Reiko experimentó un súbito odio recalcitrante hacia el bushido, que concedía a sus superiores el derecho a tratarlo como un esclavo. Nunca le había parecido más cruel el código de honor samurái.
– Si existe un momento para desobedecer las órdenes, es éste. Dile al caballero Matsudaira y al sogún que ya has sacrificado tu vida por ellos, que vayan ellos a atrapar al asesino. -Fuera de sí, Reiko suplicó-: Quédate en casa, conmigo y con Masahiro.
– Ojalá pudiera. -Sano se metió en la bañera, se aclaró, salió y se secó con la toalla que le pasó Reiko-. Pero tengo más motivos que antes para llevar al asesino ante la justicia. -Soltó una risita-. No toda víctima de asesinato dispone de la ocasión de vengarse de su verdugo antes de morir. Esto que se me presenta es una oportunidad única.
– ¿Cómo puedes reírte en un momento así?
– Es reír o llorar. Y recuerda que es posible que el asesino no me tocara. Si ése es el caso, los dos nos estaremos riendo de esto muy pronto. Nos dará vergüenza haber armado tanto jaleo.
Sin embargo, Reiko vio que Sano no lo creía, como tampoco ella.
– Por favor, no te vayas -insistió mientras lo seguía al dormitorio.
Él se puso la ropa.
– No tengo mucho tiempo para atrapar al asesino y evitar más muertes. Y lo conseguiré, aunque sea lo último que haga.
Ninguno de los dos verbalizó su temor a que en efecto lo fuera. Sano se volvió hacia su esposa y la abrazó.
– Además, si no voy, no haré más que preocuparme y sufrir. No querrás que pase así los dos últimos días de mi vida, ¿verdad? -dijo con dulzura-. Volveré pronto, lo prometo.
Reiko lo había dejado partir, porque, aunque la hería que no se quedara con ella, no quería negarle la oportunidad de pasar su precioso tiempo como prefiriese. Había decidido que era mejor para ella atender a sus asuntos que angustiarse por un destino que no podía cambiar.
En ese momento su comitiva se detuvo entre la niebla ante la mansión del magistrado Ueda. Se bajó del palanquín y con paso rápido cruzó la puerta y el patio, vacío dado lo temprano de la hora. Entró en la residencia, donde encontró a su padre sentado al escritorio de su despacho. Había un mensajero de rodillas ante él. El magistrado leía un pergamino que el correo en apariencia le acababa de entregar. Arrugó la frente, redactó una nota breve y se la pasó al mensajero, que hizo una reverencia y partió. El magistrado alzó la vista hacia Reiko.
– Llegas temprano, hija -dijo. El ceño se le relajó en una sonrisa que se desvaneció al ver la cara de Reiko-. ¿Qué pasa?
– El asesino se coló anoche en nuestra casa, y mientras mi marido dormía…
No pudo seguir porque un sollozo le ahogó la voz. Vio comprensión y horror en la mirada de su padre, que empezó a levantarse, con los brazos extendidos para atraerla hacia ellos. Reiko alzó una mano para detenerlo, porque cualquier gesto de consuelo sería su ruina.
– No estamos seguros de que pasara nada -explicó, con la voz tensa para dominarse-. Sano se encuentra bien. -Se obligó a reír-. Es probable que nos estemos preocupando por nada.
– Seguramente así es. -La expresión del magistrado era grave a pesar de su tono tranquilizador.
– Pero no he venido por eso -dijo Reiko, deseosa de cambiar de tema-. Vengo a decirte que he concluido mi investigación. -Por lo menos Sano no tendría que preocuparse de que le causara más quebraderos de cabeza-. No hace falta que pospongas la condena de Yugao.
El magistrado soltó el aire y sacudió la cabeza.
– Me temo que tendré que hacerlo de todas formas.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– El mensajero que acaba de marcharse me traía una noticia inquietante. Ayer hubo un incendio al lado de la cárcel. Soltaron a los presos. Han vuelto todos esta mañana, menos Yugao.
Reiko se llevó una impresión tan fuerte que estuvo a punto de olvidar sus problemas.
– ¿Yugao ha desaparecido?
Su padre asintió.
– Aprovechó el incendio y escapó.
Horrorizada, Reiko cayó de rodillas. Yugao era violenta y estaba perturbada, era muy posible que volviera a matar.
– Supongo que no debería sorprenderme que haya huido. Es un milagro que no se fuguen todos los prisioneros cuando los sueltan por un incendio -comentó.
– Quizá no. La mayoría de los condenados a muerte tienen el espíritu tan quebrantado que aceptan su destino con docilidad. Y saben que si huyen, les darán caza y los torturarán. Además, todos los presos son conscientes de que no pueden regresar al lugar de donde vienen; los encargados de sus barrios o los informadores de la policía los delatarían. Los delincuentes de poca monta prefieren afrontar su castigo. La vida del fugitivo es dura. Tienen que recurrir a la mendicidad o la prostitución si no quieren morir de hambre.
– Esto es culpa mía-dijo Reiko-. Si no hubiera estado tan encaprichada en saber por qué Yugao mató a su familia, si no hubiera insistido en tomarme el tiempo necesario para descubrirlo, la habrían ejecutado antes de ese incendio.
– No te culpes. Fue decisión mía que investigases los asesinatos, y nadie podría haber previsto ese incendio. En retrospectiva, tendría que haber aceptado la confesión de Yugao y haberla condenado a muerte en el acto. La responsabilidad de su fuga es mía. Aun así, Reiko se sentía enferma de remordimientos. -¿Qué vamos a hacer? -He dado órdenes a la policía de que la busquen.
– Pero ¿cómo van a encontrar a una sola persona en esta ciudad enorme? -preguntó Reiko, presa del desespero-. Edo tiene muchos rincones para que un fugitivo se esconda. Y la policía anda tan ocupada buscando rebeldes forajidos que no se desvivirá por encontrarla.
– Cierto, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Reiko se puso en pie.
– Voy a buscar a Yugao por mi cuenta.
El magistrado la miró con comprensión pero sin mucha fe.
– A ti te resultará más difícil aún que a la policía. Ellos al menos disponen de muchos agentes, ayudantes civiles y representantes de barrio, mientras que tú eres una mujer sola.
– Sí, pero al menos estaré activa en lugar de esperando a que la encuentren. Y es posible que la gente que la haya visto esté más dispuesta a hablar conmigo que con la policía.
– Si insistes en buscarla, te deseo suerte. Debo reconocer que si la encuentras, me prestarás un valioso servicio. Que ande suelta una asesina porque yo pospuse su ejecución es una mancha negra en mi historial. Si no la capturan, podría perder el puesto.
Reiko no quería perjudicar a Sano, sobre todo ahora que su propia vida estaba amenazada; tampoco deseaba dañar su matrimonio. Aun así, no podía permitir que su padre sufriera, como tampoco que una asesina quedara libre. Su intuición le decía que averiguar el móvil del crimen de Yugao era más importante que nunca. Y buscar a la prófuga la distraería del miedo a que Sano muriera.
– La encontraré, padre -dijo-. Lo prometo.
La primera parada de Sano fue el distrito administrativo del castillo. El y los detectives Marume y Fukida desmontaron ante la puerta de Hirata, donde los saludaron los centinelas. La niebla era opresiva, como lo era el extraño vacío de las calles salvo por un puñado de criados y soldados de patrulla. Al atravesar el patio en dirección a la mansión donde antaño viviera, Sano sintió una punzada de nostalgia.
Recordó las ocasiones en que había llegado a esa casa agotado, desanimado y temeroso por su vida y su honor. En todas ellas lo había sustentado la fuerza física de su cuerpo. Aun cuando lo habían herido, sabía que se recuperaría. Había dado por descontada su buena salud y nunca había creído del todo que pudiera morir, aunque a menudo se encontrara cara a cara con la muerte. Ahora aquellas ocasiones se le antojaban idílicas. En ese momento lo acosaba la mortalidad. Se imaginaba una explosión en su cabeza al rasgarse un vaso sanguíneo, y su vida extinguida como una llama de vela. Si en verdad el asesino lo había tocado, toda su sabiduría, poder político y riqueza serían incapaces de salvarlo. Sintió el impulso de echar a correr en un vano intento de escapar a la fuerza mortífera insertada en su propio cuerpo. Debía concentrarse en atrapar al asesino. Debía salvar otras vidas aunque él estuviera señalado para la muerte.