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– ¿Qué hacemos? -le susurró el teniente Asukai.

– Acerquémonos más. Tenemos que descubrir si Yugao y el Fantasma están dentro. -Reiko tenía que asegurarse antes de avisar a Sano.

Ella y los guardias siguieron con prisa los pasos de Tama, manteniéndose pegados a los árboles que bordeaban la senda. Se escondieron en la maleza al pie de la escalera. Tama cruzó la galería, soltó su hato y llamó a la puerta con los nudillos. Alguien la entreabrió. Desde su posición Reiko veía la galería en toda su extensión y distinguía a Tama sin problemas, pero como la fachada de la casa era paralela a su línea de visión, no podía divisar la figura del umbral.

– Ya iba siendo hora de que llegaras -dijo la voz de Yugao-. Me muero de hambre. ¿Qué me has traído para comer?

Reiko sintió un estallido de júbilo. Elevó una muda oración de agradecimiento.

Yugao asomó por la puerta. Tama retrocedió ante ella. La luz de la casa iluminaba con claridad a las dos mujeres.

– ¿Está dentro? -preguntó Tama con tono fatigado y nervioso.

– ¿Quién? -Yugao se acuclilló y empezó a desatar el paquete.

– Ese samurái. Jin.

Yugao se detuvo, con el perfil afilado como una espada. Pasó un momento antes de que se levantara y le dijera a Tama a la cara:

– Sí. Está dentro. ¿Y qué?

Reiko contuvo un suspiro de euforia. Había encontrado al Fantasma.

– ¿Por qué no me dijiste que estaba contigo? -exclamó Tama, al parecer sintiéndose herida y traicionada.

– No me pareció importante -dijo Yugao, pero una nota de cautela asomó a su voz-. ¿Qué importancia tiene?

– Ya sabes que se supone que no debo dejar que nadie entre en esta casa. Te dije que si mis señores se enteraban me pegarían una paliza. Accedí a que te quedaras aquí tú sola, y eso ya es bastante peligroso. Pero que metas a escondidas a ese hombre espantoso en… -Un sollozo interrumpió sus palabras-. Perderé mi trabajo. ¡Me echarán a la calle sin ningún sitio a donde ir!

– No te preocupes -dijo Yugao-. Nadie lo sabrá. Dijiste que tus señores nunca vienen a esta casa hasta el verano. Nos habremos ido mucho antes. Necesito que nos ayudes sólo un poco más.

Tendió la mano hacia Tama en gesto de súplica, pero ésta retrocedió.

– Él no es tu único engaño. Me dijiste que habías escapado de tu casa y necesitabas un sitio donde vivir. ¡No me contaste que habías huido de la cárcel!

La mano de Yugao se paralizó. La bajó poco a poco.

– Me pareció mejor no decírtelo. Así, si la policía me sorprendía contigo, no te culparían por ayudar a una presa fugada porque no sabías que eso es lo que soy.

Mentía, Reiko estaba segura, a pesar de su tono razonable. Para protegerse ella y a su amante, se había aprovechado deliberada y desvergonzadamente de Tama y le había mentido.

Tama lloraba, al borde de la histeria; Reiko vio que ella tampoco creía a Yugao.

– ¿Y también por eso no me contaste que habías asesinado a tus padres y tu hermana? -gimió.

– Yo no los maté -respondió Yugao con firmeza-. Me acusaron falsamente.

Una súbita punzada de revelación recorrió a Reiko. De nuevo supo que Yugao mentía. Por fin estaba segura de que la chica había cometido los crímenes.

Tama miró a su amiga con lloroso desconcierto.

– Pero te arrestaron. Y si no los mataste tú, entonces ¿quién fue?

– El alcaide de la cárcel -dijo Yugao-. Entró en casa mientras dormíamos. Apuñaló a mi padre, luego a mi madre y a Umeko. Yo lo vi. Entonces oyó ruidos fuera y tuvo que salir corriendo para que no lo atraparan, de lo contrario me habría matado también a mí.

A Reiko la fascinaba cómo las falsedades de Yugao mostraban la verdad con mayor claridad que sus confesiones. Tal vez nunca descubriera el móvil de los crímenes, pero sabía que era la asesina que había afirmado ser en todo momento.

– Me arrestaron porque estaba allí -prosiguió-. La policía no se molestó en investigar porque soy una hinin. Les iba bien colgarme los crímenes. Pero soy inocente. -En ese momento adoptó un tono implorante; se llevó la mano al corazón y luego la tendió hacia Tama-. Me conoces desde que éramos pequeñas. Sabes que nunca haría una cosa así. No pude decírtelo antes porque estaba demasiado alterada. Eres mi mejor amiga. ¿No me crees?

Reiko se reía en silencio del numerito que estaba montando Yugao, pero Tama la estrechó entre los brazos y lloró.

– Pues claro que sí. ¡Oh, Yugao, cuánto siento todo lo que has tenido que pasar! -Se abrazaron. Tama estaba de espaldas a Reiko. La chica no podía verle la cara a Yugao, pero Reiko distinguió su expresión maliciosa y suficiente-. Siento haber sido tan desconfiada -farfulló Tama-. Tendría que haber sabido que tú nunca harías daño a tus padres o tu hermana, por mal que te trataran. Cuando la hija del magistrado me dijo que los habías matado, no tendría que haberla creído.

– ¿La hija del magistrado? -repuso Yugao con sorpresa y consternación. Se apartó de Tama-. ¿Fue la dama Reiko la que te contó lo de los asesinatos?

– Sí. Vino a verme ayer. Me preguntó si sabía dónde estabas.

– ¿Le contaste que me habías visto? -inquirió Yugao alzando la voz.

– No. -Tama, de nuevo asustada y nerviosa, añadió-: Le dije que hacía años que no nos veíamos.

Yugao dio un paso más hacia Tama, que al retroceder topó con el pasamanos de la galería.

– ¿Qué más le contaste?

– Nada. -Pero a Tama le temblaba la voz. Era una pésima mentirosa.

Yugao la agarró por los antebrazos, miró hacia abajo, hacia el valle, y Reiko percibió sus pensamientos con tanta nitidez como si los hubiera enunciado. Tama era demasiado débil e impresionable para aguantar cualquier interrogatorio sobre Yugao. En consecuencia, suponía un peligro para ellos, por mucho que la necesitaran para proporcionarles comida y cobijo. Un empujón por encima del pasamanos y Tama jamás podría conducir hasta ellos a sus enemigos.

«¡Huye! -tuvo ganas de gritarle Reiko-. ¡Te va a matar!» Mas avisar a Tama descubriría su presencia. No podía permitir que Yugao supiera que había descubierto su escondrijo y concederles así una oportunidad de escapar.

Yugao vaciló, pero al final soltó a su amiga. Una vez más Reiko supo lo que pensaba: la caída podría no matarla, tal vez los arbustos de la pendiente la salvarían. Y en ese caso Tama saldría corriendo, quizá hasta la denunciase a la policía. Y entonces, ¿adónde irían Yugao y Kobori? Reiko suspiró de alivio.

– Será mejor que entres -dijo la prófuga.

Una boqueada de alarma se tragó el suspiro inicial de Reiko. Tama dijo:

– No puedo. Tengo que regresar a casa.

– Sólo un momento -insistió Yugao.

Un momento en el que podría acallar a Tama para siempre. «¡Corre! -la exhortó Reiko en silencio-. ¡Si entras ahí no saldrás viva!»

– Si mi señora descubre que he salido sin permiso me castigará -argüyó Tama mientras retrocedía hacia los peldaños. Reiko notó que tenía miedo del amante de Yugao, y tal vez también de su propia amiga.

Yugao la cogió de la mano.

– Quédate, por favor. Necesito un poco de compañía. Por lo menos siéntate a descansar antes de la caminata de vuelta a la ciudad.

– De acuerdo -cedió Tama a regañadientes.

Dejó que Yugao la condujera a la puerta. La prófuga recogió el hato de comida y luego entraron en la casa. Reiko oyó cerrarse la puerta.

El valle quedó en silencio salvo por el menguante coro de trinos y el viento que agitaba las ramas. El cielo había cobrado ya un tono cobalto oscuro, tachonado de estrellas y adornado por la luna como una perla con cicatrices. Reiko se sentía enferma por haber puesto en peligro a la dulce y crédula Tama. Se volvió hacia sus escoltas.

– Tenemos que volver a la ciudad -dijo. Cinco soldados inexpertos y ella no eran bastantes para capturar a Yugao y el Fantasma-. Debemos traer a mi marido y sus tropas.

Rehicieron a toda prisa la senda a lo largo del valle y se lanzaron colina abajo por el bosque, ya tan oscuro que no distinguían el terreno accidentado que pisaban. Sin embargo, al salir al camino, Reiko vio un resplandor subiendo en su dirección. Oyó unos pasos sigilosos.

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