La salida se había señalado para dentro de un año.
No se sabía por qué a Guianeya no le gustaba el radiófono. Y Murátov no se asombró cuando recibió una carta de ella, a pesar de vivir ahora en la misma ciudad que él.
Guianeya le pedía a Víktor que viniera a verla el mismo día por la tarde.
En esto no había nada de extraordinario porque lo invitaba con frecuencia.
Guianeya, después del desmayo que sufrió, abandonó inmediatamente la península Ibérica. Desde entonces, habían pasado sólo diez días y Murátov no la había vuelto a ver.
La causa del desvanecimiento estuvo clara después del relato de Merigo. Habían muerto todos los que conocía Guianeya, entre ellos sus padres, hermanos y hermanas.
Las personas, de la Tierra tenían conmiseración con Guianeya, pero entendían la actuación del pueblo de los cuatro. La violencia exigía venganza.
Pero compartían la pena de Guianeya. Todos la querían porque en ella había muchas cosas buenas. Ahora estaba claro que a Guianeya le había estropeado la vida, la educación recibida desde el momento de su nacimiento entre colonizadores empedernidos. La influencia evidente de la personalidad de Riyagueya en Guianeya mostraba que en esta muchacha existía una aspiración inconsciente hacia la nobleza de espíritu y la justicia. Y se vio claramente qué gran cambio se había efectuado en ella durante el año y medio que tenía de vivir en la sociedad comunista de la Tierra.
Merigo exigió la muerte de Guianeya. Exigió insistentemente que le entregaran a la «odiada», probablemente para castigarla. La sentencia había sido dictada por su pueblo, y él consideraba su deber llevarla a cabo.
Las personas no estaban de acuerdo con esta demanda. Le hablaron a Merigo del acto de Riyagueya, se esforzaron por convencer a los cuatro de que Guianeya ya no era un enemigo.
Pero ellos no daban su brazo a torcer.
Guianeya era necesaria, la querían convencer de que volase a la patria de los cuatro, donde ella había nacido, para que ayudase a encontrar el camino hacia la verdadera patria, el planeta que ella no conocía.
Las personas se orientaban por otros sentimientos en las conversaciones con Merigo, pero las consideraciones que se hicieron eran de por sí suficientes para no entregársela.
Le expusieron todo esto y de nuevo no estuvo de acuerdo: era más fuerte el odio que la voz de la razón.
Ambas partes no cedieron un ápice de su criterio.
No les preocupaba a las personas la seguridad de Guianeya en el planeta de los cuatro, podían defenderla en cualquier momento, pero muchos dudaban de si la huésped estaría de acuerdo.
Murátov decidió aclarar esta cuestión aprovechando la visita a Guianeya.
Llegó exactamente a la hora marcada.
Guianeya estaba sola.
Lo primero que saltó a los ojos de Murátov fue el vestido de la muchacha. Llevaba de nuevo el vestido dorado, en el que se presentó por primera vez a las personas en Hermes.
Vio una pequeña mesa, servida para dos. Dos copas estaban llenas de una bebida dorada.
Marina no estaba y, por lo visto, Guianeya no esperaba su llegada.
— Le he pedido que me dejara sola toda la tarde — contestó Guianeya a la pregunta de Víktor —. Ella no sabía que usted iba a venir.
Murátov no le preguntó la causa.
Guianeya con un gesto le invitó a que se sentara delante de ella. Y Murátov se dio cuenta en seguida que la conversación iba a tener un carácter no corriente.
— Aquí — dijo Guianeya alargando dos gruesos álbumes —, están los dibujos que hice del planeta de donde he venido. Tómelos y entregúelos a los que vayan allí. Que sepan cómo es la naturaleza y las personas de este planeta.
– ¿Esto quiere decir que usted no irá? — preguntó Murátov.
— No — contestó Guianeya con extraña irritación — yo me quedo aquí para siempre.
– ¿ruede suceder que usted cambie su decisión si sabe que estamos dispuestos a buscar el camino de su primera patria?
– ¿Qué es para mí? Nunca la he visto, no la conozco y seré allí una extraña.
Riyagueya dijo que en la patria todo había cambiado, todo era diferente.
– ¿Estuvo él allí?
— No. Pero Riyagueya lo sabía todo. Era un gran sabio. Ahora estoy contenta de que haya muerto.
Murátov puso su mano encima de la de Guianeya que la tenía sobre la mesa. Al sentirlo tembló pero no la apartó.
— Créame — dijo él — me apena mucho su desgracia. Le compadezco de todo corazón.
Los ojos de Guianeya brillaron de odio.
— No se atreva a hablar así — dijo en tono violento —. Ustedes han justificado la feroz violencia de estos salvajes. Ustedes no los han castigado. Por lo demás — Guianeya soltó una carcajada. Murátov se estremeció (cuánto dolor oculto había en esta risa) — ustedes tampoco me han castigado a mí aunque tenían todos los motivos para hacerlo. Al mandarme Riyagueya al asteroide estaba convencido de que iba a la muerte.
– ¿El?
– ¿Le asombra a usted? No sabíamos cómo eran las personas de la Tierra. He leído todos los libros que trajeron los primeros que les visitaron y les representaban a ustedes de otro modo.
– ¿Pero si Riyagueya estaba convencido de que usted iba a la muerte para qué la dejó descender en Hermes?
— Porque no podía matar con su propia mano — Guianeya se inclinó hacia Murátov.
Sus ojos se nublaron y durante un largo rato estuvo callada recordando el pasado.
Después comenzó a hablar entrecortadamente, no pensando en la ligazón de sus palabras, con frecuencia incomprensible —: Todos dormían. Riyagueya no despertó a la tripulación, aunque ya era hora. Sufría mucho. Tenía pena pero no vacilaba. Lo había decidido firmemente. La segunda nave no iba a volar después de nosotros. Otra tercera no existía. Pasaría mucho tiempo. Me despertó. Yo todavía no sospechaba nada. Nada había pensado. Y me dijo. Nunca olvidaré su rostro. No, yo no intenté disuadirle.
Comprendía que era en vano.
Todos conocían cuál eran sus concepciones. Y me dijo que los miembros de la tripulación habían decidido ajusticiarle en cuanto la nave descendiera en la Tierra. No tenían confianza en él. Me pidió que me marchara. ¿Marcharse? Era algo que causaba risa. Adonde ir al salir de la nave encontrándose en el cosmos. Volamos durante mucho tiempo dando vueltas. Le miraba, estaba tranquilo, irrevocablemente decidido. Yo sabía que si no encontraba lo que buscaba, de todas formas cumpliría lo que había decidido.
Para él era muy difícil matarme. Sabía hace tiempo que Riyagueya me amaba como a una hija. No podía matarme con sus propias manos. No podía. Me envió a la muerte Estaba convencido de ello. No tuve más remedio que obedecerle. Me dijo: «Sé que salvo a la humanidad de Lía. Pero no es necesario que conozcan esto. Calla, si quedas viva.
Calla también ante la faz de la muerte». Le prometí callar. En aquel instante estaba dispuesta a cumplir cualquier deseo suyo. El último ante la terrible muerte.
Guianeya se tapó los ojos con la mano.
– ¿Usted le amaba? — preguntó Murátov después de un largo silencio.
— No lo sé. Era demasiado joven, y ahora ya soy vieja. La más vieja de todos. Ya que nadie ha quedado de mis coetáneos. A todos los han matado esos… — agachó la cabeza, Murátov sabía que era para ocultar sus lágrimas.
Murátov apoyaba en todos los sentidos a Merigo y a su pueblo. Pero en este momento comprendió que se podía odiar a aquellos con los que simpatizaba. Estaba embargado por una conmiseración grande hacia Guianeya, que no era culpable de nada, que recaían sobre ella las consecuencias de la conducta de otros entre los que había nacido.
— Usted, Víktor, se parece mucho a Riyagueya — dijo Guianeya —, por esto le he pedido que viniera hoy.
— Estoy contento si con esto puedo aliviar un poco su pena — contestó él.
Todo lo que ella dijo le incitaba a hacerle muchas preguntas, pero comprendió que no serían oportunas. Que hablara ella misma.