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Hogarth se marchó hacia la estación del Noroeste a coger un tren a Schaumburg. Ferrant se quedaba en el apartamento de Scupperfield y Plouder en el Edificio Hancock. Le ofrecí llevarle en mi Omega, que estaba aparcado en un garaje subterráneo cercano.

Antes de arrancar abrí el capó, miré el aceite, el líquido de frenos y el radiador. Cuando Ferrant me preguntó qué estaba haciendo, le expliqué que había tenido un accidente hacía poco y que eso me había hecho ser más cautelosa con mi coche. Todo parecía estar en orden.

Durante el corto viaje por Michigan Avenue hasta el Hancock, le pregunté si Scupperfield y Plouder habían asegurado también al Leif Ericsson. Sí; tenían asegurada a la Grafalk Line entera.

– Por eso vino Bledsoe con nosotros; nos conocía de trabajar con Grafalk.

– Ya. -Le pregunté qué opinión le merecía Bledsoe.

– Una de las mejores personas del negocio hoy en día. No es buen momento para estar metido en el negocio de los transportes de los Grandes Lagos, al menos para los transportistas estadounidenses. Su gobierno concede ventajas considerables a los barcos extranjeros antes que a los americanos. Además, las viejas firmas como Grafalk tienen ventajas legales especiales que hacen difícil a los recién llegados trabajar en este medio. Pero si alguien puede hacerlo, ése es Bledsoe. Sólo espero que el naufragio del Lucelia no acabe con la Pole Star.

Me invitó a cenar con él, pero pensé que sería mejor ir a la policía con mis noticias acerca de Mattingly. Le había contado mi historia a Bledsoe y ahora a los del seguro. Aunque no le hubiera dado a Murray Ryerson el nombre del tipo con prismáticos que había visto en el Soo, él no era tonto; rápidamente lo relacionaría con mi interés por Mattingly. Bobby Mallory no iba a mirarme con muy buenos ojos si leía la historia en el Herald Star antes de que yo se la contase.

Me sentía incómoda mientras avanzaba con el coche por la avenida Lake Shore. Mi vida se había visto amenazada hacía dos semanas. Phillips estaba muerto, tal vez a causa de la velada amenaza que le había dejado a su hijo el sábado por la noche. Puede que le entrase el pánico, que amenazase con contar lo que sabía, y le mataron. Mattingly estaba muerto, probablemente para impedir que largase en el vestuario que había volado un barco. Boom Boom estaba muerto porque sabía que Phillips estaba manipulando las facturas. ¿Por qué seguía yo aún con vida? Puede que creyesen que iba a morir más gente cuando explotase el Lucelia. Puede que hubiesen confiado en deshacerse de mí y estuviesen discurriendo algún otro accidente en ese momento. O quizá pensaban que yo no sabía nada importante.

Intenté consolarme con aquella idea durante el resto del camino hasta llegar a casa, pero la verdad es que aún sabía menos cuando sabotearon mi coche diez días antes. Mientras salía por Belmont, se me ocurrió que aquel caso estaba formado por una especie de sucesión de accidentes. Boom Boom se había caído al agua; Mattingly fue atropellado por un coche, Phillips destrozado por un autodescargador. Si me hubiese matado en el coche, como se suponía que debía haber hecho, no creo que nadie se hubiera preocupado mucho por averiguar si la dirección estaba amañada.

No había sido capaz de convencer a la policía de que podía haber una conexión entre la muerte del vigilante nocturno y la de Boom Boom. Querían ver el accidente de mi coche como un acto de vandalismo. En otras palabras, el asesino había calculado perfectamente la psicología de la situación. Ahora que estaba dispuesta a contarles todo lo que sabía acerca de Mattingly, ¿qué posibilidades tenía de que la policía lo relacionase con Kelvin y Boom Boom? No muchas.

Me sentí tentada a guardarme la historia para mí. Pero la policía tiene una buena maquinaria para abrirse paso a través de un gran número de testigos. Si hacían caso de mis informaciones podrían descubrir mucho más deprisa que yo quién recogió a Mattingly en Meigs el viernes.

Mientras aparcaba el coche, escogiendo cuidadosamente un lugar delante de un restaurante para que los posibles atacantes tuviesen que hacer frente al mayor número posible de testigos, decidí guardarme para mí la historia de Mattingly y sus prismáticos. Sólo diría que había vuelto en el avión de Bledsoe.

22

Estafador nocturno

Cuando llegué a mi apartamento, me di cuenta de que iba a tener que inventarme una historia rápidamente. El sargento McGonnigal me estaba esperando en un Dodge marrón sin identificación policial. Salió cuando me vio subir los escalones de la puerta de entrada.

– Buenas noches, señorita Warshawski. ¿Le importaría acompañarme al centro? El teniente Mallory quiere hacerle unas preguntas.

– ¿Acerca de qué? -pregunté sacando las llaves y metiéndolas en la cerradura.

McGonnigal sacudió la cabeza.

– No lo sé. Sólo me dijo que la llevara.

– El teniente Mallory cree que debería vivir en Melrose Park con un marido y seis niños. Sospecho que las preguntas que quiere hacerme se refieren a lo cerca que estoy de alcanzar mi meta. Dígale que me mande un christmas.

El que fuese a ir a hablar con la policía voluntariamennte no quería decir que quisiera ir cuando ellos viniesen a buscarme.

McGonnigal convirtió su hermosa boca en una línea delgada.

– No es usted tan graciosa como cree, señorita Warshawski. Se han encontrado sus huellas en la oficina de Clayton Phillips. Si fuera usted otra persona, conseguiríamos una orden de detención y nos la llevaríamos como testigo presencial. Como el teniente Mallory fue amigo de su padre, quiere que venga usted por voluntad propia y conteste a algunas preguntas.

Iba a tener que empezar a ponerme guantes si quería convertirme en ladrón.

– Muy bien. Voy por voluntad propia -abrí la puerta del portal-. Tengo que comer algo antes. ¿Quiere subir conmigo y asegurarse de que no me trago una pastilla de cianuro?

McGonnigal puso un gesto de enfado y me dijo que esperaría en el coche. Subí corriendo los tres pisos hasta mi apartamento. La despensa seguía vacía; aún no había encontrado tiempo para ir a la tienda. Me hice un bocadillo de mantequilla de cacahuete con las dos últimas rebanadas de pan que había en la nevera y tomé café recalentado del desayuno. Mientras comía, cogí los documentos de Boom Boom y los pegué dentro de un par de viejos ejemplares de Fortune.

Me fui al cuarto de baño a lavarme los dientes y la cara. Necesitaba sentirme fresca y alerta para tener una conversación con Bobby. Bajé corriendo las escaleras hasta el coche de McGonnigal. El hombro ya no me daba más que débiles tirones. Me di cuenta sombría de que iba a poder empezar a correr de nuevo a la mañana siguiente.

McGonnigal tenía el motor en marcha. Salió con un ostentoso chirrido de goma antes de que cerrase la puerta. Me puse el cinturón.

– Tendría que ponerse el suyo si va a conducir así -le dije-. Los de los seguros y la policía son las personas que más accidentes ven, y nunca llevan el cinturón de seguridad puesto.

McGonnigal no contestó. De hecho, la conversación decayó en el camino hacia el centro. Intenté que se interesara en las oportunidades de los Cubs ahora que tenían a Lee Elia y Dallas Green. No quiso hablar de ello.

– Espero que no sea usted hincha de los Yankees, sargento. Si es así, tendrá que detenerme para que me meta en un coche con usted.

Su única respuesta fue conducir más deprisa. Mantuve un monólogo acerca de la perfidia de los Yankees hasta que llegamos a la calle 12, absteniéndome de comentar el hecho de que iba demasiado deprisa para una carretera en condiciones normales. Aparcó el coche a medio metro del bordillo y salió dando un portazo. Le seguí por la puerta trasera de la comisaría de la calle 12.

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