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– ¿Por qué te marchaste?

– Hacía años que quería tener mi propio negocio. Mi mujer estaba enferma, tenía la enfermedad de Hodgkin, y no teníamos hijos. Supongo que canalicé toda mi energía hacia la navegación. Además, después de que Niels se negase a construir otro barco de mil pies, yo quería tener un barco así -palmeó afectuosamente los cabos-. Es un hermoso barco. Tardaron cuatro años en construirlo. Yo tardé tres en conseguir la financiación. Pero merece la pena. Estos chismes funcionan con un tercio del coste de un viejo quinientos pies. El espacio para la carga ocupa casi la longitud total. Puedo transportar siete veces la carga de un navio de quinientos pies… El caso es que lo deseaba con locura y para conseguirlo tuve que poner en marcha mi propia compañía.

¿Con cuánta locura?, me pregunté. ¿La suficiente como para hacer una chapuza mayor de la que había hecho treinta años antes y conseguir el capital suficiente?

– ¿Cuánto cuesta construir un barco como éste?

– El Lucelia vale casi cincuenta millones.

– ¿Cómo lo financiaste?

– Hicimos un poco de todo. Sheridan y Bemis aportaron sus ahorros y yo los míos. El Fort Dearborn Trust posee la mayor parte y acabamos consiguiendo una serie de préstamos con otros diez bancos. Otras personas aportaron su propio dinero. Es una inversión enorme y quiero estar seguro de que transporta cargas todos los días entre el veintiocho de marzo y enero para que podamos pagar la deuda.

Se sentó junto a mí en el banquito y me miró, sondeándome con sus ojos grises.

– Pero no es eso lo que vine a decirte. Quiero saber por qué Niels sacó a la luz la historia de mi pasado. Ni Bemis ni Sheridan la conocen, y si se hubiese sabido hace tres años, nunca hubiera podido construir esta hermosura. Si Niels quería herirme, podía haberlo hecho entonces. Así que, ¿por qué te lo dijo ahora?

Era una buena pregunta. Miré el agua revuelta, intentando recordar mi conversación con Grafalk. Puede que quisiese ventilar parte de su amargura oculta contra Bledsoe. No podía ser un deseo de proteger a Phillips. También había sugerido historias acerca de Phillips.

– ¿Qué sabes de la relación entre Grafalk y Clayton Phillips?

– ¿Phillips? No mucho. Niels le acogió bajo su ala en la época en que yo fundé la Pole Star. Como él y yo no nos habíamos separado amistosamente que digamos, no le veía mucho. No sé cuál fue el trato. A Niels le gusta promocionar a jóvenes. Yo fui probablemente el primero y hubo muchos otros a lo largo de los años -arrugó la frente-. En general, todos eran más competentes que Phillips. No sé cómo consigue mantener la oficina en marcha.

Le miré fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

Bledsoe se encogió de hombros.

– Es tan… tan melindroso. No, no es ésa la palabra. Tiene cerebro, pero se lía. Tiene representantes de ventas que se supone deberían manejar los contratos de embarque, pero no es capaz de dejarles a ellos que lo hagan. Siempre se inmiscuye en las negociaciones. Como no está al día de los mercados, a menudo echa a perder buenos negocios y carga a la Eudora con contratos demasiado caros. Me di cuenta cuando era expedidor de Niels, hace diez años, y lo veo ahora que llevo mi propio negocio.

Aquello no sonaba delictivo; sólo estúpido. Lo dije y Bledsoe rió.

– ¿Buscas un delito para mantener animado el negocio o qué?

– No necesito mantener animado el negocio. Tengo muchísimo que hacer en Chicago si alguna vez consigo aclarar este asunto.

Me levanté. Viajar de polizón en el Lucelia había sido una de mis ideas más estúpidas. Ninguno de ellos me diría nada y yo no sabía cómo separar la lealtad lógica hacia el barco y la lealtad mutua del ocultamiento de un delito.

– Pero lo voy a descubrir -dije en voz alta sin darme cuenta.

– Vic, no te enfades tanto. Nadie de este barco intentó matarte. Ni siquiera estoy seguro de que nadie intentara matarte en absoluto -levantó una mano cuando yo iba a decir algo-. Ya sé que sabotearon tu coche. Pero seguramente lo hicieron un par de gamberros que no te habían visto en su vida.

Sacudí la cabeza, cansada.

– Hay demasiadas coincidencias, Martin. No puedo creer que el que Boom Boom y el vigilante de su edificio murieran y casi me matasen a mí no sean más que una serie de coincidencias. No puedo creerlo. Y empiezo a preguntarme por qué tú y el capitán estáis tan empeñados en que lo crea.

Se metió las manos en el bolsillo y se puso a silbar en silencio.

– ¿Por qué no me explicas tus razonamientos? No te digo que me vayas a convencer, pero dame una oportunidad.

Tomé aire. Si era responsable, lo sabría todo de cualquier forma. Y si no lo era, no importaba que lo supiese todo. Le expliqué lo de la muerte de Boom Boom, la pelea con Phillips, el asalto al apartamento de mi primo, la muerte de Henry Kelvin.

– Tiene que haber una razón para todo ello, y la razón está en el puerto. Tiene que estar. Me dijiste que aquellas órdenes de embarco que te enseñé la semana pasada son perfectamente legales. Así que no sé dónde más mirar. Si Phillips estaba amañando deliberadamente los contratos y produciendo pérdidas a la Eudora, tiene que haber una razón. Aunque creo que Argus debería tener la mosca detrás de la oreja hace tiempo, sobre todo si lleva haciendo esto desde hace diez años -me eché la boina hacia atrás y me froté la frente-. Esperaba que estuviese en las órdenes de embarco, ya que por eso discutían Boom Boom y Phillips un día antes de que muriera.

Bledsoe me miró muy serio.

– Si de verdad quieres estar segura, tendrás que mirar las facturas. Los contratos parecen ser correctos, pero tienes que ver lo que Phillips pagó por las órdenes. ¿Qué sabes del modo en que funciona una oficina así?

Sacudí la cabeza.

– No mucho.

– Bien, el trabajo principal de Phillips consiste en actuar como controlador. Debería dejar las ventas a sus representantes, pero no lo hace. Maneja todo el cotarro financiero. También es cosa suya conocer los precios y cómo va el mercado, para que cuando tenga que pagar, pueda asegurarse con sus representantes de que están consiguiendo los mejores precios. Pero se supone que tendría que mantenerse al margen de las ventas. Él maneja el dinero.

Fruncí las cejas. El hombre que manejaba el dinero merecía una investigación más a fondo. El problema estaba en que, en este maldito caso, todo merecía una investigación más a fondo y yo no llegaba a ninguna parte. Me froté el hombro entumecido, intentando rechazar mi frustración.

Bledsoe seguía hablando; me perdí parte de lo que decía.

– ¿Desembarcas en Sault Ste. Marie? Te llevaré hasta Chicago; tengo allí mi avión y pensaba volver esta semana a la oficina.

Nos levantamos al mismo tiempo y emprendimos el camino de vuelta por la larga cubierta. El sol se había puesto y el cielo estaba cambiando de púrpura a gris negro. Encima de nosotros, las primeras estrellas aparecían: destellos de luz en la oscura cortina. Tendría que volver afuera cuando fuese completamente de noche. En la ciudad no se ven muchas estrellas.

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