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El hombre joven de los ojos estrechos era, por lo visto, el que presidía esta reunión.

Su mirada insistente alteraba al de la capa dorada, que con frecuencia no la podía resistir y retiraba los ojos, pero nuevamente, como si fuera debido a una fuerza magnética, los volvía a dirigir hacia él.

En estos instantes todos veían cómo en los ojos negros del hombre con capa fulguraban chispas que podían ser de desafío o de temor cuidadosamente disimulado. Y el joven presidente se sonreía cada vez que se daba cuenta de estas miradas.

En su sonrisa se reflejaba el desprecio, la ironía, la ira, pero no había odio. Y parecía, que precisamente esto, la inexistencia de odio, era lo que más alteraba a la persona con capa.

Todo el tiempo estaba de pie. No podía ser de otra forma ya que cerca de él no había ninguna silla. Llevaba ya mucho tiempo de pie mientras que los demás estaban sentados.

Todo esto tenía el aspecto de un juicio.

En realidad era así, pero no en el sentido con que se comprende esta palabra en la Tierra.

Juzgaban no a esta persona, sino a otras, de las que formaba parte, pero que no se encontraban ahora en esta sala.

Y juzgaban la causa que querían llevar a cabo estas personas.

— Así que — dijo el presidente, mirando fijamente como antes a la cara del «acusado» — ¿nos lo has dicho todo, Liyagueya, no has ocultado nada?

– ¡Sí, todo! No tengo nada más que añadir. Estoy dispuesto a morir.

Con una sonrisa que reflejaba sólo desprecio fueron acogidas sus palabras.

— Eso vemos. — El joven presidente indicó con un ademán el vestido de Liyagueya —.

Pero te has apresurado. Llevas ya tres días en la patria. ¿Acaso no te has dado cuenta que te encuentras en otro mundo?

Liyagueya no contestó nada.

– ¿Es posible — continuó el presidente —, que no hayas comprendido nada de lo que han visto tus ojos? ¿O puede ser que no quieras comprender nada?

De nuevo no hubo ninguna respuesta.

— Pero tú lo comprenderás, Liyagueya. No te mataremos, como lo haríais vosotros si estuvierais en nuestro lugar. Ya hace tiempo que vuestras hogueras se han apagado y desaparecido de la mente de las personas. Vivirás entre nosotros.

– ¿Entonces no me permitís volver?

— No. Tú quedas aquí para siempre. El cosmos no es un lugar para personas como tú.

Allí hay que ir con ideas puras y las manos limpias. Tendrás que trabajar, Liyagueya.

Probablemente por primera vez en la vida — añadió con un tono de inmenso desprecio —.

Y de ti mismo depende el que las personas olviden quién eras y cuál era el negro asunto que intentabais realizar.

– ¿Intentábamos? — Por primera vez durante esta mañana se deslizó una sonrisa por los labios de Liyagueya.

– ¿Quieres decir que vuestro asunto lo habéis llevado a cabo? Otra vez te equivocas, Liyagueya. Te has olvidado que durante tu ausencia de nuestro planeta han pasado diez generaciones, y no han vivido en vano. Desde nuestro punto de vista vuestras naves son simples barcuchos. Visitaremos ese planeta… ¿cómo le has denominado?

— Lía.

— Estaremos en Lía muy pronto y el daño no se realizará. Y si tardamos — los ojos del joven presidente centellearon y por un instante se abrieron completamente; eran enormes, negros y profundos — vosotros responderéis de esto. No nos cuesta mucho recordar las costumbres de vuestra época.

— Esto significa que no me quemaréis ahora, sino un poco más tarde.

— He dicho que tú vivirás. No cambiamos nuestras decisiones y no mentimos como vosotros.

Liyagueya bajó la cabeza.

— No he dicho más que la verdad.

— Lo sabemos.

– ¿De dónde lo podéis saber?

– ¿De dónde? — El presidente indicó a un hombre entrado en años, que estaba sentado a su lado —. Hemos invitado especialmente para ti a un médico, ya que sabíamos muy bien con quién teníamos que tratar. Vas a la zaga de la ciencia, Liyagueya, y esto no es asombroso. Para felicidad tuya, has dicho la verdad.

– ¿Y si esto no resultara así? — preguntó con aire de desafío Liyagueya.

— Entonces nos veríamos obligados a hacerte decir la verdad.

– ¿Con tormentos? No me asustan.

El presidente guardó silencio algunos minutos, al parecer sorprendido por estas palabras. Después dirigió la mirada a todos los que estaban sentados a la mesa. Casi todos se reían.

– ¿Ves? — preguntó —. Esta es nuestra respuesta, Liyagueya. Será difícil para ti vivir entre nosotros. Eres una fiera primitiva. Y todos te considerarán así mientras no cambies tus puntos de vista. Te aconsejo que lo hagas lo antes posible. Nosotros hemos comprendido lo que has dicho, pero la mayoría de las personas del planeta no lo hubieran comprendido. Recuerda Liyagueya que estás en otro mundo.

– ¿Qué harán ustedes con nosotros si no llegan tarde? — preguntó, en vez de contestar, Liyagueya.

— Les haremos volver a todos. Los que se fueron entonces, y a sus hijos que nacieron durante este tiempo, todos vivirán en nuestra patria y trabajarán. Tienes que olvidar el estado privilegiado de tu casta.

En los ojos de Liyagueya brilló el odio. El presidente se rió.

— Si yo hubiera vivido en los tiempos de vuestra salida — dijo — probablemente tú no habrías querido hablar conmigo. Pero los tiempos han cambiado y, vosotros sabíais que iban a cambiar. ¿Para qué entonces teníais que volar en busca de otros planetas?

— Hicimos esto para salvar a las generaciones futuras — contestó con orgullo Liyagueya.

— Miente o no habla lo que piensa — dijo el que era el médico.

— Lo ves, Liyagueya. No has hecho más que apartarte de la verdad e inmediatamente lo hemos sabido. Yo diré la verdad por ti. Salisteis para mantener vuestra casta previendo un castigo inevitable. Vosotros sabíais que estaban contados los días de vuestro dominio en el planeta. Y decidisteis trasladaros a otro planeta, donde de nuevo podríais ser señores, vivir a cuenta de otros. La colonización es una cosa muy larga.

Liyagueya irgió la cabeza.

— Pero vosotros — dijo con desatado odio — vosotros, los nobles y sinceros, los que no soportáis el mal, ¿qué hacéis? ¿Condenáis a muerte a la población del planeta? Vosotros sabéis que no hay lugar en el planeta para la población creciente, y rechazáis la mano de ayuda que nosotros os tendemos. Si tú tuvieras razón, Viyaya, parece que te llamas así, ¿para qué tenía que regresar?

— No dice lo que piensa — dijo tranquilamente el médico.

— Lo sé. — El presidente se rió irónicamente —. Y todos lo saben. No, Liyagueya — dijo — tú no has regresado por esto, te han mandado por gente. Encontrasteis un planeta salvaje, que exigía mucho trabajo. Y esto no es de vuestro agrado. Entonces os dirigisteis en busca de otro, y encontrasteis a Lía. Allí todo está hecho, hay ciudades, carreteras, fábricas. Esto os gustó más. Pero la población de Lía que no es salvaje, no se sometería a vosotros. Entonces decidisteis aniquelarla. Y esta decisión concuerda completamente con vuestra formación moral. ¿Pero, qué ibais a hacer allí vosotros solos? Necesitabais gente. Y llegaste sólo para engañarnos, para llevar contigo miles de personas, que tendrían que trabajar para vosotros. Pero os habéis equivocado, Liyagueya. A este precio no queremos solucionar el problema de la superpoblación y no necesitamos que nadie nos venga a salvar. Ve, haz la prueba de llamar a alguien. No encontrarás ni una sola persona que no te vuelva la espalda al escuchar tus palabras, ni una sola en todo el planeta. Las personas no son las mismas que había en la época de vuestra salida. ¿No esperabais esto?

Liyagueya callaba. Su cara ardía, pero sus ojos de repente se apagaron, dejaron de brillar.

Después dijo sin odio, con un tono de cansancio:

— Habéis empleado muy bien el tiempo. Siento que no diéramos importancia a las palabras de Riyagueya.

— Riyagueya — dijo con acombro el presidente — recuerdo este nombre. Fue el comandante de vuestra escuadrilla y vuestro cómplice.

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