Barrió el decantador de la mesa con una violencia que lo mandó volando contra la pared de estribor. El decantador se rompió y una lluvia de cristales y Armagnac me cayó por la espalda.
– ¡Nunca pensé que fuesen rentables! -gritó-. Son demasiado grandes. No hay muchos puertos en los que puedan entrar. Estoy seguro de que son un capricho pasajero -cerró los puños y su cara adquirió una expresión iracunda y pensativa-. Pero entonces empecé a perder pedidos y no podía recuperarlos. ¡Y Martin! ¡Maldito sea! Le salvé de la cárcel. Le devolvía la vida. ¿Y cómo me lo agradece? Construyendo ese maldito Lucelia Wieser y alardeando de él bajo mis narices.
– ¿Por qué no construyó usted uno en aquel momento? -pregunté enfadada.
Me enseñó los dientes.
– No podía permitírmelo. Por entonces la compañía ya estaba endeudada. Había hipotecado muchas de mis otras empresas y no podía encontrar a nadie que me prestase tanto dinero. Entonces conocí a Phillips y a su patética esposa y vi la manera de conseguir al menos algunos pedidos. Pero el otoño pasado su dichoso primo empezó a meter las narices por todas partes. Sabía que, si descubría la verdad, tendríamos problemas, así que le mandé a Paige.
– Ya conozco esa parte. Ahórremela; esas historias sentimentales me dan náuseas… ¿Por qué hizo volar el Lucelia?
– Aquella salida de Martin… Si había lanzado el Ericsson deliberadamente contra el muelle… Al principio deseé poder hacer estallar la flota entera y cobrar el seguro. Luego tuve una idea mejor. Deshacerme del Lucelia y cerrar la parte alta de los lagos para los grandes barcos al mismo tiempo. No puedo mantener la esclusa Poe así para siempre. Pero he conseguido que tres de esos bastardos se queden parados en Whitefish Bay. Tendrán que darse paseítos entre Thunder Bay y Duluth durante los próximos doce meses y no hay sitio lo bastante grande para que amarren en invierno allí.
Rió como un demente.
– Este verano podré llevar mucha mercancía. Iré a los astilleros la primavera próxima. Podré empezar a invertir en nuevos cargueros el año que viene. Y barreré a Martin.
– Ya. -Me sentía cansada y deprimida. No se me ocurría ningún modo de detenerle. No había dejado a nadie pistas de mi investigación. No le había hablado a nadie de los documentos pegados en el interior de los ejemplares de Fortune.
Como si me leyera el pensamiento, Grafalk añadió:
– Paige me dijo que tenía usted las facturas con las que Boom Boom amenazó a Clayton. Sandy fue a su casa esta mañana temprano; no había por allí chicos con cuchillos del pan. Tuvo que destrozar un poco el sitio, pero las encontró. Qué lástima que no estuviera usted allí. Nos preguntábamos dónde estaría.
La ira había cedido en el rostro de Grafalk y volvió la mirada de excitación contenida.
– Y ahora, Vic, le toca a usted. Quiero que venga conmigo a cubierta.
Saqué mi navaja del bolsillo de atrás. Grafalk sonrió tolerante al verla.
– No ponga dificultades, Vic. Le aseguro que la mataremos antes de tirarla por la borda; no se va ahogar de manera desagradable.
Me latía el corazón más deprisa cada vez, pero tenía las manos tranquilas. Recordé un día de mucho tiempo atrás, cuando Boom Boom y yo nos vimos atrapados por una pandilla de la parte sur. La excitación en el rostro de Grafalk le hacía parecerse a aquellos gamberros de doce años.
Grafalk empezó a rodear la mesa para atraparme. Le dejé seguirme hasta que él estuvo detrás de ella y yo de espaldas a la puerta. Me volví y corrí por el pasillo hasta la proa, desgarrándome la manga de la camisa con la navaja al correr. Me corté la piel del brazo y la sangre me cayó hasta la mano.
Grafalk esperaba que corriese hacia las escaleras y gané unos segundos. En el comedor, tiré el armarito con la porcelana Wedgwood. El cristal salió volando por toda la habitación y las tazas y los platillos cayeron de sus ganchos con el balanceo del barco y se rompieron en el suelo. Corrí detrás de la mesa y froté mi brazo sangrante por las cortinas.
– ¿Qué está haciendo? -chilló Grafalk.
– Dejando pistas -jadeé. Arañé con la navaja la mesa de caoba y froté mi sangre por los arañazos.
Grafalk se quedó momentáneamente paralizado mientras yo cortaba la tela de una silla. Abrí las puertas rotas del armario de la porcelana y barrí con el brazo el resto de los cacharros, ignorando los cristales que me cortaban. Grafalk se recobró y corrió tras de mí. Yo le tiré una silla y me fui a la cocina.
El hornillo de gas estaba allí y a mí se me ocurrió una idea loca. Giré un mando y apareció una llama azul. Cuando Grafalk entró tras de mí, arranqué la cortina del ojo de buey y la acerqué al quemador. Se prendió inmediatamente. La agité ante mí como si fuera una antorcha, la moví hacia todos lados y prendí las otras cortinas de la cocina.
Grafalk se acercó con un aparejo y yo me aparté. Cayó pesadamente y yo volví corriendo con mi antorcha al comedor, donde incendié las cortinas. Grafalk me persiguió con un extintor. Empezó a rociarme a mí y a las cortinas. La espuma química me entró en los pulmones y me cegó a medias. Sujetándome la camisa delante de la cara, corrí por el pasillo y las escaleras hasta la cubierta.
Grafalk me pisaba los talones utilizando el extintor.
– ¡Detenla, Sandy, detenla!
El hombre de pelo color arena me miró desde el timón. Me agarró y se llevó un trozo de mi camisa nueva. Corrí hacia la popa. Era de noche y el agua estaba negra mientras el Brynulfh atravesaba. Las luces de otros barcos parpadeaban en la distancia y yo grité inútilmente pidiendo socorro.
Grafalk se precipitó en cubierta detrás de mí, con el rostro convertido en una máscara de maníaco y el extintor ante él. Contuve el aliento y salté por la borda.
28
El barco de fuego de Odín
El agua negra estaba muy fría. Me lavó la espuma química del dolorido rostro y pataleé en ella durante unos segundos, tosiendo para aclararme los pulmones. Durante un minuto sentí pánico pensando en las profundidades que se extendían debajo de mí y tragué una bocanada de agua. Escupiendo y temblando me esforcé por relajarme, por respirar profundamente.
Me quité las zapatillas deportivas de un puntapié; luego me doblé en el agua y me quité los calcetines y la camisa. El Brynulf, con las velas desplegadas, se movía a gran velocidad y me había sobrepasado unos treinta pies.
Estaba sola en el agua helada. Tenía los dedos de los pies entumecidos y el agua me hacía daño en la cara. Podía durar veinte minutos; no lo bastante como para nadar hasta la orilla. Miré por encima del hombro. El yate empezó a girar. La luz de las llamas se veía a través de los ojos de buey de estribor. Una bengala iluminó las aguas y Grafalk me localizó en seguida. Yo traté de no sentir pánico, de respirar normalmente.
El barco seguía acercándose. Nadando de espaldas, vi a Grafalk en la proa con un rifle en la mano. Cuando el Brynulf estuvo junto a mí, tomé aire y me sumergí bajo la quilla. Me fui empujando hasta que salí por la parte de atrás. El motor no estaba en marcha; cuchillas de hélice no podían hacerme rodajas.
Algo me golpeó en la cara cuando salí a la superficie. Uno de los cabos utilizados para amarrar el barco colgaba por el agua. Lo agarré y me dejé arrastrar por el Brynulf hasta que Grafalk encendió otra bengala para buscarme por el agua. Se volvió hacia la popa. Su rostro apareció por el costado. El rifle me apuntó. Yo estaba demasiado entumecida para sumergirme.
Vi un brillo cegador, pero no provenía del rifle. El hornillo de gas debía de haber explotado. El golpe hizo que me soltara de la cuerda y desvió el brazo de Grafalk. Una bala cayó en el agua junto a mí y el yate se alejó. Una escotilla reventó y una chispa rodó hasta el timón.