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– Estoy bien, Beth.

La muchacha tragó saliva y se arrojó a sus brazos.

– Lo sé, lo sé. -Estaba temblando-. Me he enterado de lo de Mia y pensaba que podría haberte ocurrido a ti.

Reed la besó en la coronilla.

– Pues ya ves que no ha sido así. -Y tampoco debería ser el caso de Mia. «Debería haberle disparado a ese cabrón cuando tuve la oportunidad». Pero entonces habría puesto en peligro la vida de Annabelle. Curiosamente, Annabelle no aparecía en los dolorosos secretos que Mia le había desvelado. Pero no había percibido odio hacia su madre. No había percibido nada.

– ¿Cómo está Mia? -preguntó Lauren desde la puerta.

– Sigue en el quirófano. Estamos esperando. -Reed contempló la concurrida sala. Había veinte rostros asustados y demacrados, casi todos por Mia-. Todos estamos esperando.

Beth olisqueó a su padre.

– Hueles a humo. Creía entender que no hubo fuego.

– Es humo de cigarrillos. -La cara de pasmo de Beth le arrancó una leve sonrisa-. No míos. -Murphy se había fumado un paquete entero camino del hospital, abandonando las zanahorias. No podía reprochárselo-. Gracias por la camisa. -Se la puso y no dijo nada cuando Beth se acercó para abotonarla. Habría sido incapaz de abrochársela solo.

Un médico entró en la sala con expresión deliberadamente circunspecta y a Reed se le paró el corazón. «Ha muerto». Beth le estrechó una mano y Dana, la amiga de Mia, se levantó con la cara pálida. Temblaba. Ethan se levantó también y la sostuvo.

– Estoy buscando a la familia de la detective Mitchell.

– Soy su hermana -dijo Dana, y señaló a Reed-. Y él es su prometido.

El médico asintió cansinamente.

– Acompáñenme.

Pasando por alto las miradas de incredulidad, Reed siguió al médico y a los Buchanan hasta un pequeño despacho. El médico señaló unas sillas y cerró la puerta.

– Está viva.

– Dios. -Dana se derrumbó sobre su marido. Buchanan sentó a su esposa en una silla y permaneció de pie, a su lado, con las manos en sus hombros.

– ¿Pero? -dijo Reed. Seguía de pie. Se lo debía a Mia.

– La bala ha hecho mucho daño. Hay varias lesiones internas, pero la más grave era la del riñón derecho. Tuvimos que extirpárselo.

Reed tomó asiento. Miró a Dana, los ojos enormes sobre su pálido rostro, y supo que comprendía el verdadero significado de las palabras del doctor. Pero Ethan Buchanan no.

– ¿Y? Tiene otro. Se puede vivir con un riñón, ¿no es cierto?

– Mia solo tenía uno -dijo Reed. Quería tirar algo, pero se contuvo-. ¿Y ahora qué?

– Todavía no está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre y su estado es aún inestable. Sabremos más dentro de veinticuatro horas. Pero si sobrevive, tendrá que considerar las opciones.

– Diálisis o donación -dijo Reed-. Hágame las pruebas. Le daré uno de mis riñones.

El médico lo miró con simpatía.

– Es más probable que alguien de la familia sea compatible.

Dana parecía incómoda.

– Hágame las pruebas a mí, aunque en realidad somos… hermanas adoptivas.

– Y mi esposa está embarazada -añadió Buchanan.

El médico suspiró.

– Entiendo.

– Tiene a su madre y a una hermana biológica -dijo Dana.

Ahora era el médico el que parecía incómodo.

– La madre se ha negado a hacerse las pruebas.

Reed lo miró boquiabierto.

– ¿Qué?

– Lo siento. La señora Mitchell está consciente y se ha negado.

Pero Dana no parecía sorprendida.

– Su hermana Kelsey está en la cárcel de mujeres de Hart.

– Ya no. La han trasladado. Spinnelli sabe adónde. -Reed miró a Dana-. También está Olivia.

Dana asintió lentamente.

– Probemos primero con Kelsey. Mia me contó lo ocurrido entre ella y Olivia. Puede que no se muestre muy receptiva ahora mismo.

– No tiene que ser ahora -intervino el médico-. Puede sobrevivir con diálisis.

– Pero no volverá a ser policía -dijo Reed sin más.

El médico meneó la cabeza.

– Detective de Homicidios, desde luego, no. Quizá un trabajo de despacho.

Reed tragó saliva. «Eso es lo que soy», le había dicho Mia.

– Creo que Mia preferiría antes la muerte.

El médico le dio unas palmadas en el hombro.

– No tomen ninguna decisión drástica por el momento.

Se marchó y Reed se llevó los dedos a las sienes.

– Ojalá hubiera disparado a ese cabrón cuando tuve la oportunidad. Estaba intentando salvar a la madre, maldita sea.

– Y ahora ella se niega a hacerse las pruebas -murmuró Ethan.

– Es una mujer amargada -dijo Dana con voz queda-, pero Mia no habría querido que obraras de otra manera, Reed. Hablaré con Kelsey. Estoy segura de que aceptará. Quiere mucho a Mia. -Respiró hondo-. Lamento haber dicho que eras su prometido, pero supuse que querías ver a Mia, y no te dejarían verla si no lo fueras. -Sonrió, pero su mirada era de desconsuelo-. En las pelis funciona.

Reed dejó escapar una risa triste.

– Felicidades por el bebé. Mia me lo ha contado. -La noche antes, mientras hacían guardia en el coche, esperando a Kates.

Los ojos de Dana se llenaron de lágrimas.

– Tiene que ponerse bien. Es la madrina.

– También me lo contó. Está encantada.

Dana pestañeó para ahuyentar las lágrimas.

– Las hormonas -murmuró-. Tengo que ir a casa para organizarme con la mujer que está cuidando de nuestros niños. Volveré más tarde, cuando Mia se haya despertado. No dejes que nadie se lo cuente hasta que yo vuelva, ¿vale?

Reed tenía ganas de llorar, pero asintió.

– Vale. Por el momento simplemente les diremos a los demás que la operación ha ido bien.

Dana le estrechó las manos, como hiciera el día que se conocieron.

– Y rezaremos.

Martes, 5 de diciembre, 7:25 horas

– ¿Cómo está? -susurró Dana.

Reed hizo ademán de levantarse, pero ella lo empujó contra la silla que había colocado junto a la cama de Mia, en la UCI.

– Igual. -Mia no se había movido en todo ese tiempo-. El médico dice que si duerme tanto puede deberse al agotamiento de la última semana y al hecho de haber regresado demasiado pronto al trabajo después de la última herida.

Dana acarició dulcemente la frente de Mia.

– Nuestra chica tiene la cabeza dura. No puedes decirle nada.

«La bala habría rebotado en tu dura cabezota -había dicho Jack-. A veces me gustaría que no fueras a prueba de balas». Y no lo era.

– Lo último que dijo fue que debí dejar que conservara sus placas de identificación. No soy un hombre supersticioso, pero me pregunto si tenía razón.

– Recuérdame que te dé un beso -dijo suavemente Dana-. Esas placas tenían que desaparecer y me alegro de que la convencieras para que se las quitara. Reed, Mia es policía, corre riesgos todos los días. La superstición no tiene nada que ver con esto. ¿Has descansado?

– Un poco.

La mirada de Dana era serena, tranquilizadora.

– ¿Por qué se negó su madre a hacerse las pruebas?

– Annabelle siempre culpaba a sus hijas de todo. Pensaba que si hubieran sido varones, la vida habría sido diferente. Si hubieran sido varones, Bobby Mitchell habría encontrado otra razón para maltratarlos. El problema era él. Kelsey y Mia lo pagaron caro.

– ¿Sabes si Mia quiere a su madre?

Dana levantó un hombro.

– Creo que se siente en deuda con ella. Estás intentando encontrar sentido a algo que no lo tiene. Crees que si ella quisiera a su madre a pesar de todo, lo que hiciste estaría, en cierto modo, justificado. No funciona así.

– Hablas como un loquero -farfulló Reed, y Dana rio suavemente.

– Vete al hotel a dormir, Reed. Me quedaré con ella y te llamaré en cuanto se despierte, te lo prometo. -Esperó a que se levantara para tenderle una bolsa de la librería-. Lo he encontrado en mi sala de estar. El domingo trajo un libro para Jeremy y se dejó esto. Es para ti. -Esbozó una leve sonrisa-. No es la clase de cosas que ella lee, así que lo abrí. Asegúrate de leer la nota.

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