Se encogió de hombros.
– Soy un hombre muy rico, señorita Warshawski. Crecí con un montón de dinero y estoy acostumbrado a vivir con él. Hay mucha gente sin dinero que se encuentra perfectamente a gusto con él y alrededor de él. Martin es uno de ellos, y el almirante Jergensen otro. Pero Clayton y Jeannine no. Si lo heredaron, fue un suceso inesperado que les llegó tarde.
– Sigue siendo una posibilidad. No tienen por qué ser de su clase para permitirse la casa y todo lo demás. Quizá una abuela gruñona lo fue acumulando para poder privar a los demás del mayor placer posible. Esto ocurre al menos tan a menudo como la malversación.
– ¿Malversación?
– Eso es lo que sugiere usted, ¿verdad?
– Yo no estoy sugiriendo nada. Sólo pregunto.
– Bueno, les apadrinó usted para que entrasen en el Club Náutico. Eso es algo imposible para los nuevos ricos, por lo que he leído. No es bastante ganar un cuarto de millón al año para entrar en ese lugar. Tiene que tener uno antepasados entre los Palmer y los McCormick. Pero usted consiguió que entrasen. Tiene que saber usted algo de ellos.
– Eso fue cosa de mi mujer. A veces se mete en extrañas caridades. Jeannine fue una que más tarde lamentó.
Sonó un teléfono en un algún lugar de la casa, seguido de cerca por un zumbido en un aparato que no había advertido antes, colocado en una alacena junto al bar. Grafalk contestó.
– ¿Sí? Sí, cogeré la llamada… ¿Me perdona un momento, señorita Warshawski?
Me levanté educadamente y me fui hacia el vestíbulo, yendo en dirección opuesta al lugar por donde entramos. Caminé hasta llegar a un comedor en el que una gruesa dama de mediana edad con blusa blanca y falda azul estaba poniendo una mesa para diez. Colocaba cuatro tenedores y tres cucharas en cada lugar. Yo estaba impresionada. Imagínate, tener setenta tenedores y cucharas a juego. También había un par de cuchillos por persona.
– Apuesto a que aún tienen más.
– ¿Me habla a mí, señorita?
– No, estaba hablando sola. ¿Recuerda a qué hora llegó el señor Grafalk a casa el jueves por la noche?
Levantó la mirada al oír esto.
– Si no se siente bien, señorita, hay un tocador en el vestíbulo, a su izquierda.
Me pregunté si sería el jerez. Puede que Grafalk hubiese echado algo dentro, o quizá era demasiado fino para mi paladar embrutecido por el scotch.
– Me siento muy bien, gracias. Sólo quería saber si el jueves el señor Grafalk llegó tarde a casa.
– Me temo que no puedo decírselo. -Volvió a ocuparse de la plata. Me estaba preguntando si podría obligarla a hablar pegándole con el brazo sano, pero me pareció que no iba a merecer la pena. Grafalk llegó por detrás.
– Oh, aquí está. ¿Todo va bien, Karen?
– Sí, señor. La señora Grafalk dejó dicho que volvería hacia las siete.
– Me temo que voy a tener que pedirle que se marche ahora, señorita Warshawski. Esperamos a unos invitados y tengo que hacer un par de cosas antes de que lleguen.
Me condujo hasta la puerta y se quedó mirando hasta que salí por entre las columnas de ladrillo y entré en el Chevette. Eran las seis. No es que estuviese borracha, ni siquiera ligeramente ebria. Sólo lo bastante animada como para olvidarme de mi hombro dolorido, no como para perder mi consumado dominio del manejo de aquel rígido volante.
14
Lo que haya
Mientras me dirigía hacia Edens y la pobreza, me sentí como si alguien me estuviera dando vueltas en una silla giratoria. El jerez de Grafalk y la historia de Grafalk me habían sido suministrados claramente con un propósito. ¿Pero cuál? Cuando llegué a casa de Lotty, se me había pasado el efecto del jerez y me dolía el hombro.
La calle de Lotty está incluso más decrépita que el rincón de Halsted donde yo vivo. Las botellas se mezclaban con vasos arrugados de papel en la alcantarilla. Un Impala del 72 caía hacia delante; alguien le había quitado la rueda delantera. Una mujer obesa deambulaba con cinco niños pequeños, todos cargados con una pesada bolsa de la compra. Les gritó en un español chillón. Yo no lo hablo, pero se parece lo bastante al italiano como para darme cuenta de que les hablaba de buen talante, no regañándoles.
Alguien había dejado una lata de cerveza en las escaleras de Lotty. La recogí y me la llevé. Lotty crea una pequeña isla saludable y limpia en la calle y yo quería ayudar a mantenerla.
Olía a pot-au-feu cuando abrí la puerta. Me sentí de pronto muy a gusto allí, a punto de comer un guiso casero en lugar de una comida de siete platos en Lake Bluff. Lotty estaba sentada en la impecable cocina, leyendo. Puso un marcador en el libro, se quitó las gafas de montura negra y colocó ambas cosas en una esquina de la tabla de picar.
– ¡Qué bien huele! ¿Quieres que haga algo…? Lotty, ¿has tenido alguna vez una cubertería de setenta tenedores y cucharas?
Sus ojos oscuros brillaron divertidos.
– No, querida, pero mi abuela sí. Por lo menos setenta. Yo tenía que pulirlos todos los viernes por la tarde cuando tenía ocho años. ¿Dónde has estado que tuvieran setenta tenedores y cucharas?
Le conté mis averiguaciones de la tarde mientras ella terminaba de hacer el guiso y lo servía. Lo comimos con pan vienes de corteza gruesa.
– El problema es que voy en demasiadas direcciones diferentes. Necesito saber lo de Bledsoe. Necesito saber lo de mi coche. Necesito saber lo del dinero de Phillips. Necesito saber quién entró en el apartamento de Boom Boom y mató a Henry Kelvin. ¿Qué es lo que estarían buscando? Revisé todos sus papeles y no tenía nada que me pareciese alto secreto -empujé una cebolla por mi plato, rumiando-. Y, naturalmente, lo principal: ¿quién empujó a Boom Boom al lago Michigan?
– Bueno, ¿qué tareas podrías dejar a los demás? A la policía, por ejemplo, o a Pierre Bouchard. Quiere ayudarte.
– Sí, la policía. Según la familia de Kelvin, no están haciendo nada de nada para localizar a los asesinos. Comprendo el punto de vista del sargento McGonnigal, claro. No tienen ninguna pista auténtica. El problema está en que se niegan a relacionar a Kelvin con Boom Boom. Si lo hicieran, podrían meterse más a fondo y conseguir auténtica información en el puerto. Pero creen que Boom Boom murió de manera accidental. Y lo mismo opinan de mi accidente. Dicen que seguramente fueran gamberros -jugueteé con la cuchara. Era de acero inoxidable y hacía juego con el cuchillo y el tenedor. Lotty tiene estilo.
– Se me ocurre una idea loca. Quiero ir a buscar al Lucelia al próximo puerto en que atraque y hablar claro con Bledsoe. Descubrir en qué ha estado metido y si Grafalk está diciendo la verdad, y si el jefe de máquinas o el capitán pudieron haber manipulado mi coche. Sé que allí puedo hacer algo. Pero tendría que esperar tres o cuatro días. Y quiero hablar con esos tipos ahora.
Lotty frunció los labios, con los ojos alerta.
– ¿Por qué no, después de todo? No volverán antes de… ¿cuánto dijiste? ¿Siete semanas? No puedes esperar tanto tiempo. Se les habrá olvidado todo.
– El modo de hacerlo es seguirles la pista a través de Noticias del Cereal. Publica los embarques y cuándo y dónde se recogen los envíos. De ese modo, la oficina de Bledsoe no podrá avisarle de que voy a ir: me gusta coger a la gente au naturel.
Me levanté y puse los platos en el fregadero, dejando correr el grifo del agua caliente.
– ¿Qué es esto? -preguntó Lotty-. La herida de tu cabeza debe ser peor de lo que creía.
La miré suspicaz.
– ¿Desde cuándo lavas los platos antes de que hayan pasado dos días después de usarlos?
La golpeé con el paño y seguí pensando. La idea sonaba bien. Podía poner a mi espía asociada, Janet, a averiguar lo que ganaba Phillips. Puede que incluso pudiese echarle una mirada a su talonario, aunque seguramente Lois lo guardaba con su fiero aliento de dragón. Si Bouchard estaba en la ciudad, podría enterarse de quién era el tipo que quería comprar una participación de los Halcones Negros. Era la persona que había presentado a Paige y a Boom Boom las Navidades pasadas.