Lotty me aplicó Myoflex en el hombro antes de que me fuera a la cama y me puso un cabestrillo para evitar que moviese la articulación mientras dormía. A pesar de todo, a la mañana siguiente apenas podía mover el brazo izquierdo. No iba a poder conducir aquel maldito coche, y había pensado ir al apartamento de mi primo a mirar sus ejemplares de Noticias del Cereal. La policía ya había acabado allí; tan pronto como recogiera las llaves, podría ir.
Lotty me ofreció su coche, pero no me veía conduciendo con una sola mano un coche con palanca de cambios. Me puse a dar vueltas por el apartamento, disfrutando de una rabieta en primer grado.
Cuando salió hacia la clínica, Lotty dijo secamente:
– No quisiera intervenir, pero ¿qué problemas crees que vas a resolver con tu rabia? ¿No puedes ir haciendo algo por teléfono?
Me puse rígida un momento y luego me relajé.
– Vale, Lotty. Perro-de-presa Warshawski está de momento fuera de juego.
Me lanzó un beso y se marchó. Yo llamé a Janet a la Eudora para ver si podía averiguarme lo que ganaba Phillips.
– No creo que pueda hacerlo, señorita Warshawski. La información acerca de los sueldos es confidencial.
– Janet, ¿no le gustaría que atrapasen al asesino de Boom Boom?
– Bueno, he estado pensando en ello. No veo cómo pudieron asesinarle. Además, ¿quién iba a querer hacerlo?
Conté hasta diez en italiano.
– ¿Le ha estado preguntando alguien acerca de la información que me dio?
No exactamente, me explicó, pero Lois había empezado a hacerle preguntas acerca de lo que hacía en la oficina cuando los demás estaban comiendo. Ayer llegó segundos después de que Janet cerrara el cajón donde estaba archivada la dirección del señor Phillips.
– Si hoy me quedo hasta más tarde, seguro que andará por allí espiándome.
Me di unos golpecitos en los dientes con un lápiz, intentando pensar un modo en que pudiera averiguar el salario de Phillips sin meterse en líos. No se me ocurrió nada.
– ¿Cada cuánto les pagan?
– Cada dos semanas. Nuestra próxima paga es el viernes.
– ¿Habría alguna posibilidad de que mirarse usted en su papelera al final del día? Mucha gente tira la copia de la nómina; quizá él lo haga.
– Lo intentaré -dijo dudando.
– Eso es -le dije animándola-. Sólo una cosa más. ¿Podría llamar a la Pole Star y preguntar dónde estará el Lucelia Wieser los dos próximos días?
Pareció menos dispuesta que nunca, pero tomó nota y dijo que me llamaría.
Bouchard estaba fuera; le dejé un mensaje a su mujer. Después de aquello, no tenía nada más que hacer que dar paseos por la habitación. No quería marcharme del apartamento y dejar escapar la llamada de Janet. Al final, para pasar el tiempo, me puse a hacer ejercicios vocales. Mi madre era cantante y me educó para la música, esperando que pudiese llevar a cabo la carrera operística que le arrebataron Hitler y Mussolini. Aquello nunca funcionó, pero conozco muchos ejercicios respiratorios y puedo cantar todas las arias de Iphigénie en Tauride, la única ópera que mi madre cantó como profesional antes de dejar Italia en 1938.
Estaba a la mitad de la entrada de Ingenia en el segundo acto, chirriando como un acordeón, cuando Janet volvió a telefonear. El Lucelia estaría en Thunder Bay el jueves y el viernes. Descargaba carbón en Detroit hoy y se marcharía esta tarde.
– Y, la verdad, señorita Warshawski, ya no puedo ayudarla más. La estoy llamando desde un teléfono público, pero Lois estuvo encima de mí mientras llamaba a la Pole Star. Ahora que el señor Warshawski se fue, estoy de nuevo en el equipo de mecanógrafas y no hay ninguna razón para que yo haga ese tipo de cosas, ¿sabe?
– Ya sé. Bien, Janet, me ha ayudado mucho y se lo agradezco -dudé un segundo-. Pero hágame un favor: si oye algo sospechoso, llámeme desde casa. ¿Podría hacerlo?
– Supongo -dijo dudando-. Aunque no sé en realidad qué es lo que podría oír.
– Probablemente nada. Sólo por si acaso -le dije con paciencia. Colgamos y me froté el dolorido hombro izquierdo. En alguna parte entre los cientos de libros que cubrían los muros de Lotty debería haber un atlas. Empecé por la sala y seguí mi recorrido. Encontré un mapa de Austria anterior a la Segunda Guerra Mundial, una guía del metro de Londres de 1941 y un viejo atlas de los Estados Unidos. Ninguno de ellos mostraba un lugar en los Grandes Lagos llamado Thunder Bay. ¡Qué gran ayuda!
Al final llamé a una agencia de viajes y pregunté si había vuelos entre Chicago y Thunder Bay. Air Canadá tenía un vuelo diario, que salía de Toronto a las 18,20, llegando a las 22,12 de la noche. Tenía que coger el vuelo de las 15,15 a Toronto.
– ¿A cuánto está de aquí, de todas formas? -pregunté.
Eran siete horas de viaje. El de la agencia no lo sabía. ¿Dónde estaba Thunder Bay? En Ontario. El de la agencia no sabía nada más pero accedió a reservarme una plaza en el vuelo del día siguiente. Doscientos cincuenta dólares para pasar siete horas en un avión; tendrían que pagarme a mí. Lo cargué a mi cuenta de la American Express y le dije que recogería los billetes al día siguiente en O'Hare.
Busqué Thunder Bay en el lado canadiense de los Grandes Lagos, pero seguía sin encontrarlo. Ya sabría dónde estaba cuando llegase.
Pasé el resto del día en un baño de burbujas en Irving Park Y, el gimnasio de las personas pobres. Pago noventa dólares al año para usar el baño y la sala de aparatos Nautilus. Las únicas personas que van allí aparte de mí son aplicados jóvenes decididos a construirse bíceps perfectos o a jugar al baloncesto. No hay pistas de juegos de pelota, ni bares, ni discoteca light ni mallas rosa fuerte de firma.
15
El norte helado
El empleado de Air Canadá me dijo que Thunder Bay era el puerto más occidental de Canadá en los Grandes Lagos. Le pregunté por qué no salía en mi plano y se encogió de hombros con indiferencia. Una de las azafatas fue más colaboradora. De camino a Toronto me explicó que la ciudad se llamaba antes Port Arthur; le habían cambiado el nombre hacía unos diez años. Hice la promesa mental de regalarle a Lotty un atlas moderno como muestra de agradecimiento.
Facturé mi bolsa de lona en Chicago, pues contenía mi Smith & Wesson (desarmada, de acuerdo con las leyes federales sobre armas de fuego). Llevaba poco equipaje, ya que no iba a quedarme más de un día o dos: sólo vaqueros, camisas, un jersey gordo y ropa interior. No llevaba ni bolso; me metí la cartera en el bolsillo de los vaqueros.
Tras una escala de una hora en el modernísimo aeropuerto de Toronto, subí al avión de Ontario de Air Canadá. Nos detuvimos cinco veces en el camino a Thunder Bay, en diminutas pistas de aterrizaje que surgían en medio del campo para recibirnos. Al salir y entrar, la gente cambiaba saludos y conversaciones cortas. Me recordó un viaje en autobús por la Louisiana rural en los días de la marcha por la libertad; también me miraban de reojo.
En Thunder Bay, las quince personas que llegamos al final del trayecto bajamos por la escalerilla hacia la clara y fría noche. Estábamos a unas seiscientas millas al norte de Chicago, una diferencia de latitud suficiente como para que el invierno no hubiese acabado todavía.
La mayoría de mis compañeros iban envueltos en abrigos de invierno. Yo temblaba por la pista con una camisa de algodón y la cazadora de cuero, pensando por qué no me habría traído conmigo el jersey en lugar de facturarlo. Un fornido joven de mejillas enrojecidas por el viento nos seguía de cerca con el equipaje. Cogí mi bolsa de lona y me puse a buscar alojamiento donde pasar la noche. En Thunder Bay había un Holiday Inn. Me pareció suficiente. Tenían muchas habitaciones libres. Reservé una para dos noches.