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– Bia, bia, mi niño -dijo el talibán, indicándole a Sohrab que se le acercara. Shorab se dirigió hacia él, bajó la cabeza y se colocó entre sus piernas. El talibán lo abrazó-. ¡Qué talento tiene, nay, mi niño hazara!

Deslizó las manos por la espalda del niño, y luego de nuevo hacia arriba hasta dejarlas en las axilas. Uno de los guardias le dio un codazo al otro y se rió disimuladamente. El talibán les dijo que nos dejasen solos.

– Sí, agha Sahib -replicaron; luego asintieron a un tiempo y salieron.

El talibán giró al niño hasta ponerlo frente a mí. Entrelazó las manos por encima del estómago de Sohrab y apoyó la barbilla en el hombro del niño. Sohrab tenía los ojos clavados en los pies, aunque seguía lanzándome tímidas miradas furtivas. La mano del hombre se deslizaba arriba y abajo del estómago del chiquillo. Arriba y abajo, lenta, delicadamente.

– Muchas veces me lo he preguntado -dijo el talibán, que me observaba por encima del hombro de Sohrab-. ¿Qué acabaría siendo del viejo Babalu?

La pregunta fue como un martillazo entre los ojos. Noté que el color desaparecía de mi semblante. Las piernas se me quedaron frías. Entumecidas.

Soltó una carcajada.

– ¿Qué creías? ¿Qué no te reconocería con esa barba falsa? Hay algo que estoy seguro de que no sabías de mí: jamás olvido una cara. Jamás. -Acarició con los labios la oreja de Sohrab-. Me dijeron que tu padre había muerto. Tsk-tsk. Siempre quise cargármelo. Parece que tendré que conformarme con el cobarde de su hijo.

Entonces se despojó de las gafas de sol y clavó sus ojos azules, inyectados en sangre, en los míos.

Intenté respirar, pero no podía. Intenté pestañear, pero no podía. La situación era surrealista (surrealista no, absurda). Me quedé paralizado, yo y el mundo que me rodeaba. Me ardía la cara. Ahí estaba de nuevo mi pasado; mi pasado era así, siempre volvía a aparecer. Su nombre surgía desde lo más profundo de mi ser, pero no quería pronunciarlo por temor a que se materializara. Sin embargo, ya estaba ahí, en carne y hueso, sentado a menos de tres metros de mí, después de tantos años. Su nombre se escapó de entre mis labios:

– Assef.

– Amir jan.

– ¿Qué haces aquí? -dije, consciente de lo tremendamente estúpida que era la pregunta, pero incapaz de pensar en otra cosa.

– ¿Yo? -Assef arqueó una ceja-. Yo me encuentro en mi elemento. La pregunta es más bien qué haces tú aquí.

– Ya te lo he explicado -repliqué. Me temblaba la voz. Deseaba que no lo hiciera, deseaba que la carne no se me pegara a los huesos.

– ¿Has venido a por el niño?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Te pagaré por él. Puedo hacer que me envíen una transferencia.

– ¿Dinero? -dijo Assef, y rió disimuladamente-. ¿Has oído hablar de Rockingham? Está al oeste de Australia, es un pedazo de cielo. Deberías verlo, kilómetros y kilómetros de playa. Aguas turquesas, cielos azules. Mis padres viven allí, en una mansión en primera línea de mar. Detrás de la casa hay un campo de golf y un pequeño lago. Mi padre juega todos los días al golf. Mi madre, sin embargo, prefiere el tenis… Mi padre dice que tiene un revés endiablado. Son propietarios de un restaurante afgano y de dos joyerías; ambos negocios funcionan de maravilla. -Arrancó una uva negra y la depositó amorosamente en la boca de Sohrab-. Así que, si necesitase dinero, les pediría a ellos que me hicieran la transferencia. -Besó a Sohrab en un lado del cuello. El niño se estremeció levemente y cerró de nuevo los ojos-. Además, no luché por el dinero de los shorawi. Tampoco fue por dinero por lo que me uní a los talibanes. ¿Quieres saber por qué me uní a ellos?

Notaba los labios secos. Me los lamí y descubrí que también se me había secado la lengua.

– ¿Tienes sed? -me preguntó Assef con una sonrisa afectada.

– No.

– Creo que tienes sed.

– Estoy bien -insistí.

Lo cierto era que, de repente, hacía muchísimo calor en la habitación y el sudor me reventaba los poros y me escocía en la piel. ¿Estaba sucediendo aquello en realidad? ¿Era verdad que estaba sentado delante de Assef?

– Como gustes. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por qué me uní a los talibanes… Bueno, como recordarás, yo no era una persona muy religiosa. Pero un día tuve una revelación, en la cárcel. ¿No te interesa? -No dije nada-. Te lo explicaré. Después de que Babrak Karmal subiera al poder en mil novecientos ochenta pasé algún tiempo en la cárcel, en Poleh-Charkhi. Una noche, un grupo de soldados parchamis irrumpieron en nuestra casa y nos ordenaron a punta de pistola a mi padre y a mí que los siguiéramos. Los bastardos no nos dieron ningún tipo de explicación y se negaron a responder a las preguntas de mi madre. No porque fuera un misterio, sino porque los comunistas no tenían ningún tipo de clase. Procedían de familias pobres, sin apellido. Los mismos perros que no estaban capacitados ni para pasarme la lengua por los zapatos antes de que llegasen los shorawi me venían ahora con órdenes a punta de pistola, con la bandera parchami en la solapa, predicando la caída de la burguesía y actuando como si fuesen ellos los que tenían clase. Sucedía lo mismo por todos lados: acorralar a los ricos, meterlos en la cárcel, dar ejemplo a los camaradas…

»Nos metieron apelotonados en grupos de seis en unas celdas diminutas, del tamaño de una nevera. Todas las noches el comandante, una cosa medio hazara medio uzbeka, que olía como un burro podrido, hacía salir de la celda a uno de los prisioneros y lo golpeaba hasta que su cara rechoncha empezaba a sudar. Luego encendía un cigarrillo, crujía los nudillos y se largaba. A la noche siguiente, elegía a otro. Una noche me tocó a mí. No podía haber sido en un momento peor. Llevaba tres días orinando sangre porque tenía piedras en los riñones. Si no las has tenido nunca, créeme si te digo que es el dolor más terrible que puedas imaginar. Recuerdo que mi madre, que también había pasado por la experiencia, me había dicho en cierta ocasión que prefería pasar un parto que expulsar una piedra del riñón. Pero no importa, porque ¿qué podía hacer yo? Me sacaron a rastras y empezó a darme patadas con las botas que todas las noches se ponía para la ocasión. Eran altas, hasta la rodilla, y tenían la puntera y el tacón de acero. Yo gritaba y gritaba y él seguía pateándome, y entonces, de pronto, me dio una patada en el riñón izquierdo y expulsé la piedra. ¡Como te lo cuento! ¡Qué alivio! -Assef rió-. Yo grité: "Allah-u-Akbar" y él me dio aún con más fuerza mientras yo me reía. Se volvió loco y me dio más fuerte, y cuanto más fuerte me daba, más fuerte me reía yo. Me devolvieron a la celda sin que hubiese parado de reír. Seguí riendo y riendo porque de pronto supe que aquello había sido un mensaje de Dios: Él estaba de mi lado. Por algún motivo quería que yo siguiese con vida.

»¿Sabes?, varios años después me tropecé con aquel comandante en el campo de batalla. Resulta divertido comprender cómo funcionan las cosas de Dios. Me lo encontré en una trinchera en las afueras de Meymanah, desangrándose por un pedazo de metralla que le había estallado en el pecho. Llevaba las mismas botas. Le pregunté si se acordaba de mí. Él me respondió que no, y le dije lo mismo que acabo de decirte a ti, que yo jamás olvido una cara. Entonces, sin más, le disparé en las pelotas. Desde entonces tengo una misión.

– ¿Qué misión es ésa? -me oí decir-. ¿Apedrear a adúlteros? ¿Violar a niños? ¿Apalizar a mujeres por llevar tacones? ¿Masacrar a los hazaras? Y todo ello en nombre del Islam…

Las palabras surgieron en una avalancha repentina e inesperada antes de que pudiera tirar de ellas y recuperarlas. Deseaba poder tragármelas, pero ya estaban fuera. Había traspasado una línea, y cualquier esperanza que hubiera podido albergar de salir con vida de allí acababa de desvanecerse.

Una mirada de sorpresa atravesó brevemente el semblante de Assef y desapareció.

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