– Allí es donde se hundió el Edmund Fitzgerald en 1975 -dijo-. Es el mejor modo de aproximarse al St. Mary, pero no deja de ser una ruta muy poco profunda. En algunos lugares no hay más que treinta pies.
– ¿Qué le ocurrió al Edmund Fitzgemld?
– Todo el mundo tiene su propia teoría. No creo que se sepa nunca con seguridad. Cuando se sumergieron para verlo, descubrieron que estaba limpiamente cortado en tres trozos. Se hundió inmediatamente. Yo siempre culpé a la Guardia Costera por no mantener las marcas del canal en buenas condiciones. Aquella noche, las olas tenían treinta pies de alto; una de ellas debió empujar al Fitzgerald dentro de un hoyo, se rozó la parte de abajo y se partió. Si hubiesen marcado el canal como es debido, el capitán McSorley hubiera evitado los lugares menos profundos.
– El asunto es -añadió el jefe de máquinas- que ese tipo de barcos no tiene mucha resistencia en el centro. Son bodegas flotantes. Si se les ponen muchas vigas a lo largo de las bodegas, se desaprovecha mucho espacio. Así que las olas de veinte o treinta pies cogen al barco por cada extremo. El centro no tiene resistencia y se parte. Te hundes muy deprisa.
La cocinera jefa, una gruesa polaca de unos cincuenta y tantos años, estaba sirviéndole el café al capitán. Mientras el jefe hablaba dejó caer la taza al suelo.
– No debería hablar así, jefe de máquinas. Trae muy mala suerte.
Llamó a sus ayudantes para que limpiaran lo que había tirado.
Sheridan se encogió de hombros.
– Es de lo que hablan los hombres cuando hay tormenta. Los desastres navales son como el cáncer: sólo les ocurren a los demás. -De todos modos se disculpó con la cocinera y cambió de tema.
Bemis me dijo que entraríamos en las esclusas del Soo alrededor de las tres. Me sugirió que fuese a mirar desde el puente para poder ver la aproximación del barco y el modo en que éste entraba por el canal. Después de comer metí mis cosas en la bolsa de lona para marcharme rápidamente: Bledsoe me dijo que tendríamos unos dos minutos para salir del Lucelia y desembarcar antes de que abrieran las puertas de la esclusa y el barco se metiese en el lago Hurón.
Comprobé que llevaba las tarjetas de crédito y el dinero en el bolsillo delantero de mis vaqueros y puse la Smith & Wesson en la bolsa. No me parecía muy práctico andar llevándola en la cartuchera mientras iba a bordo. Dejé la bolsa junto a la cabina mientras subía al puente a mirar cómo el Lucelia entraba en la esclusa. Estábamos ya bien dentro del canal del río St. Mary, siguiendo una lenta procesión.
– La posición en la esclusa se determina por la posición que tienes cuando llegas a la boca del canal -explicó Bemis-. Por eso aquí se hacen auténticas carreras para entrar en primer lugar en el canal. Esta mañana adelantamos a un par de barcos de quinientos pies. No puedo amarrar aquí; todo el mundo se aburre y se pone nervioso.
– Es muy caro amarrar un barco -dijo Bledsoe secamente-. Manejar este barco cuesta diez mil dólares diarios. Hay que aprovechar cada minuto.
Alcé las cejas, tratando de calcular los costes en mi cabeza. Bledsoe me miró enfadado.
– Sí, otra razón financiera, Vic.
Me encogí de hombros y caminé hacia donde el timonel, Red, manejaba el timón. Dos pulgadas de cigarro sobresalían de su rostro rechoncho. Sorteó varias marcas sin mirar siquiera a la caña del timón. El enorme barco se movía con facilidad entre sus manos.
Cuando nos acercábamos a la esclusa, los guardacostas comenzaron a hablar con Bemis por radio. El capitán les dio el nombre del barco, la longitud y el peso. De las cuatro esclusas que cubren la diferencia de altura de veinticuatro pies que separan el lago Superior del lago Hurón, sólo la Poe era lo bastante grande como para contener a los cargueros de mil pies. Seríamos el segundo barco en entrar a la Poe, detrás de otro navio.
Bemis puso los motores diesel a la velocidad más baja. Llamó a la sala de máquinas y les ordenó poner los motores en punto muerto. Detrás de nosotros vi a otros tres o cuatro cargueros esperando en el canal. Los que estaban más alejados amarraron a la orilla mientras esperaban.
Por debajo de nosotros el muelle se iba separando. Vimos cómo el piloto, Winstein, hablaba con un grupo de marineros que iban a colocar escalerillas a los costados del barco y a amarrarlo. El suyo era un trabajo que requería mucha fuerza física. Tenían que mantener la tensión de los cabos mientras el barco se hundía y las amarras se aflojaban. Luego, justo antes de que las compuertas se abriesen hacia el lago Hurón, tenían que soltar las amarras y volver a subir a bordo.
Esperamos a una media milla de la esclusa. El sol brillaba sobre el agua y dibujaba el sucio horizonte de las ciudades gemelas. Sault Ste. Marie, en Canadá, quedaba a la izquierda, dominada por la gigantesca fábrica Algoma Steelworks, en la costa. De hecho, para llegar al lugar al que estábamos, el capitán se había guiado por diferentes partes de la fábrica Algoma: a estribor de la segunda chimenea, a estribor del primer montón de carbón, etc.
Tras una espera de cuarenta y cinco minutos, la Guardia Costera dio permiso a Bemis para que avanzara. Mientras los motores aumentaban sus revoluciones poco a poco, un carguero gigante nos adelantó, dando un largo pitido con la sirena.
Bemis apretó un botón y el Lucelia respondió con un pitido igualmente largo comenzando a moverse hacia delante. Unos minutos más tarde, estábamos entrando en la esclusa.
La esclusa Poe no tiene más que 110 pies de ancho; el Lucelia, 105. Aquello no le dejaba a Red más que dos pies y medio por cada lado. No cabía mucho error. Nos deslizamos lentamente hacia adelante acortando la distancia y deteniéndonos a unos veinte pies de la compuerta sur. Red no miró ni una vez al timón.
Las compuertas eran estructuras enormes de madera reforzadas con gruesos puntales de acero. Me volví para verlas cerrarse tras nosotros, manejadas eléctricamente desde la orilla.
Tan pronto como las compuertas se cerraron, nuestra tripulación colocó las escalerillas y bajó a la orilla. Le di las gracias a Bemis por haberme permitido utilizar su barco y darme la ocasión de hablar con algunas de las personas de su tripulación, y me volví para bajar con Bledsoe al muelle.
La mayor parte de la tripulación salió a cubierta al pasar a través del Soo. Estreché la mano de la cocinera, Anna, dándole las gracias con el poco polaco que sabía por su comida. Encantada, soltó un torrente de sonrientes palabras polacas sobre mí, de las que escapé tan amablemente como pude.
La esclusa no tarda más de quince minutos en vaciar dos millones de galones de agua en el lago Hurón. Íbamos bajando rápidamente mientras los hombres tiraban de las amarras a los lados. Tan pronto como el Lucelia estuviera al nivel de la esclusa, Bledsoe y yo podríamos saltar a tierra. Teníamos unos treinta segundos antes de que se abriesen las compuertas.
Una torre de control en el lado americano permite a los turistas ver cómo los barcos suben y bajan entre los dos lagos. El día de mayo era aún bastante frío y había poca gente fuera. Les miré distraídamente a través de la esclusa MacArthur y me fijé un segundo en un hombre que estaba en el segundo nivel. Tenía una mata de pelo rojo poco corriente en un adulto. El pelo me recordó a alguien, pero no sabía a quién, sobre todo a una distancia de unas treinta o cuarenta yardas. Mientras miraba por encima del agua, él cogió un enorme par de prismáticos y nos enfocó. Me dio un escalofrío y miré hacia abajo, a la distancia que había entre el Lucelia y el muelle, por donde huía el agua fétida. El muelle estaba ahora casi a nuestro nivel. Bledsoe me tocó en el brazo y yo fui hacia la cabina para recoger mi bolsa.
Cuando casi había llegado, caí al suelo. Aterricé con un golpe seco en cubierta y me quedé sin aire. Pensé al principio que me habían pegado y miré a la defensiva a mi alrededor intentando respirar. Pero, cuando traté de ponerme de pie, me di cuenta de que la cubierta temblaba por debajo de mí. Todo el mundo estaba patas arriba, como empujado por un tremendo golpe.