Estaba haciendo un trabajo realmente fabuloso. De momento no sabía ni una maldita cosa más de lo que sabía tres semanas antes, como no fuera el modo de llenar de cereal un carguero de los Grandes Lagos. En mi cabeza oía a mi madre decirme que no me dejase llevar por la autocompasíón. «Cualquier cosa menos eso, Victoria. Mejor romper los platos que quedarte ahí tirada sintiendo pena por ti misma.» Tenía razón. Estaba afectada por las secuelas de mi accidente. Pero eso, a ojos de Gabriela, era la razón, no la excusa. No había excusa válida para quedarse ahí sentada lamentándose.
Me rehice. El piloto estaba esperándome para acompañarme desde el puente. Bajamos por la estrecha escalera, yo muy pegada a él. Me dio un casco con su nombre escrito en la parte delantera con letras negras muy gastadas; me explicó que era el suyo de repuesto y que podría utilizarlo mientras estuviese a bordo.
– Si quiere hablar con el jefe de máquinas, ¿por qué no espera hasta la hora de cenar? El jefe come en el comedor del capitán y puede hablar allí con él. No podrán oírse con las máquinas ahora.
Le miré a regañadientes, preguntándome si no querría mantenerme apartada de Sheridan el tiempo suficiente como para que Bledsoe le contase su versión de la historia.
– ¿Dónde está el comedor del capitán? -pregunté.
Winstein me llevó. Era una habitación pequeña y formal a estribor de la cubierta principal. Colgaban cortinas de flores de los ojos de buey y una enorme foto de la botadura del Lucelia decoraba la pared delantera. El comedor de la tripulación estaba en la puerta de al lado. La misma cocina servía a los dos, pero al capitán le atendían los cocineros en su mesa, mientras que la tripulación se servía como en un autoservicio. Los cocineros servían la cena entre cinco y media y siete y media, me dijo Winstein. Podía desayunar allí entre las seis y las ocho de la mañana.
Winstein me acompañó de vuelta al puente. Esperé hasta que se perdió de vista y bajé a la sala de máquinas. Me acordaba vagamente del camino por mi visita anterior. Se pasaba por un cuarto auxiliar con una lavadora y una secadora y después se bajaba por un tramo de escaleras cubiertas de linóleo hasta llegar a la entrada de la sala de máquinas.
Winstein tenía razón sobre lo del ruido. Era ensordecedor. Me llenó cada una de las pulgadas de mi cuerpo y me hizo castañetear los dientes. Un joven con mono grasiento estaba en la cabina de control que ocultaba la entrada hacia los motores. Le rugí por encima del ruido; tras unos cuantos intentos, entendió mi pregunta y me dijo que encontraría al jefe de máquinas en el nivel dos inspeccionando los cojinetes. Aparentemente, sólo un idiota no sabría lo que eran los cojinetes. Desistiendo de recibir alguna explicación más, bajé por una escalerilla de metal hasta el nivel inferior.
Los motores ocupaban mucho sitio y tuve que andar un poco antes de encontrar a nadie. Al fin descubrí un par de figuras con casco detrás de un amasijo de tuberías y me abrí paso hasta ellos. Uno era el jefe de máquinas, Sheridan. El otro, un tipo joven que no había visto antes. No supe si alegrarme o preocuparme al no ver a Bledsoe con Sheridan. Todo estaría más claro si les hubiera visto juntos.
El jefe y el otro estaban totalmente absortos inspeccionando la válvula de una tubería que corría al nivel de los ojos frente a ellos. No se volvieron cuando me acerqué; siguieron con su trabajo.
El más joven desenroscó la parte de abajo de una tubería que salía del suelo perpendicular a la tubería superior y se unía a ella. Metió un tubo de acero en la abertura, miró su reloj y sacó de nuevo el tubo. Estaba cubierta de aceite, lo que pareció satisfacer a ambos. Encajaron de nuevo las tuberías y se limpiaron las manos en los monos sucios.
En aquel momento se dieron cuenta de que yo estaba allí, o quizá sólo se dieron cuenta de que yo no era un miembro de la tripulación. Sheridan hizo bocina con las manos para gritarme una pregunta. Yo le grité a mi vez. Era evidente que no podía mantenerse una conversación por encima del rugir de los motores. Le chillé en la oreja que hablaría con él en el cena; no estaba segura de que me hubiera oído, pero me di la vuelta y subí de nuevo a cubierta.
Una vez fuera, aspiré agradecida el aire del atardecer. Ya estábamos muy lejos de la costa y hacía frío. Recordé que mi bolsa estaba apoyada en unos rollos de cuerda detrás de la cabina y me fui a por ella para sacar el jersey gordo y ponérmelo. También saqué una boina y me tapé las orejas.
Los motores temblaban a mis pies, menos fuerte pero aún evidentes. Agua arremolinada subía la popa rítmicamente, balanceando el barco.
Buscando un poco de tranquilidad me fui a la proa. No había nadie más fuera. Mientras caminaba a lo largo del barco, casi un cuarto de milla, el ruido fue disminuyendo poco a poco. Cuando llegué a proa, el extremo delantero del barco, no oía más ruido que el del agua rompiendo contra el casco. El sol poniéndose tras nosotros dibujaba la larga sombra del puente sobre la cubierta.
No había barandilla entre la cubierta y el agua. Dos gruesos cables paralelos, separados unos dos pies uno del otro, daban la vuelta al barco fijados a postes cada seis pies más o menos. Sería de lo más fácil escurrirse entre ellos e irse al agua.
Había un banquito atornillado en la proa. Se podía uno sentar y apoyarse en un pequeño baúl de herramientas y mirar al agua. La superficie era verde negruzca, pero en el lugar en el que el barco cortaba el agua se veía un espejeo de colores que iban desde el blanco lavanda al verde azulado y del verde al negro. Como dejar caer tinta negra sobre papel húmedo y ver cómo se separaba en sus diferentes matices.
Un cambio en la luz detrás de mí me hizo tensarme. Cogí la Smith & Wesson mientras Bledsoe llegaba junto a mí.
– Sería fácil empujarte ahora y decir luego que te habías caído.
– ¿Es una amenaza o una observación? -saqué la pistola y le quité el seguro.
Pareció asombrado.
– Quita esa maldita cosa de ahí. He salido para hablar contigo.
Volví a poner el seguro y metí la pistola en su funda. No me iba a servir de mucho tan de cerca, de todos modos. La verdad es que la había traído para impresionar.
Bledsoe llevaba una chaqueta gruesa de tweed sobre un jersey de cachemir azul pálido. Tenía un aspecto marinero y confortable. Yo sentía frío en mi hombro izquierdo; me había empezado a doler mientras estaba allí sentada mirando al agua.
– Exploto en seguida -dijo de pronto-. Pero no necesitas una pistola para mantenerme a raya, demonio.
– Muy bien. -Mantuve los pies en tensión para poder saltar a un lado.
– No hagas las cosas tan jodidamente difíciles -soltó.
No me moví, pero tampoco me relajé. El luchaba consigo mismo, no sabía si marcharse ofendido o si decir algo que le rondaba por la cabeza. Ganó la segunda posibilidad.
– ¿Fue Grafalk el que te contó mi desventura juvenil?
– Sí.
Asintió para sí.
– No creo que nadie más sepa… o aún le importe. Yo tenía diecinueve años. Había crecido en los arrabales del puerto. Cuando él me llevó a la oficina de Toledo, acabé manejando muchas transacciones en efectivo. Su error fue que nunca debería haber puesto a alguien tan joven delante de tanto dinero. Yo no lo robé. Bueno, es decir, sí lo robé. Lo que quiero decir es que no estaba pensando en guardarme el botín y huir a la Argentina. Sólo quería vivir a lo grande. Me compré un coche -sonrió al recordar-. Un Packard dos plazas rojo. En aquellos días era difícil conseguirse un coche y a mí me parecía ser el más elegante del puerto.
La sonrisa desapareció de su rostro.
– El caso es que era joven y alocado y me gasté la pasta abiertamente, deseando que me cogieran. Niels fue a verme y me contrató inmediatamente después de que me soltaran de Cantonville. Nunca lo mencionó en veinte años, pero se tomó como una ofensa personal el que yo fundara la Pole Star en el 74. Y empezó a echármelo en cara: que sabía que en el fondo era un delincuente y que no me había quedado con él más que para aprender los secretos de su organización y luego marcharme.