– ¡Kobori-san! -exclamó. Los sollozos le sacudían el cuerpo.
Más golpes retumbaron en el techo. Reiko sacudió la cabeza, demasiado abrumada para saber con exactitud lo que sentía o pensaba. Bajo su alivio borboteaba una lava de emociones. Oyó un estrépito de pasos que se acercaban por el pasillo. Los detectives Marume y Fukida irrumpieron en la habitación, acompañados por el teniente Asukai y sus demás escoltas. Hirata los seguía a cierta distancia.
– ¡Dama Reiko! -exclamó Marume.
El y los demás miraron boquiabiertos a Yugao, que yacía sollozando en el suelo, llamando a su amante. Contemplaron a Reiko, que cayó en la cuenta de que iba vestida con jirones y estaba cubierta de sangre de su enemiga, de Tama y de los muchos cortes que había recibido, leves pero dolorosos.
– ¿Estáis bien? -preguntó Fukida con ansiedad.
– Sí -respondió Reiko.
– ¿Dónde está el chambelán Sano? -inquirió Hirata con apremio.
– Está en el tejado, luchando con Kobori. -Las palabras salieron de su boca sin reflexión previa. En cuanto las hubo pronunciado, supo que eran ciertas. Su instinto le indicaba que aquellos ruidos procedían de su marido y el Fantasma enzarzados en combate, y que Sano se hallaba en peligro de muerte. Gritó-: ¡Tenemos que ayudarlo!
Los hombres salieron corriendo de la habitación. Ella siguió su estampida por el pasillo.
Mareado de dolor, Sano lanzó puñetazos desesperados y salvajes hacia Kobori, que le castigó la caja torácica. Sano sintió un acceso de temblores. Cayó sacudiéndose de manera incontrolable, mientras Kobori se situaba de pie encima de él.
– Tenía entendido que erais un gran guerrero. Me decepcionáis -dijo.
El terror estrechó la visión de Sano y encogió el mundo. Sólo veía a Kobori con la cara radiante, los ojos encendidos de oscuro fulgor. La fuerza física de Sano estaba poco menos que agotada. Luchando por recuperar la lucidez, recordó vagamente lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata: «Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza real de derrotarlo en un duelo.»
– Yo también he oído hablar de ti -dijo Sano, apenas capaz de pensar, hablando por instinto. Tragó sangre y mucosidad; se enderezó ayudándose con las manos-. De un sacerdote llamado Ozuno. Fue tu maestro.
Hubo una pausa.
– ¿Y qué dijo? -El tono de Kobori sonó indiferente, pero sólo fingía que no le importaba lo que Ozuno pensara de él.
– Dijo que te había repudiado -respondió Sano.
– ¡Nunca! -Lo dijo con tanta vehemencia que Sano supo que el rechazo de Ozuno todavía le dolía-. Teníamos diferencias de filosofía. Nos separamos para seguir cada uno su camino.
Sano agradeció a la providencia por bendecirlo. Había encontrado el punto débil de Kobori: era el propio Ozuno.
– Tú te incorporaste al escuadrón de élite de Yanagisawa -prosiguió Sano-. Usaste tus habilidades para cometer asesinatos políticos.
– Eso es mejor que lo que hacían Ozuno y su hermandad de viejos chochos -repuso Kobori-. Se conformaban con preservar el saber para la posteridad. ¡Qué desperdicio!
Sano sintió que la energía del Fantasma se desviaba de él. Sus fuerzas revivieron y, aunque seguía mareado, se las ingenió para levantarse.
– Ya entiendo. Querías más de lo que podía ofrecerte la hermandad.
– ¿Por qué no? No quería ser un samurái de provincias y pasarme la vida cuidando de las tierras del daimio del lugar, ahuyentando bandidos y manteniendo a los campesinos a raya. Tampoco quería consagrarme a las tradiciones obsoletas de Ozuno. Me merecía algo más.
– De modo que te vendiste a Yanagisawa.
– ¡Sí! -Kobori se apresuró a justificarse-: El me ofreció una oportunidad de ser alguien. De moverme en círculos más grandes y más altos. De tener un propósito en la vida.
Sano comprendió que las motivaciones de Kobori iban más allá del habitual código de honor del bushido que obligaba a obedecer a un superior. Eran personales, como debían de serlo sus razones para la cruzada contra el caballero Matsudaira.
– Bueno, ahora que Yanagisawa ha desaparecido, se ha llevado con él tu propósito. Sin él, vuelves a ser nada.
– No ha desaparecido para siempre. Estoy creando tal pánico en el régimen de Matsudaira que no tardará en caer. Mi señor regresará al poder.
Y entonces, creía Kobori, recuperaría su propia posición. Sano vio que sólo seguía a Yanagisawa porque sus intereses coincidían. El quid de la cuestión era el orgullo personal de Kobori, no el honor que vinculaba a un samurái con su señor. Como luchador era invencible, pero su orgullo era su debilidad. Había padecido un duro revés cuando Ozuno lo repudió, y otro cuando cayó Yanagisawa y lo arrastró con él en su caída. Ahora necesitaba un golpe más, uno decisivo.
– ¿Quieres saber qué más dijo Ozuno de ti? -preguntó Sano.
– No me importa -le espetó Kobori, molesto además de claramente ansioso por saberlo-. Ahorrad el aliento y a lo mejor vivís un rato más.
Sano pensó que, cuanto más tiempo tuviera hablando a Kobori, mayores eran sus posibilidades de sobrevivir.
– Ozuno dijo que nunca llegaste a dominar del todo el arte del dim-mak porque no completaste tu entrenamiento.
La expresión de Kobori se tiñó de indignación.
– Me fui cuando había aprendido todo lo que podía enseñarme. Lo había superado. ¿Os mencionó que trató de matarme y le pegué una paliza?
– Dijo que no llegaste a explotar al máximo tu potencial -prosiguió Sano, poniendo más palabras en boca de Ozuno-. Podrías haber sido el mejor maestro de artes marciales, pero malgastaste tu entrenamiento, tu talento y tu vida. No eres más que uno entre un millar de ronin forajidos.
– ¡Soy el mejor maestro de artes marciales! Lo he demostrado esta noche. Mañana sabrá que se equivocaba sobre mí. Olerá el humo de las piras funerarias de todos los hombres que he matado aquí. -Y, enfurecido, gritó-: ¡Y se tragará vuestras cenizas junto con las de ellos!
Arremetió contra Sano y le lanzó una lluvia de golpes desde todas las direcciones. Sin embargo, mientras se sacudía, giraba y gritaba de dolor, Sano percibió que Kobori había perdido el dominio de sí. Los insultos a su orgullo y el miedo a que su empresa en verdad fracasara lo habían desquiciado. Atacaba atropelladamente sin alcanzar puntos letales, descargando en Sano su ira contra Ozuno. Sus alientos parecían ya más débiles sollozos que bocanadas de fuego. Kobori deseaba torturarlo, más que matarlo. Sano se obligó a aguantar y sufrir, ganando tiempo.
Kobori aminoró el ritmo de su ataque, seguro ya de su victoria. Sano se dejó caer adrede sobre un caballete que sobresalía del tejado. Kobori se agachó para agarrarlo. Sano tenía los ojos tan cubiertos de sangre y sudor que apenas alcanzaba a ver. Guiado por un instinto ciego, logró aferrar una muñeca de Kobori. Sus dedos encontraron dos huecos en el hueso y apretó con toda su fuerza.
Kobori soltó el aire, sorprendido. Durante un instante le flaquearon los músculos mientras el apretón le drenaba la energía. Sano tiró de él hacia abajo y le clavó los dedos de la otra mano bajo la barbilla. Kobori profirió un alarido de dolor y alarma. Retrocedió y preparó el brazo libre para asestarle un golpe mortal en la cara, pero Sano se lanzó hacia delante en un último y desesperado esfuerzo. Su frente se estrelló contra el pecho de Kobori.
El impacto de la colisión le reverberó en la cabeza. Unas lucecitas blancas titilaron en su visión, como si las estrellas del firmamento se estuvieran astillando.
Antes de que supiera si el golpe de Kobori lo había alcanzado, el universo se sumió en la negrura y el silencio.
Reiko, Hirata, los guardias y los detectives atravesaron a la carrera la casa oscura y laberíntica.
– Tiene que haber una escalera que llegue al tejado -dijo Fukida.