– Intento de homicidio.
Bledsoe frunció las cejas.
– Supongo que eso no será una hipótesis, Vic. ¿Crees que alguno de los de esta tripulación intentó matar a alguien? ¿Quién y por qué?
Le miré con firmeza.
– Yo debía ser la víctima. Estoy intentando descubrir si alguien de este barco no querría matarme.
Durante diez segundos no se oyó más sonido en el cuarto que el débil ruido de las máquinas. El timonel mantenía la vista al frente, pero su espalda se movía. La mandíbula de Bemis se tensó.
– Tendrá que explicarnos eso, señorita Warshawski.
– Encantada. El jueves por la noche, el señor Bledsoe me llevó a cenar. Dejé mi coche en el patio del silo. Mientras estábamos fuera, alguien me rompió la dirección y vació el líquido de frenos. Fue un milagro que cuando mi coche se estrelló en la Dan Ryan yo saliese con heridas leves. Un conductor inocente murió, sin embargo, y uno de los pasajeros está paralizado para el resto de su vida. Eso es asesinato, asalto y un montón de cosas feas más.
Bledsoe soltó una exclamación.
– ¡Dios mío, Vic! -miró a su alrededor para encontrar algo más que decir, pero hizo varios intentos en falso antes de poder decir algo coherente. Le miré fijamente. La sorpresa es un sentimiento fácil de fingir. Parecía sincero, pero…
El capitán me miró con los ojos semicerrados.
– Parece usted muy tranquila.
– ¿Sería más creíble si me tirase al suelo y chillase?
Bemis hizo un gesto de fastidio.
– Supongo que puedo llamar a Chicago por radio y comprobarlo.
Le señalé la radio.
– Por supuesto. El teniente Robert Mallory le dará todos los detalles que quiera saber.
– ¿Puedes decirnos algo más acerca de lo que pasó?
Les conté todo lo que podía recordar del accidente.
– ¿Y qué es lo que te hace pensar que alguien del Lucelia puede estar envuelto en ello?
– Hay un número limitado de personas que puede haberlo hecho -expliqué-. Pocas personas sabían que yo estaba allí. Y muy pocas podían identificar mi coche.
– ¿Cómo lo sabe? -era de nuevo el capitán-. Hay muchos gamberros en el puerto, y la verdad es que eso suena a gamberrismo.
– Capitán, no sé si ha tenido usted que ver con muchos gamberros, pero yo sí. No conozco a ningún gamberro que vaya por ahí con un soplete y una rueda de trinquete para averiar coches. Es un proceso muy largo con muchas probabilidades de que te cojan. Sobre todo en un lugar como el silo, al que es difícil acceder.
Las cejas de Bemis se arrugaron.
– ¿Cree usted que sólo porque el Lucelia estuviera allí amarrado, nosotros estamos implicados de algún modo?
– Ustedes y Clayton Phillips eran los únicos que sabían que yo estaba allí… Capitán, estoy segura de que a mi primo le empujaron por la borda el mes pasado… o bajo la borda, para ser exactos. Y sé que han matado a alguien más que tenía relación con los asuntos de mi primo. Lo que yo pienso es que el asesino tiene que ver, o bien con este barco, o bien con la Eudora. Tiene usted una gran sala de máquinas aquí. Estoy segura de que tendrá algún soplete por ahí rodando…
– ¡No! -explotó Bemis-. ¡No es posible de ninguna manera que Mike Sheridan esté envuelto en esto!
– ¿Cuánto hace que lo conoce?
– Veinte años. Al menos veinte años. Hemos navegado mucho tiempo juntos. Conozco a ese hombre mejor que… a mi mujer. A él le veo más.
– Además -terció Bledsoe-, no hay ninguna razón para que Mike, o cualquiera de nosotros, quisiéramos matarte.
Me froté la frente con cansancio.
– Ah, sí. La razón. Ese es el gran obstáculo. Si supiera lo que mi primo había descubierto, sabría quién había cometido los asesinatos. Creo que tiene que ver con esos contratos de embarque, Martin, pero tú me aseguras que son perfectamente legales. Pero, ¿y si tuviese algo que ver con el sabotaje de tus bodegas? Me dijiste que Boom Boom os había llamado por eso.
– Sí, pero, Vic, nosotros necesitamos tener este barco funcionando para ganarnos la vida. ¿Por qué íbamos a detenerlo?
– Sí, bueno, yo también pensé eso -me miré las manos y luego miré a Bledsoe-. ¿Y si alguien te estuviese chantajeando… algo como «Contaré tu secreto si no abandonas esa carga»?
El rostro de Bledsoe empalideció bajo el bronceado.
– ¡Cómo te atreves!
– ¿Cómo me atrevo a qué? ¿A sugerir una cosa semejante? ¿O a sacar tu pasado a relucir?
– Las dos cosas -dio un puñetazo en la mesa-. Si tengo un pasado así, un secreto, ¿quién te lo contó?
Bemis se volvió sorprendido hacia Bledsoe.
– Martin, ¿de qué estáis hablando? ¿Tienes una esposa loca oculta en Cleveland de la que nunca he oído hablar?
Bledsoe se recobró.
– Tendrás que preguntarle a la señorita Warshawski. Ella es la que está contando la historia.
Hasta aquel momento no estuve segura de que Grafalk me hubiera contado la verdad. Pero si no, él no habría tenido semejante reacción. Sacudí la cabeza.
– No es más que una hipótesis, capitán. Y si hay algo en el pasado de Bledsoe… bueno, lo ha guardado para sí durante mucho tiempo. No creo que en este momento le resulte muy interesante a nadie.
– ¿No lo crees? -saltó Bledsoe-. Entonces, ¿por qué iba a querer nadie chantajearme?
– Oh, yo no creo que sea muy interesante. Pero está claro que tú sí. Me lo demuestra tu reacción. Lo que me hizo preguntarme cosas fue que rompieses un vaso de vino sólo porque Grafalk hizo una broma acerca de dónde habías ido al colegio.
– Ya veo -Bledsoe soltó una corta risa-. No eres tan tonta, ¿verdad?
– Me las arreglo… De todos modos, me gustaría hacerte una pregunta en privado.
Bemis se levantó cortés.
– Tengo que ver cómo van las cosas, de todos modos… Por cierto, Martin ocupa nuestro único camarote. Le pondremos una hamaca en mi comedor.
Le di las gracias. Bledsoe me miró especulativamente. Yo me incliné hacia adelante y dije en voz baja:
– Quiero estar segura de que no mandaste a Sheridan a sabotear mi coche mientras estábamos cenando aquella noche.
En su mandíbula empezó a latir una vena.
– Créeme. Detesto tener que preguntártelo. Detesto incluso pensarlo. Pero fue una experiencia horrorosa. Destruyó mi confianza en la naturaleza humana.
Bledsoe echó hacia atrás su silla con la suficiente fuerza como para tirarla al suelo.
– ¡Pregúntaselo a él! ¡Maldita sea si sigo hablando de todo esto!
Se marchó furioso escaleras abajo y el puente retumbó con el portazo. Bemis me miró fríamente.
– Dirijo un barco, señorita Warshawski, no una comedia de enredo.
Sentí un furor repentino.
– ¿Ah, sí? ¡Han matado a mi primo y han querido matarme a mí! ¡Hasta que no esté convencida de que no fue nadie de su tripulación, esté seguro de que va a vivir metido en mi comedia de enredo y va a tener que aguantarse!
Bemis dejó el timón y se acercó a la mesa para inclinarse sobre mi cara.
– No la culpo por estar preocupada. Ha perdido a su primo. Le han hecho daño. Pero creo que está convirtiendo dos tristes accidentes en una conspiración y no quiero que trastorne usted la marcha de mi barco mientras tanto.
Me latían las sienes. Conseguí controlarme lo suficiente como para no soltar amenazas demasiado grandilocuentes.
– Muy bien -dije conteniéndome, con las cuerdas vocales tirantes-. No trastornaré la marcha de su barco. Quiero hablar con el jefe de máquinas mientras estoy a bordo, de todos modos.
Bemis señaló con la cabeza a Winstein.
– Consígale a la señorita un casco, marinero -se volvió hacia mí-. Puede interrogar al jefe. Sin embargo, no quiero que hable usted con la tripulación a menos que el piloto o yo estemos presentes. Él le dará instrucciones al segundo para estar seguro de que sea así.
– Gracias -le dije rígidamente. Mientras esperaba que Winstein me trajese el casco, me quedé mirando pensativa por la parte trasera del puente. El sol se estaba poniendo y la línea de la costa aparecía como una lejana cuña púrpura frente a él. Cerca del puerto vi unos cuantos trozos de hielo. El invierno duraba largo tiempo por aquellos parajes.