El piloto me miró de un modo extraño.
– Si está pensando en zarpar con nosotros, señorita Warshawski, tendrá que aclararlo con el capitán.
– Sí, sí, bueno, supongamos que me da permiso. ¿Cuál es el puerto siguiente en que yo podría desembarcar?
Sacudió la cabeza.
– No hay sitio a bordo para que duerma usted. El señor Bledsoe ocupa el camarote.
Empecé a impacientarme.
– No estoy pidiendo un sitio para dormir. Por eso quiero desembarcar en el lugar más cercano posible.
– Supongo que será Sault Ste. Marie -dijo dubitativo-. Puede desembarcar cuando estemos al extremo de la esclusa. Pero no llegaremos allí hasta las tres de la tarde de mañana, como pronto. Sigue teniendo que buscar un sitio en el que pasar la noche.
– Oh, no se preocupe por eso -dije impaciente-. Me acostaré en el sofá, aquí en el puente si es preciso. Pero tengo que hablar como sea con el capitán y con Bledsoe. Y con Sheridan. Y maldita sea si voy a estar volando por todo el país para ver si me los encuentro.
– La verdad es que no puedo decidirlo yo -dijo Winstein tranquilamente-. Tendrá que hablar con el capitán Bemis. -Volvió a sus papeles y se marchó del puente.
16
Polizón
Cogí el Fairmont para volver al Holiday Inn, cantando A capital shipfor an ocean trip y The Barbary Pirates. Metí las cosas en la bolsa de lona y salí del hotel, dejando una nota para Roland Graham con las llaves del Ford en el mostrador. Era la una. Si el Lucelia no zarpaba hasta las cinco, me daba tiempo a tomar algo de comer.
Después de comer y encontrar un taxi que me llevara hasta el silo 67, pasaban ya de las tres y media. El sol del mediodía calentaba el aire lo suficiente como para poder quitarme el jersey y meterlo en mi bolsa de lona antes de trepar una vez más por la escalerilla que conducía a la cubierta del Lucelia.
Habían terminado de cargar. Las pesadas rampas se metieron en el silo desde arriba. Bajo la dirección del segundo de a bordo, los hombres comenzaron a manipular dos pequeñas grúas para colocar las tapas de las escotillas en las aberturas de las bodegas. Un hombre manejaba cada grúa utilizando los controles frente a un pequeño asiento a estribor. Levantaba la tapadera mientras dos marineros la sujetaban por cada lado. Eran cubiertas de acero muy grandes e inestables. Luego bajaba la tapadera mientras los otros dos la ajustaban con veinte o treinta tuercas. Los tres se desplazaban hacia la tapadera siguiente mientras un cuarto hombre les seguía con una enorme llave inglesa, apretando las tuercas.
Cuando estaba allí mirando, sentí vibrar el barco. Las máquinas se habían puesto en marcha. Pronto el aire se llenó de ruido. Un rastro de humo negro de diesel se alzó por la gigantesca chimenea. Yo no sabía el tiempo que las máquinas tenían que estar en marcha antes de que el barco se pusiese a navegar, pero advertí a un par de marineros en tierra sujetando las amarras, listos para soltarlas. Había llegado por los pelos.
Me sentí muy emocionada. Sabía que estaba perdiendo tiempo allí en la cubierta cuando debería estar en el puente enfrentándome a los que hubieran vuelto, pero estaba demasiado nerviosa y no sabía qué decir cuando estuviera arriba. Desde mi puesto de observación creí ver a una persona nadando, alejándose del muelle y acercándose al barco. Me moví tan rápido como pude por entre aquella confusión, pero no vi nada. Me quedé mirando el agua reluciente con fijeza y al final vi a una figura saliendo a la superficie a unas veinte yardas, cerca de la orilla.
Cuando me di la vuelta, Bledsoe subía al barco. Se detuvo a hablar con el segundo de a bordo y luego se dirigió al puente sin verme. Estaba a punto de seguirle cuando se me ocurrió que tal vez debiera mantenerme aparte y presentarme después de zarpar. Así pues, fui hacia la parte trasera de la cabina, donde una serie de grandes bidones de petróleo servían tanto de cubos de basura como de escudo ante los que estaban en el puente. Me senté sobre una caja de metal, apoyé la bolsa en un rollo de cuerda y me recosté para disfrutar del panorama.
Me había olvidado de la persona que vi, pero ahora le -o la- volví a ver saliendo del agua a unas cincuenta yardas de allí, al otro lado del patio del silo. Un grupo de árboles la ocultó en seguida de mi vista. Después de aquello no ocurrió nada durante unos cuarenta y cinco minutos. Luego, la sirena del Lucelia sonó dos veces y el barco se separó lentamente del muelle.
Dos grandes surcos gris verdoso se abrieron a mis pies: el despertar de las hélices gigantes. La distancia entre el barco y el muelle empezó a agrandarse rápidamente. Pero el barco no parecía moverse, más bien parecía que la costa se alejase de nosotros. Esperé diez minutos más hasta que nos alejamos una milla o dos de tierra y no hubiera nadie dispuesto a volver para dejarme en tierra.
Dejando mi bolsa junto al rollo de cuerda, caminé hasta el puente. Saqué la pistola de su funda y le quité el seguro. Por lo que yo sabía, iba a enfrentarme a uno o más asesinos. Unos cuantos miembros de la tripulación se cruzaron conmigo mientras subía. Me miraron con curiosidad, pero no cuestionaron mi derecho a estar allí. Con el corazón latiendo a toda prisa, abrí la puerta que conducía al puente.
Subí el tramo de estrechos escalones de madera. Un murmullo de voces en lo alto. La escena mostraba a unas personas muy atareadas: Winstein estudiaba unos planos sobre la mesa de trabajo. Un hombre pelirrojo y fornido con dos pulgadas de cigarro en la boca estaba al timón siguiendo las indicaciones del capitán Bemis. «Pasando la segunda isla del puerto», decía Bemis. «Pasando la segunda isla del puerto», repetía el timonel, girando el timón lentamente hacia la izquierda.
Bledsoe estaba detrás. Ni él ni el capitán advirtieron mi entrada, pero Winstein levantó la vista de los planos y me vio.
– Ahí está -dijo en voz baja.
El capitán se volvió.
– Ah, señorita Warshawski. El piloto me dijo que iba usted a aparecer por aquí.
– Técnicamente eres un polizón, Vic -Bledsoe insinuó una sonrisa-. Podríamos encerrarte en las bodegas hasta que llegásemos a Sault Ste. Marie.
Me senté ante la mesa redonda. Ahora que estaba allí, la tensión nerviosa cedió; me sentía tranquila y dominando la situación.
– No tengo más que unos conocimientos rudimentarios de las leyes marítimas. Creo que el capitán es el amo absoluto del barco; que puede juzgar los delitos cometidos bajo su jurisdicción, ¿es así?
Bemis me miró muy serio.
– Técnicamente, sí, mientras el barco esté en el mar. Si se comete algún delito a bordo, lo que haría sería retener a la persona en cuestión y entregarla a las autoridades del puerto al que arribáramos.
Se volvió a Winstein y le dijo que fuera al puente durante unos minutos. El piloto acabó de dibujar una línea sobre el plano y subió a acompañar al timonel. Íbamos por un canal salpicado de islitas: trocitos de tierra con uno o dos árboles o un arbusto flacucho pegados a ellas. El sol se reflejaba en el agua gris verdosa. Detrás de nosotros, Thunder Bay era aún visible con su fila de silos.
Bledsoe y Bemis se unieron a mí en la mesa.
– Se supone que no se debe subir a bordo sin permiso del capitán -Bemis estaba serio pero no enfadado-. No me parece usted una persona frivola y dudo que lo haya hecho frivolamente, pero sigue siendo una infracción de las leyes marítimas. No es un delito en sí, pero no creo que sea eso a lo que se refíería usted, ¿no?
– No, lo que en realidad quería saber es esto: suponga que lleva usted alguien a bordo que haya cometido un crimen mientras estaba en tierra. Lo descubre cuando está a bordo. ¿Qué hace con esa persona?
– Dependería en parte de la clase de delito que sea.