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– Gracias por enseñarme ese restaurante tan bueno, Martin. Me encantó. La próxima vez te llevaré a un italiano fuera de los circuitos habituales en la parte oeste.

– Gracias, Vic, me gustaría. -Me estrechó la mano en la oscuridad y comenzó a andar hacia el barco; luego se dio la vuelta, se inclinó hacia el coche y me besó. Fue un buen beso, firme y nada mojado, y yo le presté la atención que merecía. Murmuró algo de que me llamaría cuando volviese a la ciudad y se marchó.

Saqué el Lynx marcha atrás del patio hacia la calle 130. Pocos coches andaban por allí y volví fácilmente a la 1-94. El tráfico era más intenso pero fluido: camiones remolque transportando sus cargas a setenta millas por hora bajo el manto de la oscuridad y el cansado flujo de personas que siempre están fuera haciendo recados sin nombre en la gran ciudad.

La noche era clara, como la predicción del tiempo había prometido a Bemis, pero el aire estaba muy frío para la estación. Mantuve la ventanilla del coche cerrada mientras conducía hacia el norte, pasando junto a escombreras y remolques que se apiñaban bajo la sombra de la autopista y las fábricas de acero. En la calle 103 la autopista confluía con la Dan Ryan. Estaba de vuelta en la ciudad, la carretera elevada Dan Ryan a mi izquierda y una empinada pendiente de hierba a mi derecha. Encima había pequeños bungalows y tiendas de licores. Una apacible vista urbana, pero no un lugar en el que pararse en mitad de la noche. Varios turistas confiados habían sido atacados en las cercanías de la Dan Ryan.

Me estaba acercando a la salida de la Universidad de Chicago cuando oí un ruido en el motor, como si un abrelatas gigante estuviese llevándose un trozo del bloque del motor. Pisé el freno a fondo. El coche no disminuyó su velocidad. Los frenos no respondían. Apreté de nuevo. Nada. Los frenos fallaban. Moví el volante para dirigirme hacia la salida. Lo sentí flojo entre las manos. No había dirección. No había frenos. En el retrovisor vi las luces de un camión iluminándome. Otro camión me cerraba el paso por la derecha.

Se me encogió el estómago. Pisé suavemente los frenos y sentí cierta respuesta. Poco a poco, poco a poco. Encendí los intermitentes de aviso, puse el coche en punto muerto y toqué la bocina. El Lynx se iba hacia la derecha y yo no podía detenerlo. Contuve el aliento. El camión a mi derecha se quitó de mi camino, pero el que iba detrás aceleraba y tocaba la bocina.

– ¡Maldita sea, quítate de ahí! -le grité. La aguja del velocímetro había bajado a treinta; él iba por lo menos a setenta. Yo seguía deslizándome hacia el carril de la derecha.

En el último segundo el camión que iba detrás de mí giró bruscamente a la izquierda. Oí un crujido espantoso de cristales y metal contra metal. Un coche fue dando vueltas delante de mí hasta el arcén.

Pisé el freno, pero no quedaba nada en él. No podía hacer nada. En los últimos segundos, mientras el coche que tenía delante salía volando, yo me encogí y crucé las manos sobre la cara.

Metal contra metal. Tremendas sacudidas. Cristal haciéndose trizas en la calle. Un violento golpe en el hombro, un charco de humedad caliente sobre el brazo. Luz y ruido penetraron de golpe en mi cabeza; luego, silencio.

Me estallaba la cabeza. Los ojos me dolerían terriblemente si los abría. Tenía el sarampión. Eso es lo que dijo mamá. Pronto iba a estar bien. Intenté llamarla; me salió un ruido gorgoteante y sentí su mano sobre mi muñeca, seca y fresca.

– Se está moviendo.

No era la voz de Gabriella. Claro, si estaba muerta. Y si estaba muerta, yo no podía tener ocho años y estar con el sarampión. Me hacía daño pensar.

– El volante -gemí, y me obligué a abrir los ojos.

Una mancha de figuras blancas se cernían sobre mí. Sentía la luz como puñales en los ojos. Los cerré.

– Apague las luces de la cabecera. -Era la voz de una mujer. La conocía y luché por volver a abrir los ojos.

– ¿Lotty?

Se inclinó sobre mí.

– Bueno, Liebchen. Nos has hecho pasar un mal rato pero ahora ya estás bien.

– ¿Qué ocurrió? -Apenas podía hablar; las palabras se me atragantaban.

– Te lo diré en seguida. Ahora quiero que duermas. Estás en el hospital Billings.

La Universidad de Chicago. Sentí un pinchazo en un lado y me dormí.

Cuando me desperté de nuevo, la habitación estaba vacía. El dolor de cabeza seguía allí, pero más tolerable. Intenté sentarme. Al moverme, el dolor se extendió como una oleada. Me sentí muy mal y volví a tumbarme, jadeando. Tras un intervalo, volví a abrir los ojos. Tenía el brazo izquierdo atado al techo con una polea. Lo miré soñadora. Moví los dedos de la mano derecha hasta el brazo y encontré esparadrapo grueso y una escayola. Me toqué el hombro alrededor de los extremos de la escayola y di un grito de dolor imprevisto. Tenía el hombro dislocado o roto.

¿Qué me había hecho en el hombro? Fruncí las cejas al concentrarme, haciendo que el dolor de cabeza empeorase. Pero recordé. El coche. Los frenos fallando. ¿Un sedán volcando delante de mí? Sí. No podía recordar el resto. Me debía de haber empotrado en él, sin embargo. Menos mal que llevaba el cinturón. ¿Habría sobrevivido alguien en el sedán después de aquello?

Empecé a sentirme furiosa. Necesitaba ver a la policía. Necesitaba hablar con todo el mundo. Phillips, Bledsoe, Bemis, el guarda del silo de la Tri State.

Una enfermera entró muy animada en la habitación.

– Oh, ya está despierta. Eso está muy bien. Vamos a tomarle la temperatura.

– ¡No quiero que me tomen la temperatura! ¡Quiero ver a la policía!

Me echó una sonrisa brillante y me ignoró.

– Póngaselo debajo de la lengua -apuntaba con un termómetro envuelto en plástico a mi boca.

Mi furia crecía, aumentaba por la indefensión de estar allí tendida, atada al techo, mientras me ignoraban olímpicamente.

– Puedo decirle la temperatura que tengo: sube segundo a segundo. ¿Querría tener la bondad de mandar a alguien a que, llame a la policía?

– Ahora vamos a calmarnos. No querrá usted excitarse: tiene una conmoción -me metió el termómetro en la boca a la fuerza y empezó a tomarme el pulso-. La doctora Herschel vendrá más tarde y, si cree que es prudente que empiece usted a hablar con gente, nos lo dirá.

– ¿Ha habido otros supervivientes? -le pregunté por encima del termómetro.

– La doctora Herschel le dirá lo que tiene que saber.

Cerré los ojos mientras ella anotaba solemnemente mis constantes vitales en un gráfico. La paciente sigue respirando. El corazón funciona.

– ¿Qué temperatura tengo?

Me ignoró.

Abrí los ojos.

– ¿Qué pulso tengo? -Nada-. Venga, maldita sea, es mi cuerpo. Dígame lo que pasa.

Se marchó a difundir la noticia de que la paciente estaba viva y era una desagradable. Cerré los ojos y me puse a echar humo. Mi cuerpo seguía débil. Me volví a dormir.

Cuando me desperté por tercera vez, tenía la mente más clara. Me senté en la cama, despacio y aún con dolor, y repasé mi cuerpo. Un hombro mal. Las rodillas cubiertas de gasa, sin duda completamente raspadas. Heridas en el brazo derecho. Había una mesa junto a la cama con un espejo. También un teléfono. Si me hubiese dedicado a pensar en lugar de chillar antes, me hubiese podido dar cuenta. Me miré la cara en el espejo. Un vendaje impresionante me cubría la cabeza. Heridas en el cuero cabelludo: ésa debía ser la causa del dolor de cabeza, aunque no recordaba habérmela golpeado. Los ojos estaban inyectados en sangre, pero la cara estaba intacta, gracias a Dios. Seguiría siendo hermosa a los cuarenta.

Cogí el teléfono y me lo metí debajo de la barbilla. Tuve que levantar la cama para hacerlo, pues no podía colocarme el auricular contra el hombro derecho mientras estaba acostada con el izquierdo atado al techo. Una oleada de dolor se extendió por el hombro izquierdo, pero la ignoré. Marqué el número de la oficina de Mallory. No tenía ni idea de la hora que era, pero tenía la suerte de mi parte: el teniente estaba.

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