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Reed rio entre dientes.

– El café me gusta solo -repuso y miró el expediente que la detective había dejado sobre el escritorio-. ¿Son los casos en los que Roger Burnette ha participado?

– No son los de nuestros archivos. Ayer los solicité, pero la administrativa todavía no los ha traído. Son las notas que el propio Burnette tomó. Esta mañana, cuando he llegado, me estaba esperando. Contienen los nombres, las direcciones y las fechas de todos aquellos a los que, a lo largo de los últimos años, les ha pisado los callos. Creo que le ha alegrado sentir que colaboraba.

– ¿Alguna pista?

Mia hizo una mueca.

– Todos los que figuran en las notas tenían deseos de venganza.

– De modo que has vuelto a tu hipótesis de que Caitlin se convirtió en instrumento de la venganza contra su padre.

Mia añadió crema de leche al café.

– No lo sé. Lo que sí sé es que Penny Hill era trabajadora social. Es probable que, con el paso de los años, se llevase a un montón de menores de muchos hogares. Desde cierta perspectiva, esa mujer desbarató unas cuantas vidas. Me parece interesante cruzar datos entre los casos de Roger Burnette y los de Penny Hill para comprobar si alguien odiaba a ambos.

– ¿Roger Burnette conoció a Penny Hill?

– No. Esperaba que así fuera, pero jamás había oído su nombre. -La detective apoyó los pies en el suelo-. Es la hora de la reunión matinal. Les he pedido a Jack y al forense que asistan. -Cogió el expediente y su café-. También he solicitado la asistencia de nuestro psicólogo. Se llama Miles Westphalen. Lo he puesto al día. He trabajado anteriormente con Miles y es muy competente.

Sin dar tiempo a Reed a responder, Mia se dirigió a un pasillo lateral y le hizo señas de que la siguiera. «¡Un loquero! ¡Qué alegría!», fue lo único que a Solliday se le ocurrió pensar.

Una mesa de dimensiones considerables ocupaba el centro de la sala de reuniones de Spinnelli, que estaba sentado en un extremo, flanqueado por Jack Unger de la CSU y por el forense Sam Barrington. Junto a Jack se encontraba un hombre mayor que, seguramente, era el loquero.

Spinnelli paseó la mirada por los rostros de los presentes e hizo una mueca.

– Vosotros dos, ¿habéis dormido?

– No mucho -repuso Mitchell y le sonrió cariñosamente al psicólogo-. Hola, Miles. Te agradezco que hayas venido. Te presento al teniente Reed Solliday, de la OFI. Reed, el doctor Miles Westphalen.

Reed estrechó la mano del hombre mayor y se mostró impasible. Detestaba a la mayoría de los loqueros, detestaba la forma en la que intentaban adivinarte el pensamiento, en la que convertían todo en una pregunta y, concretamente, en la que achacaban a la educación la propensión hacia el mal. Estaba seguro de que, antes de que terminase la reunión, Westphalen convertiría al pirómano en cuestión en un pobre desgraciado sin padre y con una madre maltratadora.

Ligeramente divertido, Westphalen se acomodó en su asiento.

– Encantado de conocerlo, teniente Solliday. Quédese tranquilo, no le adivinaré el pensamiento… al menos antes de la primera taza de café.

Reed apretó las mandíbulas al tiempo que Mitchell se sentaba junto a Westphalen.

– Miles, déjalo en paz -le regañó la detective-. La noche ha sido interminable. Por favor, Solliday, toma asiento. -Miró a Barrington y preguntó-: ¿Ha tenido ocasión de examinar a la víctima?

– Solo superficialmente -repuso Barrington mientras Reed se sentaba junto a Mitchell-. De todos modos, apuntaría a que en el cadáver encontraré algo más que gasolina. Las quemaduras son mucho más profundas. El fuego ardió más tiempo, al menos sobre la víctima.

– Hablemos de la víctima -intervino Spinnelli-. ¿Quién es?

– Penelope Hill, de cuarenta y siete años -repuso Mitchell-. Durante veinticinco años trabajó en Servicios Sociales. -Se sopló el flequillo, que salió volando-. Anoche celebraron la fiesta de su jubilación. Esta mañana he hablado con una de mis viejas amistades en Servicios Sociales. Hill era muy respetada y muy querida. En el periódico la mencionaron varias veces por los servicios prestados a la comunidad.

– «Muy querida» es una expresión relativa -terció Westphalen-. Tal vez fue muy querida por sus compañeros de trabajo.

– ¿Y por los padres a los que les quitó los hijos? -preguntó Mitchell, siguiendo la cadena de pensamiento de Westphalen-. Probablemente no la describirían como «muy querida». Miles, ya lo había pensado.

– La hija de un policía y una trabajadora social -musitó Spinnelli-. ¿Existe alguna relación entre ambas?

Mia negó con la cabeza.

– Burnette no la conoce. Necesitamos una orden judicial para solicitar los expedientes de Hill y cotejar los casos de ambos. Por otro lado, los incendios propiamente dichos fueron semejantes en muchos aspectos.

Spinnelli enarcó las cejas.

– Reed, te escucho.

Todas las miradas recayeron en él.

– Ambos incendios se iniciaron en la cocina. Ambos emplearon gas natural como combustible principal. En ambos casos hubo una tira de catalizador sólido en la pared como extensión química de la mecha. El laboratorio ha presentado el análisis del catalizador sólido empleado en casa de los Dougherty. Se trata de nitrato amónico mezclado con queroseno y con goma de guar. Es altamente inflamable. Al cabo del día tendré el análisis sobre la mezcla utilizada en casa de Hill, aunque supongo que será la misma.

Spinnelli se atusó el bigote.

– ¿Hemos topado con un incendiario profesional?

– En un sentido estricto, no. Habitualmente los incendios para obtener beneficios son obra de dueños de propiedades que quieren cobrar el seguro o de pirómanos que prestan… que prestan un servicio. No da la impresión de que lo hayan hecho por dinero. Se trata de una cuestión personal. Lo que quiero decir es que el autor no solo prendió fuego, sino que voló las casas. Todavía no hemos averiguado cómo conoció a las víctimas, pero el empleo de la explosión dice a gritos: «Miradme, fijaos en lo que soy capaz de hacer».

– Y también «Miradlas, fijaos cómo murieron» -masculló Mitchell-. Es como una flecha de neón intermitente. -Se dirigió a Westphalen-: ¿Tal vez una llamada de auxilio?

Westphalen enarcó las cejas canas y enmarañadas.

– Más bien parece un grito de cólera.

Reed se sorprendió. Esperaba que el loquero se lanzase a soltar el mantra de «la llamada de auxilio». Era otra de las cosas que odiaba de los psicólogos. Nadie tenía la culpa de nada. Si alguien cometía un crimen, solo lanzaba una llamada de auxilio. ¡Vaya chorrada! Los criminales delinquían porque obtenían algo a cambio… y no se hable más. Si necesitaban ayuda, podían pedirla amablemente en lugar de correr el riesgo de volar un maldito barrio.

Spinnelli se apartó de la mesa y caminó hasta la pizarra.

– Bien, ¿qué tenemos? -preguntó; se puso a escribir y creó dos columnas con los epígrafes Dougherty/Burnette y Hill-. ¿Hora del delito?

– Ambos se produjeron hacia la medianoche -respondió Reed-. En los dos casos se trata de estructuras residenciales en barrios de clase media. En ambos emplearon dispositivos incendiarios con mecha.

– No te olvides de la papelera -aportó Mitchell.

– En ambos tuvo lugar otro incendio que se originó en una papelera con hojas de periódico y un cigarrillo sin filtro -explicó Reed-. Al no tener filtro, el cigarrillo arde hasta el final y enciende el papel de periódico. Se trata de un dispositivo de retardo muy sencillo y eficaz.

Spinnelli tomó nota, se volvió y comentó:

– Eso suena a un acto de novato.

– Significa algo -aseguró Mitchell en tono bajo-. Es… es simbólico.

– Probablemente tienes razón. ¿Qué más? -quiso saber Spinnelli-. Sam, te escucho.

– Ambos cuerpos quedaron carbonizados, lo que imposibilita el reconocimiento visual -contestó Barrington-. Como ya he dicho, el grado de daños parece mucho mayor en la segunda víctima.

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