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Ladeó la boca y, por un instante, creí ver una mueca. En ese momento comprendí la profundidad del sufrimiento que yo había provocado, la oscuridad del dolor que yo había acarreado a todo el mundo, un pesar tan grande que ni la cara paralizada de Alí podía enmascarar. Me obligué a mirar a Hassan, pero tenía la cabeza agachada, los hombros hundidos y se enroscaba en el dedo un hilo que colgaba del dobladillo de su camisa.

Baba suplicaba.

– Dime al menos por qué. ¡Necesito saberlo!

Alí no se lo dijo a Baba, igual que no protestó cuando Hassan confesó el robo. Nunca sabré por qué, pero podía imaginármelos a los dos en la penumbra de su pequeña choza, llorando, y a Hassan suplicándole que no me delatara. Resulta difícil imaginar el control que debió de necesitar Alí para mantener la promesa.

– ¿Nos llevarás hasta la estación de autobuses?

– ¡Te prohíbo que te vayas! -vociferó Baba-. ¿Me has oído? ¡Te lo prohíbo!

– Con todos mis respetos, no puedes prohibirme nada, agha Sahib -dijo Alí-. Ya no trabajamos para ti.

– ¿Adónde iréis? -le preguntó Baba con la voz rota.

– A Hazarajat.

– ¿Con tu primo?

– Sí. ¿Nos llevarás a la estación de autobuses, agha Sahib?

Entonces vi a Baba hacer algo que nunca le había visto hacer: lloró. Me asustó un poco ver sollozar a un hombre adulto. Se suponía que los padres no lloraban.

– Por favor -dijo Baba, pero Alí se encaminaba hacia la puerta y Hassan seguía sus pasos.

Nunca olvidaré la forma en que Baba pronunció aquellas palabras, el dolor de su súplica, el miedo.

Era muy excepcional que lloviese en Kabul en verano. El cielo azul se mantenía allá a lo lejos y el sol era como un hierro candente que te abrasaba la nuca. Los riachuelos donde Hassan y yo jugábamos a tirar piedras durante la primavera se habían secado y los cochecitos de transporte tirados por hombres o muchachos levantaban polvo a su paso. La gente acudía a las mezquitas al mediodía para rezar sus diez rakats y luego se retiraba al cobijo de cualquier sombra para sestear a la espera de la llegada del frescor del atardecer. El verano significaba largas jornadas de colegio sudando en el interior de aulas llenas y poco ventiladas, aprendiendo a recitar ayats del Corán y luchando contra esas palabras árabes tan extrañas que te hacían retorcer la lengua. Significaba cazar moscas con la mano mientras el mullah hablaba con monotonía y una brisa caliente traía el olor a excrementos procedente del cobertizo que había en un extremo del patio y levantaba el polvo junto al desvencijado y solitario aro de baloncesto.

Pero la tarde en que Baba acompañó a Alí y Hassan a la estación llovía y rugían los truenos. En cuestión de minutos, la lluvia empezó a descargar con fuerza. El sonido constante del agua inflamaba mis oídos.

Baba se ofreció a llevarlos personalmente hasta Bamiyan, pero Alí se negó. A través de la ventana empañada de mi habitación, observé a Alí cargando en el coche de Baba, que aguardaba en el exterior, junto a la verja, una solitaria maleta donde cabían todas sus pertenencias. Hassan llevaba a la espalda su colchón, bien enrollado y atado con una cuerda. Había dejado sus juguetes en la cabaña vacía… Los descubrí al día siguiente, amontonados en un rincón igual que los regalos de cumpleaños en mi habitación.

Las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales de la ventana. Vi a Baba cerrar de un portazo el maletero. Empapado, se dirigió al lado del conductor. Se inclinó y le dijo algo a Alí, que iba sentado en el asiento de atrás. Tal vez estuviera quemando el último cartucho para tratar de que cambiara de idea. Estuvieron un rato hablando mientras Baba, encorvado y con un brazo sobre el techo del vehículo, se empapaba. Cuando se enderezó, adiviné por la línea de sus hombros hundidos que la vida que yo había conocido hasta entonces se había acabado. Baba entró en el coche. Las luces delanteras se encendieron y recortaron en la lluvia dos halos gemelos de luz. Como si de una de esas películas hindúes que Hassan y yo solíamos ver se tratara, ésa era la parte donde yo debía salir corriendo, chapoteando con los pies desnudos en el agua. Perseguiría el coche dando gritos para que se detuviese. Sacaría a Hassan del asiento de atrás y, con unas lágrimas que se confundirían con la lluvia, le diría que lo sentía mucho y los dos nos abrazaríamos bajo el aguacero. Pero aquello no era una película hindú. Lo sentía, pero ni lloré ni salí corriendo. Contemplé el coche de Baba tomando la curva y llevándose con él a la persona cuya primera palabra no fue otra que mi nombre. Antes de que Baba girara hacia la izquierda en la esquina donde tantas veces habíamos jugado a las canicas, capté una imagen final y borrosa de Hassan hundido en el asiento de atrás.

Retrocedí y lo único que vi ya fueron las gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, que parecían plata fundida.

10

Marzo de 1981

Enfrente de nosotros había sentada una mujer joven. Llevaba un vestido de color verde oliva y un chal negro en la cabeza para protegerse del frío de la noche. Cada vez que el camión daba una sacudida o tropezaba con un bache, se ponía a rezar. Su «Bismillah!» resonaba a cada salto o movimiento brusco del camión. Su marido, un hombre corpulento vestido con bombachos y tocado con un turbante azul celeste, acunaba a un bebé en un brazo mientras con la mano libre pasaba las cuentas de un rosario. Sus labios recitaban en silencio una oración. Había más personas, una docena en total, incluyéndonos a Baba y a mí, que íbamos sentados a horcajadas sobre nuestras maletas, apretujados contra desconocidos en la caja cubierta por una lona de un viejo camión ruso.

Yo tenía las tripas revueltas desde que habíamos salido de Kabul a las dos de la mañana. Baba nunca me lo mencionó, pero yo sabía que consideraba mis mareos en coche otra de mis muchas debilidades. Lo vi reflejado en su cara las dos veces en que mi estómago se cerró de tal manera que no me quedó más remedio que devolver. Cuando el tipo corpulento (el marido de la mujer que rezaba) me preguntó si estaba mareándome, le respondí que tal vez sí. Baba apartó la vista. El hombre levantó la esquina de la lona y le gritó al conductor que parara. Pero el conductor, Karim, un escuálido hombre de piel oscura con facciones que recordaban las de un gavilán y un bigote tan fino que parecía dibujado a lápiz, sacudió la cabeza negativamente.

– Estamos demasiado cerca de Kabul -gritó a modo de respuesta-. Dile que se aguante.

Baba gruñó algo entre dientes. Me habría gustado decirle que lo sentía, pero de repente me di cuenta de que empezaba a salivar, que notaba el típico sabor a bilis. Me volví, levanté el toldo y vomité sobre el lateral del camión en marcha. Detrás de mí, Baba se disculpaba con los demás pasajeros. Como si marearse fuera un crimen. Como si uno no pudiera marearse a los dieciocho años. Devolví dos veces más hasta que Karim decidió detenerse, principalmente para que no le manchara el vehículo, su medio de vida. Karim era contrabandista de personas, un negocio lucrativo en aquel entonces que consistía en transportar a gente desde el Kabul ocupado por los shorawi hasta la seguridad relativa que ofrecía Pakistán. Nos dirigíamos a Jalalabad, a ciento setenta kilómetros al sudeste de Kabul, donde nos esperaba su hermano, Toor, que disponía de un camión más grande, ocupado ya por un segundo convoy de refugiados y que nos conduciría por el paso de Khyber hasta Peshawar.

Cuando Karim se detuvo a un lado de la carretera, nos encontrábamos a pocos kilómetros al oeste de las cataratas de Mahipar. Mahipar, que significa «pez volador», era una cima elevada con un precipicio que dominaba la planta hidroeléctrica que los alemanes habían construido para Afganistán en 1967. Baba y yo habíamos subido en coche hasta la cima en incontables ocasiones de camino a Jalalabad, la ciudad de los cipreses y los campos de caña de azúcar donde los afganos pasaban las vacaciones de invierno.

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