– No la creo. Es un truco.
– No es un truco, es una promesa. -Mia enarcó una ceja-. Digamos que lo hago para pagar la deuda que tengo con mi hermana. Seguro que eso puede entenderlo.
Kates estuvo pensando durante lo que a Mia le pareció una eternidad.
– Quítese el chaleco y dejaré ir al niño.
Mia dejó caer el chaleco por los brazos y tiritó, pues debajo solo llevaba una camiseta fina.
– Yo ya he cumplido mi parte. Ahora le toca a usted.
Con un solo movimiento, Kates apartó el cuchillo del cuello de Jeremy y se sacó un revólver de calibre 38 de la cinturilla. Mia miró primero el arma y luego a Jeremy, que estaba temblando.
– Vete, Jeremy -le dijo-. Ahora. -Jeremy la miró acongojado y a Mia se le partió el corazón-. Vete, cariño. Todo irá bien, te lo prometo.
Kates le propinó un empujón.
– Ha dicho que te vayas.
Jeremy echó a correr.
La puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.
– Tenemos al chico, Mia -dijo Spinnelli en su oído-. Lleva a Kates hasta la ventana.
Mia miró con el rabillo del ojo a su madre, maniatada junto al horno.
– Déjela ir a ella también.
Kates sonrió.
– Ella no era parte del trato. Además, es muy grosera.
– No puede matar a una mujer porque sea grosera -espetó Mia.
– Es evidente que todavía no han encontrado a Tania Sladerman, la empleada del hotel. Su madre se queda. Si usted no cumple, la mato. Si algo sale mal, ella será mi billete para salir de aquí.
– Sala de estar, Mia -susurró Spinnelli-. ¡Ahora!
Mia caminó hacia Kates en un intento de conducirlo hacia la ventana.
– Empecemos de una vez.
Kates agitó su arma.
– Siéntese. Lo haremos a mi manera. Póngase las esposas en las dos muñecas.
«No puede hacer eso -pensó Reed-. No lo hará». El chico estaba a salvo. Ahora Mia daría su siguiente paso. Entreabrió la puerta. Delante tenía una despensa con una puerta abierta que daba a la cocina. Se acercó con sigilo y asomó la cabeza. Annabelle Mitchell estaba sentada de espaldas al horno, maniatada y amordazada. Kates estaba entre la silla y el horno con una llave inglesa en la mano derecha y un cuchillo en la izquierda, apretando la hoja contra la garganta de Annabelle. Al verlo, la mujer abrió los ojos de par en par y Reed meneó la cabeza.
Sus ojos también se abrieron al reparar en el revólver de calibre 38 que descansaba en la parte superior del horno. En algún momento, Kates había ascendido de la pistola de calibre 22 que cogiera de la mesilla de noche de Donna Dougherty.
Cambió de posición hasta tener a Mia en el punto de mira. Estaba sentada en una silla, con las piernas abiertas e inclinada hacia delante.
– Solo hay una cosa que me intriga, Kates. -Tenía las manos entre las rodillas, manejando torpemente las esposas. Ganando tiempo. «Buena chica». Llevaba la pistola de reserva dentro de la bota. Él lo sabía bien. A esas alturas había tenido que quitársela varias veces. Mia estaba esperando la oportunidad para cogerla.
– ¿Solo una? -preguntó Kates con sarcasmo-. Dese prisa con las esposas -añadió impaciente- o la vieja la palma.
– Eso intento -espetó Mia-. Las manos me tiemblan, ¿vale? -Respiró hondo-. Sí, solo una cosa. Las mechas. ¿Por qué son tan cortas? Yo tengo dos teorías. -Levantó la vista con expresión socarrona-. El psiquiatra de mi departamento dice que su cuchillo es una extensión de su polla. Me pregunto si las mechas cortas también lo son.
Mia lo estaba pinchando para que utilizara el cuchillo con ella y no con su madre. Y aunque Reed comprendía su estrategia, el miedo le oprimió el corazón. Apuntó al pecho de Kates. En cuanto apartara el cuchillo de la garganta de Annabelle, sería hombre muerto.
Kates enrojeció.
– Maldita zorra. Sabía que mentiría.
– Y mi segunda teoría -prosiguió Mia con calma- es que las mechas cortas son su forma de hacer frente a la persona que en realidad mató a su hermano. Usted.
– Cierre el pico -susurró Kates, echando fuego por los ojos.
Reed comprendió que Mia estaba a punto de conseguirlo.
– Usted mató a su hermano -dijo la detective-. Cada vez que provocaba un incendio, una pequeña parte de usted confiaba en que el fuego se lo llevara a usted también. Porque usted es el culpable. Usted mató a Shane.
– No tiene ni idea de nada y va a morir. -Sin apartar los ojos de Mia, Kates arrancó la llave del gas del tubo. Pero en lugar de un silbido regular, se oyó un gorgoteo seguido de silencio. «Cuenta eso, imbécil», pensó Reed con satisfacción.
Kates contempló el tubo con cara de pasmo mientras Mia saltaba de la silla con la pistola de reserva en la mano. Pero antes de que Reed pudiera abrir la boca para avisarla, Kates le arrojó la llave inglesa a la cabeza. Mia la esquivó y Kates agarró su revólver.
Reed disparó. El fogonazo retumbó en el silencio de la cocina. El cuchillo de Kates cayó al suelo y, medio segundo después, también Kates. Reed corrió hasta él sujetando la radio con mano temblorosa, pulsando los botones a tientas y a ciegas. Apartó el revólver de la mano de Kates con una patada.
– Kates es nuestro. La madre de Mitchell está herida.
De la garganta de Annabelle brotaba sangre, pero no en exceso. Podría haber sido más grave. Reed agarró un trapo de la encimera y lo apretó contra la herida.
– Mia -dijo, volviéndose… y sus manos se detuvieron en seco.
– Maldita sea, Reed, ¿qué demonios haces ahí? -crepitó la voz furiosa de Spinnelli por la radio.
Pero Reed no contestó. No podía contestar. Mia yacía en el suelo, hecha un ovillo, con la camiseta blanca empapada de sangre. Se arrodilló a su lado, temblando.
– Mia. ¡Mia! -Le levantó la camiseta y el corazón se le paró-. Dios mío. -Tenía un enorme agujero en el costado y la sangre salía a borbotones.
Mareada por el dolor, Mia abrió ligeramente los ojos.
– Reed, ¿lo has atrapado?
Reed se quitó el abrigo y se desgarró la camisa. Tenía que detener la hemorragia o Mia moriría desangrada antes de llegar a urgencias.
– Sí, cariño. No te muevas. La ambulancia está en camino.
– Bien -respondió Mia. Un gruñido emanó de su pecho-. Duele.
Reed apretó la camisa contra la herida.
– Lo sé, cielo.
Mia respiró hondo.
– Debiste dejar que conservara las placas de identificación, Solliday.
La puerta de la calle se abrió de golpe y un equipo de urgencias entró en tropel, seguido de una multitud de agentes encabezados por Marc Spinnelli y Murphy. Murphy apartó a Reed mientras los sanitarios trasladaban a Mia a una camilla.
– La tensión está cayendo en picado. ¡Vamos!
Reed observó, entumecido, cómo la sacaban de la casa y la introducían en la ambulancia.
A renglón seguido, otro equipo se llevó a Annabelle Mitchell. Estaba viva pero inconsciente. Spinnelli se arrodilló junto a Kates y le colocó los dedos en la garganta.
– Está muerto. -Se levantó pesadamente, pálido bajo el frondoso bigote gris-. Un disparo en el pecho y otro en el hombro. De armas diferentes. ¿Quién hizo el disparo en el pecho?
– Yo. Mia le disparó en el hombro. -Las rodillas de Reed estaban amenazando con ceder-. Kates sostuvo un cuchillo en el cuello de Annabelle y luego apuntó con su pistola a Mia. Cuando Kates le arrojó la llave inglesa, Mia le disparó, pero su tiro salió desviado. El mío no. -Se inclinó y recogió su abrigo-. Me voy al hospital.
Spinnelli asintió con vacilación.
– Murphy, sigue a la ambulancia hasta el hospital y llévate a Solliday contigo. Terminaré con esto y luego me reuniré con vosotros.
Lunes, 4 de diciembre, 11:05 horas
– ¿Papá?
Reed abrió trabajosamente los ojos. Beth estaba en la puerta de la sala de espera de cirugía, con una camisa de su padre en la mano y el semblante asustado. Reed se obligó a levantarse pese a tener el estómago revuelto y las rodillas todavía débiles.