Westphalen se quitó las gafas y limpió los cristales con el pañuelo.

– Veamos, aproximadamente el veinticinco por ciento de los incendiarios son menores de catorce años y prenden fuegos por divertirse o debido a la compulsión. No creo que estemos ante un caso de esas características. Otro veinticinco por ciento tiene entre quince y dieciocho años. -Se encogió de hombros-. Prefiero pensar que no es obra de un adolescente, pero todos sabemos de lo que son capaces. Los pirómanos casi nunca superan los treinta años. En el caso de que sean mayores, se trata de personas que lo hacen estrictamente para obtener beneficios, como ya ha dicho el teniente. Los incendiarios adultos que no lo hacen a cambio de beneficios casi siempre buscan venganza. La inmensa mayoría son blancos y casi todos hombres. Me atrevería a afirmar que este pirómano tiene antecedentes.

– No hay huellas -reconoció Unger-. Por ahora no hemos encontrado ni una sola huella, de modo que no tenemos datos que nos conduzcan a su identificación o a sus antecedentes.

Westphalen frunció el ceño.

– Estoy seguro de que, en cuanto deje algo, podréis vincularlo con alguien que se encuentre en algún punto del sistema. Que lo hayan visto alejarse en coche de la casa de la señora Hill segundos antes de la explosión demuestra que calculó mal la hora o que lo planificó bien y necesita un alto nivel de riesgo.

– Es un buscador de sensaciones fuertes -apostilló Mitchell.

Westphalen asintió.

– Tal vez. Por regla general, los pirómanos han vivido una infancia inestable, con padres ausentes y trastornos emocionales por parte de las madres.

Solliday apretó los dientes. Volvíamos a las andadas. Ya sabía que era imposible que un psicólogo no responsabilizase de todos los males a la educación. Las miradas del teniente y el psicólogo se cruzaron y Reed notó que el loquero captaba su irritación.

Por su parte, el hombre mayor reanudó tranquilamente su discurso:

– En muchos casos el incendio provocado sirve de trampolín a delitos sexuales. He atendido a diversos depredadores sexuales que, en sus comienzos, provocaron incendios como modo de gratificación sexual. Llega un momento en el que el fuego no es suficiente y pasan a violar.

– Por lo tanto, no te sorprende que este tío viole y queme -apuntó Mitchell.

Westphalen volvió a ponerse las gafas.

– Pues no, no me sorprende. Lo que me llama la atención es que no se quedara a ver arder la casa. Planifica un incendio descomunal y no se queda a contemplar el espectáculo.

– Yo había pensado lo mismo -reconoció Reed y arrinconó su irritación-. Anoche observé a los congregados. En ambos episodios no vi a nadie que no viviera en el barrio y anoche tampoco detecté la presencia de alguien que hubiera estado en el incendio de los Dougherty.

– ¿Cuál es el próximo paso? -inquirió Spinnelli.

– Analizaré las muestras que anoche tomamos en casa de Hill -respondió Unger-. No creo que encontremos mucho en la cocina, aunque abarcamos la parte delantera de la casa, que sufrió menos daños. Hoy mismo volveré con un equipo para comprobar la situación a la luz del día. Si dejó un pelo y no se quemó, lo encontraremos. Reed, ¿puedo contar con Ben Trammell? Ayer fue de gran ayuda.

– Por supuesto.

– Nosotros hablaremos con los Dougherty -anunció Mitchell y miró a Reed-. También me gustaría volver a casa de Penny Hill.

30
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