17
Punto muerto
Bledsoe y yo nos unimos al jefe máquinas en el comedor del capitán, donde estaba comiendo rosbif y puré de patata. Bemis seguía en el puente. Bledsoe explicó que el capitán se quedaría allí hasta que el barco hubiese salido de un canal muy traidor y se encontrase en medio del lago Superior. Nosotros tres éramos los únicos que estábamos en el comedor. Los demás oficiales comían con la tripulación. Unos menús escritos a mano ante nuestros platos ofrecían dos segundos, verdura y postre. Ante un pollo guisado con brécol le hablé a Sheridan de mi accidente.
El jefe admitió que tenía sopletes de diferentes tamaños a bordo, así como gran variedad de llaves inglesas.
– Pero si me pregunta si alguno de ellos se utilizó el jueves pasado, no puedo decírselo. No guardamos las herramientas bajo llave; sería una pérdida de tiempo -untó un bollo de mantequilla y le dio un mordisco-. Tenemos a ocho personas en la sala de máquinas cuando el barco está navegando y todos necesitan poder coger las herramientas. Nunca hemos tenido ningún problema y, mientras no lo tengamos, pienso seguir dejando libre acceso a ellas.
No se permitía ningún licor en el barco, así que bebí café con la comida. El café era flojo y le eché un buen chorro de crema para darle algo de sabor.
– ¿Podría haber entrado alguien en el barco, haber cogido herramientas y habérselas llevado sin que nadie se diera cuenta?
Sheridan se quedó pensando.
– Supongo que sí -dijo de mala gana-. Esto no es la Marina, donde siempre hay alguien de guardia. Nadie tiene que quedarse a bordo cuando estamos en puerto y la gente entra y sale sin que nadie se fije. En teoría, cualquiera podría haberse metido en la sala de máquinas sin que le vieran, suponiendo que supiese dónde estaban las herramientas. Tendría que haber tenido suerte y no encontrarse con nadie por sorpresa… En cualquier caso, creería eso más fácilmente que no que cualquiera de mis hombres estuviera implicado en el asunto.
– ¿Podría haberlo hecho alguno de sus hombres?
De nuevo, era una posibilidad, pero ¿por qué? Sugerí que alguien -Phillips, por ejemplo- hubiese contratado a uno de la tripulación para que le hiciese el trabajo sucio. Bledsoe y Sheridan se opusieron a esto con energía. Ambos estaban convencidos de que se habían deshecho de la manzana podrida cuando echaron al hombre que les había metido agua en las bodegas el mes pasado.
Sheridan tenía gran confianza en los hombres que estaban a su mando.
– Sé que puedo estar equivocado, pero no soy capaz de imaginarme a ninguno de esos chicos saboteando deliberadamente el coche de nadie.
Seguimos hablando hasta mucho después de que uno de los ayudantes de la cocinera hubiera quitado la mesa y limpiado la cocina. Finalmente, el jefe de máquinas se excusó para volver a su trabajo. Dijo que preguntaría a los demás mecánicos y a los cuatro fogoneros, pero no creía que me fuese a servir de nada.
Mientras salía por la puerta, yo dije como por casualidad:
– ¿Estaba usted en la sala de máquinas aquella noche?
Se dio la vuelta y me miró directamente a los ojos.
– Sí estaba. Y Yalmouth, mi mecánico jefe, estaba conmigo. Estábamos preparando las máquinas para ponerlas en marcha al día siguiente.
– ¿No se perdieron de vista en toda la noche?
– No lo bastante como para andar manipulando un coche.
Salió por la puerta. Bledsoe dijo:
– ¿Satisfecha, Vic? ¿Está la Pole Star limpia a tus ojos?
Me encogí de hombros irritada.
– Supongo. Como no emprenda una investigación a fondo de todos vuestros movimientos el jueves pasado, no hay mucho más que pueda hacer. -Se me ocurrió una cosa-. Tenías unos guardias de seguridad a bordo aquella noche, ¿no? Puede que Bemis sepa darme sus nombres; sabrán si alguien anduvo entrando y saliendo con herramientas.
Mi villano podía haber convencido a un guardia de que pertenecía a la tripulación: no hubiera sido difícil. Pero un guardia recordaría si alguien había salido del barco con un soplete y una llave de trinquete. Naturalmente, si Bledsoe estaba detrás de todo esto, podía haber sobornado a los guardias de todos modos.
Bebí un poco de café frío, mirando a Bledsoe por encima del borde de la taza.
– Todo se reduce a un asunto de dinero, mucho dinero. Está en los contratos de la Eudora, pero no sólo allí.
– Es verdad -admitió Bledsoe-. También hay mucho en el negocio de los cargueros, y está la cantidad que tengo que pagar para amortizar el Lucelia. Puede que timara a Niels para pagar mi buque justo antes de dejar la Grafalk Steamship.
– Sí, y si él lo sospecha, pero no puede probarlo, querrá advertirme de la posibilidad.
Bledsoe sonrió.
– Ya veo. Tendrás que investigar mis finanzas tanto como las de Phillips. Le diré a mi secretaria que te dé acceso a mis archivos cuando volvamos a Chicago.
Le di las gracias educadamente. Todo lo que aquella oferta significaba era que, si tenía algo que esconder, lo había ocultado en otro sitio y no en los libros de la Pole Star.
Pasamos el resto de la velada hablando de ópera. Tenían una colección de libretos en la biblioteca de la prisión de Cantonville y él los había leído todos. Cuando salió de la cárcel empezó a ir a la ópera de Cleveland.
– Ahora vuelo a Nueva York cinco o seis veces al año para ir al Met y consigo abonos para el Lyric… Me produce una extraña sensación hablar con alguien sobre Cantonville. Mi mujer era la única persona que lo sabía, con excepción de Niels, claro. Y ninguno de los dos lo mencionaba nunca. Me siento casi culpable al recordarlo ahora.
Alrededor de las diez y media, dos de los miembros de la tripulación entraron con una colchoneta y unas mantas. Hicieron la estrecha cama que estaba bajo los ojos de buey en la pared de estribor, arrimándola al costado para que no se deslizase con el movimiento del barco.
Cuando se fueron, Bledsoe se quedó jugueteando con unas monedas en el bolsillo con la torpeza de un hombre que quiere dar un paso hacia adelante pero no sabe cómo será recibido. No le ayudé. Me gustaba su modo de besar. Pero no soy la clase de detective que salta alegremente de una cama o otra: cuando alguien está intentando matarme, me enfría el entusiasmo. Y aún no tenía entera confianza en la honradez de Bledsoe.
– Ya es hora de que me acueste -dije vivamente-. Te veré mañana por la mañana.
Dudó aún unos segundos, buscando ánimos en mi expresión, y luego se volvió y subió a la cabina. Puse la Smith & Wesson bajo la pequeña almohada y me metí entre las sábanas con los vaqueros y la camiseta puestos. A pesar del ruido de las máquinas y el balanceo del barco, me dormí inmediatamente y tuve un sueño muy profundo durante toda la noche.
Los cocineros me despertaron a la mañana siguiente antes de las seis, cuando empezaron a hacer ruido en la cocina junto al comedor del capitán. Intenté taparme los oídos con las mantas, pero el ruido era demasiado persistente. Al final me levanté y salí dando tumbos hasta el piso siguiente, donde estaba el cuarto de baño. Me cambié la ropa interior y la camiseta y me lavé los dientes.
Era demasiado temprano como para tener hambre, aunque el desayuno estuviera ya preparado, así que subí a cubierta a ver el día. El sol acababa de salir: una bola de líquido naranja asomando por el lado este del cielo. Se veía una línea de tierra púrpura a una milla más o menos a nuestra izquierda. Estábamos pasando junto a uno más de los pequeños grupos de islas que salpicaban el canal cuando salimos de Thunder Bay.
En el desayuno, el capitán Bemis, el jefe de máquinas y Bledsoe estaban todos de buen humor. Quizá el hecho de que fuese a dejarles en seguida les alegraba. En cualquier caso, incluso el capitán estuvo muy simpático, explicándome nuestro recorrido. Estábamos llegando a la costa sureste del lago Superior, hacia el canal de St. Mary.