– ¿Esa tal Yugao es una hinin?
– Sí. Por eso la policía no investigó en serio el asesinato de su familia y no ha tenido un juicio justo.
– ¿Y tú vas a buscar indicios que puedan demostrar su inocencia aunque ella ha confesado?
A Reiko la desconcertó la nota de desaprobación que oyó en su voz.
– Pues sí.
Con la barbilla apoyada en la mano, Sano dijo:
– No sé si es muy buena idea.
– ¿Por qué no? -repuso Reiko, sorprendida. Había creído que su esposo se alegraría de que le hubieran encargado algo tan digno como defender a un miembro oprimido de la sociedad.
Él se explicó con desgana.
– Nuestra situación ha cambiado desde que era sosakan-sama. Estoy mucho más vigilado que entonces, y lo mismo sucede con mi familia. Hoy en día se examina nuestro comportamiento con una vara de medir más estricta. Cosas que antes hacíamos dejarán de pasar desapercibidas. Las consecuencias de relacionarse con la gente equivocada son las mismas, pero el riesgo es mucho mayor.
– ¿Me estás diciendo que no debería relacionarme con Yugao porque es una paria y eso te dejaría en mal lugar? -Reiko apenas podía dar crédito a lo que oía.
– Que te hagas amiga de ella y le ofrezcas ayuda va contra el tabú que prohíbe el contacto entre los hinin y los ciudadanos normales -dijo Sano-. Y si mi esposa se salta esa prohibición dará la impresión de que no respeto las costumbres que gobiernan la sociedad. Pero eso es sólo parte del problema.
Reiko lo contempló boquiabierta. ¿Ese que hablaba era su marido? A Sano nunca le había importado tanto la opinión pública y desde luego no la habría antepuesto a la justicia. Empezó a entender por qué no la quería ver en su investigación.
– El principal problema es que tu padre te ha pedido que interfieras en el sistema judicial -prosiguió Sano-. Yo le tengo mucho respeto, pero excede los límites de su autoridad al desoír las pruebas contra Yugao, además de su confesión, y pedirle a su hija que investigue esos asesinatos.
– Supongo que no lo había pensado desde esa perspectiva. -Reiko se había centrado en ayudar a su padre, en evitar una posible injusticia y en su propio deseo de trabajo detectivesco. Aunque Sano tenía parte de razón, protestó-. Pero habría que investigar los asesinatos. No hay nadie más dispuesto a hacerlo, y tengo experiencia con asuntos de esa índole.
– Sé que la tienes. -Sano sonó apaciguador, razonable-. Pero careces de autoridad oficial. Y a pesar de eso, está claro que el magistrado pretende que los resultados de tu investigación invaliden los de la policía. -Sacudió la cabeza-. Eso es adulterar la ley. No puedo aprobarlo. No puedo permitirme aparentar que favorezco a los parias y dejo libres a criminales confesos.
– ¿Me estás diciendo que debo dejar mi investigación? -Reiko estaba horrorizada, pero no sólo por haber comprendido que la posición de su marido era lo bastante insegura como para que el comportamiento de su mujer pudiera perjudicarlo.
– Espero que entiendas por qué deberías dejarla por tu propia voluntad -matizó Sano.
Reiko trató de ordenar sus pensamientos.
– Entiendo que tus enemigos andan en busca de cualquier arma para destruirte. Entiendo que esa arma podría ser yo… -En la arena política, hasta una falta tan leve como una esposa que desoyera la tradición constituía un serio contratiempo para un funcionario. No quería poner en peligro la posición de Sano y arriesgarse a deshonrarlo a él y a su familia, pero tampoco deseaba renunciar a su investigación. Además, la inquietaba el cambio obrado en Sano, que en un tiempo podría haber hecho suya de buena gana la causa de Yugao-. Pero está en juego la vida de una mujer, y existen suficientes preguntas sin respuesta para despertar dudas sobre su culpabilidad. ¿No crees que es importante descubrir lo que sucedió la noche en que asesinaron a esa familia? ¿Ya no te importa asegurarte de que se castigue al auténtico culpable?
– Por supuesto que sí -respondió él, molesto e impaciente.
La búsqueda de la verdad y el cumplimiento de la justicia eran piedras angulares de su honor, en su opinión tan consustanciales al bushido como el valor, el deber para con su señor y la pericia en las artes marciales. Desde luego, observaba esos principios en el caso que tenía entre manos. Con todo, las palabras de Reiko le dieron que pensar. ¿Seis meses de chambelán habían hecho que le preocuparan más la política y la posición que el honor? ¿Seguía su travesía por el Camino del Guerrero sólo cuando las órdenes de arriba le daban permiso? La idea lo consternó.
– ¿Entonces crees que Yugao debería morir por un crimen que tal vez no haya cometido, porque es una hinin y en consecuencia no se merece un trato justo? -insistió Reiko.
– Su condición social no tiene nada que ver con mis dudas sobre la prudencia de tu intervención. Por lo que a mí respecta, tiene tanto derecho a obtener justicia como cualquier ciudadano. -Aun así Sano notó que se ponía a la defensiva; se preguntó si esa creencia personal que se atribuía seguía siendo cierta. ¿Acaso su ascenso social había provocado que los situados muy por debajo de él no le parecieran merecedores de causarle ninguna molestia?-. Pero no tengo tanto margen para actuar fuera de la ley como en otros tiempos.
– Tienes mucho más poder que antes -le recordó Reiko-. ¿No deberías usarlo para hacer el bien?
– Por supuesto. -Sano no había olvidado que ésa era su meta como chambelán-. Pero es discutible si ofrecer a Yugao una segunda oportunidad equivale a hacer el bien. A mí me parece culpable y, si lo es, una investigación no haría sino retrasar la justicia. Y lo problemático del poder es que puede corromper a quienes creen que hacen lo correcto, además de a quienes intentan obrar el mal.
El espectro de Yanagisawa rondaba por la mansión en la que una vez viviera y que ahora ocupaban ellos. En ese momento Sano tenía la misma posición influyente que él y afrontaba idénticas tentaciones.
– El poder hace que los hombres se crean por encima de la ley libres de actuar como les plazca -dijo-. Podría hacer cosas que parecieran buenas en su momento, pero luego tener imprevistas consecuencias negativas. Al final, podría haber hecho más mal que bien. Habré abusado de mi poder y mancillado mi honor… Y me convertiría en un nuevo Yanagisawa, que conspiró, malversó, calumnió y asesinó para satisfacer sus intereses particulares. Luego, un día, me mandarían a la misma isla de exilio.
Reiko adoptó una expresión de contrita comprensión.
– Pero tú nunca llegarías a eso. Y el caso de Yugao no es más que una nimiedad. Es imposible que pudiera arruinar tu carrera política, o tu honor. Creo que lo estás sacando de quicio.
Quizá tuviera razón, pero a Sano no le gustaba equivocarse; tampoco quería ceder. Se sentía irritado con Reiko por llevarle la contraria y sacar a colación incómodos interrogantes sobre él mismo. Siguió el impulso de pasar a la ofensiva.
– Ahora que hemos comentado mis motivos para no querer que te mezcles con Yugao, me gustaría saber por qué estás tan ansiosa por hacerlo -dijo-. ¿Te ha condicionado la simpatía que te inspira? En ese caso, tampoco sería la primera vez.
Reiko abrió los ojos. Su marido se refería al caso del templo del Loto Negro, cuando había intentado ayudar a otra joven acusada de asesinato. Rara vez lo comentaban porque había estado a punto de destruir su matrimonio, y todavía era un tema sensible.
– No siento ninguna simpatía en particular por Yugao. Si hubieras visto lo hostil que ha sido conmigo, sabrías que me sobran motivos para querer demostrarla culpable.
Sano asintió, aunque con escasa convicción.
– Pues debo pedirte que te replantees aceptar el caso.
Reiko se quedó callada, con la expresión indecisa. Sano notaba lo mucho que deseaba ocuparse de esa investigación, y también que no quería enfadarlo. Al final dijo:
– Si me lo prohíbes, acataré tus deseos.