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Me estaba empezando a cansar de todo aquel trabajo que no llevaba a ninguna parte. Suponía que podía buscar en el Suscriptor de los Grandes Lagos y ver si encontraba accidentes de barcos, pero ¿qué me indicaría eso? ¿Boom Boom habría descubierto una banda criminal que saboteaba cargueros? Saber que tales accidentes habían ocurrido no me indicaría nada.

Winstein había vuelto a cubierta y el capitán Bemis daba vueltas para unirse a nuestro grupo.

– A este barco no van a ocurrirle más accidentes. Hemos contratado a una patrulla de seguridad sobre cubierta para cuando acaben de cargar hoy.

Bledsoe asintió.

– He estado pensando si me iré contigo de viaje -sonrió-. No me voy a meter en el gobierno del barco, John, pero el Lucelia es demasiado precioso para todos nosotros. Me gustaría ver cómo hace llegar su carga hasta Santa Catalina.

– No hay problema, Martin. Le diré al cocinero que prepare el camarote.

– No tenemos gente como camareros a bordo de los cargueros -me explicó Bledsoe-. El jefe de cocinas se ocupa de la zona del capitán y los invitados. Los demás se ocupan de sí mismos… ¿A qué hora tienes previsto zarpar, John?

El capitán miró su reloj.

– Tenemos que seguir cargando durante unas once horas más, y la Tri State no quiere pagar más que una o dos horas extras. Así que a cualquier hora a partir de las siete de la tarde mañana.

Bledsoe se ofreció a darme una vuelta por el barco, si a Bemis no le importaba. El capitán le dio permiso con una sonrisa tolerante. Sheridan nos siguió por la estrecha escalerilla de madera.

– Yo soy el que tengo que enseñar la sala de máquinas -explicó.

El puente estaba encaramado sobre la cabina. Había cuatro niveles sobre la cubierta, cada uno más pequeño que el que estaba debajo. El capitán y el jefe de máquinas tenían sus cuartos en el tercer piso, justo debajo del puente. Sheridan abrió su puerta para que yo pudiese echar un vistazo rápido al interior.

Quedé sorprendida.

– Pensé que todo el mundo dormía en estrechas literas y tenía un lavabo minúsculo. -El jefe de máquinas tenía un apartamento de tres habitaciones, con una cama enorme en el dormitorio y una oficina repleta de papeles y herramientas.

Bledsoe rió.

– Eso era así en los tiempos de Dana, pero las cosas han cambiado. Los de la tripulación duermen seis en cada camarote, pero tienen una gran sala de recreo. Tienen incluso una mesa de ping-pong, que proporciona muchos momentos de entretenimiento cuando navegan.

Los demás oficiales y el cocinero compartían el segundo piso con el camarote privado. La cocina y los comedores -el del capitán y el de la tripulación- estaban en el piso del puente, y los camarotes de la tripulación en el primer piso debajo de la cubierta.

– Teníamos que haber puesto los camarotes de los oficiales sobre la proa -le dijo Sheridan a Bledsoe cuando bajábamos por debajo del nivel del mar hacia la sala de máquinas-. Incluso arriba, donde estamos John y yo, las máquinas hacen muchísimo ruido durante toda la noche. No me imagino por qué les dejamos construirlas junto a la cabina del piloto.

Trepamos por estrechos peldaños empotrados en la pared hasta el vientre del barco, donde se encontraba la sala de máquinas. Bledsoe desapareció en aquella fase de la visita.

– Cuando el jefe se dispara con lo de las máquinas, puede pasarse hablando un mes o dos. La veré en cubierta antes de que se vaya.

«La sala de máquinas» era un nombre muy poco adecuado. Las máquinas propiamente dichas estaban en el fondo del barco y cada una era del tamaño de un edificio pequeño, como un garaje, por ejemplo. Las piezas mecánicas estaban instaladas alrededor en tres niveles: motores de propulsión de dos pies de diámetro, pistones de un pie, válvulas gigantes… Todo se controlaba desde un pequeño cuarto a la entrada de las bodegas. Un panel de unos seis pies de ancho y tres de alto estaba cubierto de botones e interruptores. Los transformadores, la depuración de aguas residuales, el lastre y las propias máquinas se operaban desde allí.

Sheridan me mostró los controles que se utilizaban para mover el barco.

– ¿Recuerda cuando el Leif Ericsson se estrelló contra el malecón el otro día le estuve hablando de los controles de la sala de máquinas. Éste es para la máquina de babor, éste para la de estribor, con marcas muy claras: «Todo a proa, Medio a proa, Todo a popa, Medio a popa.»

Miró su reloj y se rió. Eran las cinco pasadas.

– Martin tiene razón. Me quedaría aquí el día entero. Me olvido de que no todo el mundo comparte mi amor por las piezas mecánicas.

Le aseguré que lo encontraba fascinante. Era difícil enterarse de todo en una sola visita, pero era interesante. Las máquinas tenían todas las piezas a la vista, como el motor de un coche gigante, para poder acceder a cada una rápidamente. Si uno fuera liliputiense, podría subir y bajar por el motor de un coche del mismo modo. Cada pieza podría encontrarse fácilmente, pero era imposible moverlas.

Volví al puente a recoger mis papeles. Mientras estábamos abajo, en la sala de máquinas, detuvieron el trabajo de carga por aquel día. Vi cómo un par de grúas pequeñas ponían unas puertas sobre las escotillas.

– No queremos dejarlas así como así -dijo Bemis-. Se supone que hará una noche clara. No quiero correr ningún riesgo con cuatro millones de dólares de centeno.

Bledsoe se acercó a nosotros.

– Oh, aquí están ustedes… Mire, creo que le debo una disculpa por echar a perder su comida el otro día. Me preguntaba si no podría convencerla de que se viniese a cenar conmigo. Hay un buen restaurante a unos veinte minutos de aquí, en Crown Point, Indiana.

Llevaba un traje de cuero negro aquel día y estaba cubierta de finas partículas de centeno. Bledsoe vio cómo me miraba, dudosa.

– No es un sitio formal… y tiene que haber algún cepillo en el camarote para que se cepille la ropa. De todas formas, tiene usted un aspecto estupendo.

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Encallada

La cena en el Louis Retaillou's Bon Appétit fue estupenda. El restaurante ocupaba la planta baja de una vieja casa victoriana. Los de la familia, que tenían cada uno un papel en la preparación y presentación de las comidas, vivían en el piso de arriba. Era jueves, una noche tranquila con muy pocas mesas ocupadas, y Louis se acercó a hablar con Bledsoe, que era un cliente habitual. Tomé el mejor pato que había tomado en mi vida y compartimos un respetable St. Estephe.

Bledsoe resultó ser un compañero de lo más ameno. Cuando llegamos a los cócteles de champán, nos habíamos convertido en «Martin» y «Vic». Me entretuvo con historias de navegación mientras yo intentaba hurgar discretamente en su pasado. Le conté algo de mi infancia en el sur de Chicago y algunas de las aventuras que corrí con Boom Boom. El contraatacó con historias de la vida a la orilla del agua en Cleveland. Le hablé de que había sido estudiante durante los turbulentos años de Vietnam y le pregunté por su educación. Se había puesto a trabajar nada más salir del colegio. ¿Con la Grafalk Steamship? Sí, con la Grafalk Steamship, lo que le hacía recordar la primera vez que estuvo en un barco cuando se desató una gran tormenta. Y así seguimos.

Eran las diez y media cuando Bledsoe me dejó junto al Lucelia para que recogiese mi coche. El guarda dejó pasar a Bledsoe sin quitar los ojos de un aparato de televisión encaramado en un estante más alto que él.

– Menos mal que tenéis una patrulla en el barco. Cualquiera puede colársele a este tipo -comenté.

Bledsoe asintió, con su rostro cuadrado en la sombra.

– Buque -dijo ausente-. Un barco es algo que se iza a bordo de un buque.

Me acompañó al coche. Volvía al Lucelia para echar un último vistazo. El silo y el barco -buque- que estaba detrás se cernían como formas gigantes sobre el poco iluminado patio. Me estremecí ligeramente dentro de mi cazadora de cuero.

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