– Los muy cobardes están desertando -farfulló Marume, alarmado a la par que asqueado-. ¡Eh! -gritó-. ¡Volved aquí! -Y salió disparado en pos de los desertores.
– ¡No! ¡No vayas! -dijo Sano, pero demasiado tarde para detenerlo.
Una esbelta figura vestida de negro surgió de un macizo de arbustos en el bancal de arriba. Se erguía alerta pero relajada, como un tigre tras una caza provechosa, viendo huir a los soldados. Luego se volvió y clavó la mirada en Sano y Fukida. Sus ojos resplandecieron y sus dientes destellaron en una línea blanca curvada. A Sano le dio un vuelco el corazón.
Era Kobori.
– ¡Allí está! -exclamó Fukida.
Con la espada desenvainada, cargó cuesta arriba, impulsado por la locura que se había adueñado de los soldados. Sano se precipitó tras él, gritando:
– ¡Debemos permanecer juntos!
No debían cometer el mismo error que los soldados. Juntos tendrían una oportunidad contra Kobori. Solos, se arriesgaban a correr la suerte de sus camaradas.
Las pocas tropas restantes se reagruparon, convergiendo sobre Kobori desde todas las direcciones. El Fantasma esperó hasta que Fukida hubo coronado el bancal y sus perseguidores llegaron a unos diez pasos de distancia. Entonces se desvaneció entre los arbustos. Cuando Sano llegó allí, sus hombres correteaban de un lado a otro, dando voces.
– ¿Adonde ha ido?
Alguien chocó con él. Una espada pasó silbando por el aire cerca de su cara.
– ¡Cuidado! -gritó.
– ¡Se ha metido en el bosque! -anunció Fukida.
La horda salió en tropel en pos del Fantasma, pisoteando y arrancando matorrales y follaje. Sano soltó un reniego frustrado. Jamás lo encontrarían allí dentro. Podían darlo por desaparecido. Mientras el ruido de sus hombres peleándose con la maleza se perdía en la distancia, envainó su espada y se dobló, apoyando las manos en las rodillas, superado por el cansancio y el desespero.
– Chambelán Sano -susurró una voz. Era queda, pero aun así poseía un poder latente que la hacía audible por encima de los otros ruidos.
«Como el bufido de un gato», tal cual la había descrito Tama a Reiko.
A Sano se le puso piel de gallina. El Fantasma estaba allí. Debía de haber despistado a sus tropas para luego regresar.
Un terror visceral y primitivo lo paralizó. Sólo movía los ojos, tratando de localizar a Kobori entre las sombras circundantes. El corazón le martilleaba al ritmo del pavor. Sin embargo, aunque detectaba la presencia de Kobori como una podredumbre maligna que se criara en los jardines, no veía al Fantasma.
– Vuestros hombres están ocupados persiguiéndose unos a otros en el bosque -dijo Kobori-. Los que no he matado o espantado, se entiende. -Su tono era jocoso pero feroz, coloquial pero amenazador-. Estamos solos vos y yo.
Reiko se sentó en su rincón, con la mano herida envuelta en la manga y todavía sangrando. Yugao permanecía inmóvil frente a ella, cuchillo en mano. Escuchaban los gritos y carreras alrededor de la mansión. La mirada de Yugao divagaba, como si quisiera ver lo que pasaba pero no se atreviera a dejar a Reiko. La mano le temblaba y el cuchillo se estremecía con la tensión que Reiko notaba crecer en su interior. La linterna perdió potencia, un sol moribundo que emitía una luz ocre enfermiza y un humo rancio. El olor a sangre y la transpiración febril de Yugao espesaban el ambiente. Reiko sabía que tarde o temprano la chica estallaría. O arriesgaba la vida tratando de convencerla de que se rindiera, o se callaba y moría de todas formas.
– ¿Oyes el barullo? -dijo-. ¿Quieres saber lo que es?
– Callaos -ordenó Yugao-, u os volveré a cortar.
– Mi marido y sus tropas han tomado los alrededores de la casa -dijo Reiko-. Muy pronto estarán aquí dentro.
– No es cierto. -Y añadió con absoluta confianza-: Jamás lograrán superarlo.
Reiko entendió que se refería a Kobori, el Fantasma.
– Es un solo hombre. Ellos son centenares. No puede luchar contra todos.
– ¿Eso creéis? -Yugao adoptó una expresión maliciosa y despectiva-. Bueno, no lo conocéis.
Se oyó un chillido de dolor tan estridente que pareció atravesar las paredes. Reiko dio un respingo.
– ¿Habéis oído eso? -dijo Yugao-. ¿Queréis saber lo que es? -Su tono hacía escarnio de Reiko-. Está matando a los hombres de vuestro marido. ¡Escuchad! -Brotaron más chillidos-. Podéis contarlos a medida que mueren. ¡Es el mejor guerrero que ha existido nunca!
Rebosaba de admiración por Kobori, y una excitación que era casi sexual. De repente Reiko temió que las prodigiosas habilidades marciales del Fantasma de verdad pudieran derrotar a un ejército entero. Había contado con que Sano la salvaría, pero quizá él ya estaba muerto. Pensó en Hirata, que esperaba fuera. Si lo llamaba a gritos, Yugao la mataría antes de que él pudiese rescatarla. Tenía que salir de ese brete ella sola.
– Por bueno que sea Kobori, no podrá contra tantos soldados -dijo-. Al final lo matarán. Y sólo quedarás tú para cargar con sus culpas.
Yugao rió.
– Os noto no muy segura de lo que decís. ¿Por qué iba a creeros?
– Digo la verdad -insistió Reiko, tratando de sonar confiada-. Te convendría más desentenderte de Kobori. Es a él a quien busca mi marido, no a ti. No es demasiado tarde para que te salves, si nos vamos ahora. -Se levantó con cautela, deslizando la espalda por la esquina, sin perder de vista a Yugao.
– ¡Sentaos! -Hizo un gesto con el cuchillo hacia Reiko, que rápidamente se dejó caer de nuevo-. ¡Nunca lo dejaré! ¡Y no pienso escucharos más!
Reiko cambió de táctica:
– Supongamos que Kobori gana. Entonces será un fugitivo para siempre. El caballero Matsudaira nunca dejará de perseguirlo. ¿Qué clase de vida piensas que llevarás con él?
– Por lo menos estaremos juntos. Lo amo. No importa nada más.
– Pues debería importarte -replicó Reiko-. Kobori ha asesinado al menos a cinco funcionarios Tokugawa. Pero a lo mejor no lo sabías.
– Por supuesto que lo sé. Lo sé todo sobre él. Hasta lo vi hacerlo una vez. Pero a lo mejor eso no lo sabíais -se burló-. Y me da igual lo que los demás piensen de él. Yo creo que es maravilloso. -La cara le resplandeció de adoración-. ¡Es el mayor héroe que haya pisado la Tierra!
Reiko pensó en cómo el pasado de Yugao le había conformado el carácter. Su amado padre la había obligado a cometer incesto. Después de rechazarla, ella había transferido su devoción a otro tirano, Kobori.
– Tiene las manos manchadas de sangre de víctimas inocentes -dijo-. ¿Cómo puedes soportar que te toque?
– Es parte de la emoción de hacer el amor con él. -Yugao se relamió y se tocó los pechos. El recuerdo de las caricias de Kobori la henchía de lascivia-. Además, esos hombres no eran inocentes. Eran sus enemigos. Merecían morir.
La venganza indirecta era otro placer que había obtenido de su amante, observó Reiko. Puesto que Yugao debía de querer tomarse la revancha contra los padres y la hermana que le habían hecho daño, cómo debía de haberse recreado al enterarse de las hazañas de Kobori.
– No es un héroe -dijo Reiko-. Estás dando cobijo a un criminal.
– He hecho más que eso por él -declaró Yugao con orgullo.
Un ominoso cosquilleo recorrió los nervios de Reiko.
– ¿De qué estás hablando?
– Cuando vivía en el distrito del ocio de Riogoku Hirokoji, los soldados del caballero Matsudaira iban por allí a beber y recoger mujeres. Era fácil llevarlos a un callejón. No tenían ni idea de que tuviera malas intenciones.
– Fuiste tú quien mató a esos soldados. -Reiko recordó la historía de la Rata sobre los tres asesinatos y los cadáveres ensangrentados descubiertos en los callejones de detrás de los salones de té. Sus sospechas se habían demostrado ciertas.
Yugao estaba radiante, como un mago ambulante que acabara de sacarse un pájaro de la manga.
– Los atravesé con mi cuchillo. Ninguno lo vio venir.