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Guianeya confirmó que existía la cámara de salida y que las dos puertas, una exterior y otra interior, no se podían abrir simultáneamente.

— Pero la defensa — añadió — es automática. No puede penetrar nada nocivo ni en la nave, ni salir de ella. Todo lo que entra o sale se vuelve inofensivo. Nada tienen que temer. El aire interior en nada se diferencia del de ustedes.

– ¿Cómo proceder? — preguntó Matthews. Las palabras de Guianeya no convencieron a nadie.

— Se pueden introducir en la nave robotsdesinfectadores — dijo Stone —. Pero hacen falta muchos. Habrá que esperar mucho hasta que los traigan.

— En las naves cósmicas es corriente que el aire esté destilado — señaló Leschinski.

— Sí, pero no tenemos la seguridad de que en ésta sea así.

La situación resultaba difícil. Era arriesgado entrar en la nave incluso con escafandra, teniendo en cuenta la defensa de que había hablado Guianeya. Los microbios de la atmósfera de la nave podían resultar peligrosos para las personas. Quién sabía si sería efectiva la segunda desinfección al salir de la nave. Incluso algunos microbios, de un planeta extraño, que penetraran en la atmósfera de la Tierra podrían ocasionar una epidemia de alguna enfermedad desconocida.

Pero no amenazaba ningún peligro a los que se encontraban dentro de la nave. Prueba de ello era Guianeya que no había enfermado de nada en la Tierra.

Claro que la tripulación no lo podía saber y es posible que por eso no saliera.

— Estarán realizando el análisis de nuestra atmósfera — supuso Murátov —. Pero esto durará mucho. Creo que debemos de mostrarles a Guianeya. Sin duda ellos ven lo que pasa en el exterior. Que Guianeya escriba con letras grandes en una hoja de papel:

«¡Salgan! ¡No hay ningún peligro!» — y que se acerque con esta hoja a la portilla. Creo que ella debe de saber dónde se encuentra.

La idea de Murátov gustó a todos.

— Propóngaselo a ella — dijo Stone. Guianeya accedió con gusto.

Una persona se dirigió al cosmodromo para traer papel y pinturas.

— Pero su salida — dijo Szabo — es también peligrosa para nosotros, si no se desinfectan perfectamente en la cámara de salida.

— Es difícil que esto sea así — le respondió Stone —. A juzgar por la nave su técnica está a un alto nivel. Ellos saben manejarla. En esto hay diferencia.

— Nosotros no tenemos portillas — dijo Guianeya dirigiéndose a Murátov —. Los objetivos exteriores transmiten la imagen a las pantallas interiores. Es una cosa parecida a sus televisores.

— Tendrá usted que escribir en caracteres muy gruesos — dijo García — y acercarse mucho. La tripulación puede encontrarse en el centro de la nave que está muy lejos del bordo. ¿O las pantallas pueden aproximar los objetivos exteriores?

— Reflejan los objetos de forma natural — contestó Guianeya —. Pero yo me acercaré a la parte delantera, al cuadro de dirección y allí indudablemente tiene que haber alguien.

– ¿Dónde se encuentra la entrada — preguntó Stone —, en qué parte?

— En la izquierda, la que da a nosotros.

Inesperadamente sus palabras obtuvieron una confirmación práctica.

Todos vieron cómo en el bordo de la astronave se formó una abertura, de donde descendía una escalera metálica.

Se veía perfectamente. Y se confirmó que poseía la propiedad de invisibilidad tan sólo el material de la envoltura exterior.

El grupo de personas se encontraba lejos de la nave. Viendo que la tripulación decidió salir todos se lanzaron a los vechemóviles.

A nadie le vino a la mente la posibilidad de la existencia de peligro. Sería insensato cualquier acto hostil en la situación en que se encontraban los huéspedes.

Las máquinas marchaban a toda velocidad y en unos segundos salvaron los cuatrocientos metros.

La tripulación de la nave había salido. Se componía tan sólo de cuatro personas. ¿Era posible que los demás hubieran quedado dentro?

De repente Guianeya lanzó un grito. Murátov, que se había vuelto, vio en su cara un gesto de enorme asombro.

Pero el asombro no sólo fue de Guianeya sino de todos.

Las naves cósmicas de los compatriotas de Guianeya habían de traer cada vez nuevas sorpresas. De la primera apareció Guianeya con un vestido dorado, pero de ninguna forma vestida a lo cósmico. Y ahora…

Cuatro pequeñas figuras se encontraban en la escalera.

Estaban vestidas no sólo de una forma rara, sino absurda. Las camisas cortas, ceñidas por un cinturón, no llegaban a cubrir la rodilla. Los pies y las manos estaban cubiertos de espeso vello. No llevaban calzado. En la cabeza tenían también cabellos espesos y enmarañados, y sus barbas eran muy largas.

Los cuatro eran rechonchos y achaparrados, de una estatura no mayor de metro y medio. Estaban uno muy junto a otro, y parecían muy asustados. Los cuatro rostros eran humanos, pero se diferenciaban grandemente no sólo de los terrestres, sino también del de Guianeya. En su piel no tenían ningún tono verdoso, sus ojos eran completamente redondos, sin cejas ni pestañas, sus narices eran chatas. Los labios finos ponían al descubierto unas encías amarillas y dos filas de dientes pequeños, también de color amarillo.

Los pasajeros de los vechemóviles miraban en silencio a los asombrosos cosmonautas. Nadie comprendía nada.

– ¿Qué pasa? — preguntó Murátov — ¿Acaso no son los suyos, Guianeya?

Ella callaba sin apartar la mirada de los llegados. Después se extremeció y sus ojos brillaron.

– ¡Merigo! — exclamó asombrada y desconcertada.

Este la oyó, levantó la cabeza y vio a Guianeya. No hizo más que pasar un segundo y se lanzó velozmente hacia el vechemóvil.

Guianeya - doc2fb_image_0300000C.png

– ¡Matarla! — gritó, con asombro de todos, en un español casi correcto —. ¡A ella y a todos! ¡Son enemigos y han venido para torturarlos!

Su aspecto producía la impresión de que quería ahogar a Guianeya allí mismo, con sus propias manos.

Guianeya ni se movió. Todos los que iban en la máquina la miraron y vieron cómo sus labios se contrajeron con una sonrisa de desprecio indescriptible. Sus ojos entornados miraron sólo un segundo al cosmonauta. Después se volvió despectivamente.

– ¡Muy interesante! — exclamó Stone. García ya había tenido tiempo de traducirle las palabras del cosmonauta.

— Tranquilícese, amigo — dijo cariñosamente Murátov —. ¿Para qué matar a nuestra huésped? Está sola y con nada puede causarnos daño.

– ¿Por qué sola? — El desconocido hablaba ya tranquilamente —. Eran cuarenta y tres —.Añadió una palabra, por lo visto, en su idioma, que reflejaba, un odio profundo.

— Eran cuarenta y tres — contestó Murátov, acertando de qué hablaba el desconocido —. Pero cuarenta y dos han muerto y sólo ella ha quedado viva.

– ¿Está usted seguro?

— Completamente seguro. ¡No hay duda! No hay ninguna causa para que se intranquile usted.

– ¿Saben lo que querían hacer con ustedes?

— Claro que lo sabemos. Pero a nosotros nadie nos puede causar daño. ¿Digan mejor, de dónde han venido ustedes y cuántos son?

— Somos cuatro. Hemos venido de nuestra patria.

– ¿Dónde se encuentra?

– ¡Allí! — el desconocido señaló el cielo.

– ¿Cuánto tiempo han volado ustedes? Según el cálculo de sus años.

— No comprendo.

– ¿Ha durado mucho su vuelo?

— Muchísimo. Creíamos que no llegaríamos nunca.

– ¿Quién de ustedes es el jefe? ¿Quién ha dirigido la nave?

— El jefe es Vego. La nave nadie la ha dirigido. No sabemos hacerlo.

– ¡¿Qué?!

Murátov se volvió a Stone y de forma breve le tradujo el contenido de la conversación.

— No comprendo nada — terminó Murátov.

— Sí, es difícil de comprender. No tienen nada de parecido a los cosmonautas. Es un enigma.

La risa argentina de Guianeya cortó sus palabras.

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