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Ella se lo sacudió de encima.

– Por favor, deja que lo intente. -Su mirada se encontró con la de Yugao a través de la penumbra.

– Bueno, bueno, pero si es la dama Reiko -dijo Yugao-. ¿Habéis venido a presenciar la diversión? ¿No tenéis nada mejor que hacer?

– Tama no ha traído el ejército hasta ti -dijo Reiko-. No la culpes. He sido yo, que la seguí hasta aquí.

– Vos. -La palabra brotó como un saco de veneno reventado de la boca de Yugao-. Tendría que haberlo imaginado. Todo el rato que fingíais querer ayudarme estabais tramando cómo acabar conmigo.

– Sí quería ayudarte -dijo Reiko con su tono más sincero y persuasivo. Yugao nunca se había fiado de ella, pero la vida de Tama dependía de que en ese momento se ganara su confianza-. Y todavía quiero.

Yugao sacudió la cabeza con desdeñosa incredulidad.

– Entonces, demostradlo. Sacad a esos soldados de aquí.

– De acuerdo -dijo Reiko, aunque no pudiera hacer semejante cosa-. Pero antes tendrás que soltar a Tama. -Avanzó hasta el pie de las escaleras. Hirata y sus guardias la siguieron. Le tendió una mano a Yugao.

– ¡Quieta! -Yugao cerró el brazo con más fuerza en torno a Tama, que chillaba y lloraba-. Debéis de creer que soy tonta de remate. -Soltó un bufido de asco-. Pues bien, sé que, en cuanto suelte a Tama, subirán aquí y me matarán. Ella es mi única protección.

Reiko sabía que tenía razón, pero dijo:

– No te matarán. No si colaboras. Suelta a Tama.

– ¡Callaos! ¡Largaos o la rajo ahora mismo!

Pasó el filo por la garganta de su rehén. Apareció un hilillo de sangre. Tama chilló más alto, con los ojos cerrados, mientras arañaba el brazo de Yugao. Reiko estaba desesperada.

– No servirá de nada -dijo Hirata-. No va a rendirse. Y no puedo permitirle que nos obligue a retroceder. Voy a ordenar que suban por ella.

– Espera -rogó Reiko, aunque sabía que la decisión de Hirata estaba justificada. Tama era una simple plebeya cuya muerte quizá fuera un precio pequeño por la captura de una asesina y un magnicida; aun así, Reiko era incapaz de desentenderse de la dulce e inocente chica. La información de Tama había llevado a Sano hasta la identidad del Fantasma. Reiko le debía algo más que sacrificarla en aras de cazar a Kobori-. Dame otra oportunidad.

– Sólo una más -concedió Hirata a regañadientes.

Reiko se dirigió a Yugao:

– No creo que seas tonta. Sé que eres lo bastante lista para entender que tener a Tama de rehén no protegerá a tu amante. Mi marido está aquí y su deber es atrapar a Kobori. Sacrificaría gustoso a Tama con tal de capturarlo. Con que suéltala. -Respiró hondo y pronunció las únicas palabras capaces de salvar a la chica-. Tómame a mí en su lugar.

– ¿Qué? -exclamó Hirata. Miró a Reiko.

El recelo unió las cejas de Yugao en un ceño.

– ¿Para qué iba a quereros a vos?

– Porque si me tienes de rehén, los soldados no te tocarán. Soy la esposa de su señor. Si me matan mientras intentan arrestaros a ti o a tu amante, se meterán en un buen lío.

Yugao sopesó la propuesta un mero instante, antes de decir:

– Vale. -Al parecer creía en la lógica de Reiko aunque no se fiara de ella-. Subid aquí y soltaré a Tama.

Mientras Reiko se adelantaba, Hirata le dijo en un furioso susurro:

– ¡No podéis hacerlo!

– Debo hacerlo. -Reiko se volvió hacia él. En voz baja para que la fugitiva no la oyera, añadió-: Capturar a Yugao es mi responsabilidad. Si vuelve a matar, la sangre me manchará las manos.

– ¡Será vuestra propia sangre! -Hirata la miró como si se hubiera vuelto loca-. ¡Os matará!

– No, no lo hará. Puedo manejarla. -Se las había visto con asesinos sanguinarios en el pasado y había sobrevivido. La confianza la sostuvo firme contra el pavor que corría, frío y descorazonador, por sus venas. La daga que llevaba sujeta al brazo le dio valor mientras empezaba a subir las escaleras.

– ¡Alto! -dijo Yugao-. Alzaos la falda y luego levantad los brazos. Y daos la vuelta. Quiero asegurarme de que no lleváis ninguna arma.

Reiko había subestimado la inteligencia de Yugao. Tras un momento de vacilación, obedeció a la vez que agarraba el puño de sus mangas para intentar esconder la daga.

– Abrid las manos -ordenó Yugao-. Arremangaos. -Cuando Reiko lo hizo, añadió-: Tirad ese cuchillo.

Mientras Reiko desataba a regañadientes la daga, Hirata le dijo:

– El chambelán Sano me ha ordenado que os proteja. No os lo permitiré. -Reiko lanzó la daga. El la agarró del brazo-. Os detendré por la fuerza si hace falta. Es mi deber.

Sin embargo, su mirada de súplica le decía a Reiko que hablaba de farol; jamás podría recurrir a la fuerza con ella. Reiko se soltó con dulzura.

– Si me niego a dejarme proteger, mi marido no te culpará. No te preocupes.

– Ahora podéis subir -dijo Yugao.

– ¿Qué hay de vuestro deber hacia vuestro marido? ¿No os parece que deberíais respetar sus deseos? -inquirió Hirata. Reiko sabía que, en otras circunstancias, jamás se hubiera atrevido a dirigirse a ella con tanto descaro, y mucho menos para hacerle reproches. Pero el pobre estaba desesperado-. ¡Manteneos al margen de esto!

– Es mi deber ayudar a mi marido, y yendo allí lo ayudaré mejor que quedándome aquí abajo. -Reiko lo creía aunque supiera que Sano no estaría de acuerdo-. Si logro mantener ocupada a Yugao, será un problema menos para él.

– ¿Y vuestro hijo? Si os sucede algo malo, ¿quién lo criará?

En la cabeza de Reiko se formó una imagen de Masahiro, tan real que casi podía sentir su piel suave y fragante y oír su risa. Su determinación vaciló, pero sólo un momento. La paternidad no excusaba a un guerrero de la batalla ni a Reiko de entregar a Yugao a la justicia. Cualquier previsión de fracaso no haría sino entorpecerla.

– No me pasará nada -dijo-. Estáte preparado para enviar tus hombres si pido ayuda.

– ¿Por qué tardáis tanto? -preguntó Yugao-. Si no os dais prisa, a lo mejor cambio de idea.

Reiko dio la espalda a Hirata. Al emprender la subida de los escalones, notó que él le daba un tironcillo de la faja. Pensó que intentaba retenerla, pero luego notó el contorno corto, duro y aguzado de un cuchillo que le había escondido bajo la ropa, pegado a la columna, donde Yugao no pudiera verlo.

– Que los dioses os protejan -susurró Hirata-. ¡Y que Sano-san no me mate por dejaros marchar en este empeño descabellado!

Con cada escalón que ascendía, el corazón de Reiko latía más rápido. Yugao y Tama la observaban en silencio. La mirada firme y amenazadora de la fugitiva tiraba de ella hacia arriba. Los ojos de Tama rebosaban de lágrimas y esperanza de salvación al verla acercarse. Reiko avanzó hasta situarse al alcance del brazo de Yugao. De repente la chica sonrió y, sin otra advertencia, cercenó la garganta de Tama.

– ¡¡No!! -gritó Reiko.

Tama emitió un espantoso aullido borboteante. Un borbotón de sangre surgió como una fuente roja y caliente y empapó a Reiko, que lanzó una exclamación de horrorizada incredulidad. Yugao empujó a Tama hacia ella. La joven se derrumbó sobre el suelo, donde se retorció una vez, gimió y murió ante los ojos de Reiko. Su sangre formó un charco alrededor de ellas. Reiko oyó que Hirata y sus escoltas lanzaban un grito y subían corriendo por las escaleras.

– ¡Quietos! -les ordenó Yugao. Agarró a Reiko por el brazo y sostuvo el cuchillo contra su cuello-. ¡Un movimiento más y también me la cargo a ella!

Reiko sintió el frío acero sobre la piel. Vio que los hombres se detenían impotentes en las escaleras. Sin aliento, al borde del desmayo por la impresión y goteando sangre, apenas logró hacer acopio de la serenidad suficiente para retorcer el cuerpo y ocultarle el cuchillo a Yugao.

La chica la arrastró por delante del cadáver de Tama y a través de la puerta. Habló con tono de vengativa satisfacción:

– Ahora pagaréis por todos los problemas que me habéis causado.

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