En la parte sur del jardín, bajo las sombras de un níspero, se encontraba la vivienda de los criados, una modesta cabaña de adobe donde vivía Hassan con su padre.
Fue en aquella pequeña choza donde nació Hassan en el invierno de 1964, justo un año después de que mi madre muriera al darme a luz.
En los dieciocho años que viví en aquella casa, podrían contarse con los dedos de una mano las veces que entré en el hogar de Hassan y Alí. Hassan y yo tomábamos caminos distintos cuando el sol se ponía detrás de las colinas y dábamos por finalizados los juegos de la jornada. Yo pasaba junto a los rosales en dirección a la mansión de Baba, y Hassan se dirigía a la choza de adobe donde había nacido y donde vivía. Recuerdo que era sobria y limpia y estaba tenuemente iluminada por un par de lámparas de queroseno. Había dos colchones situados a ambos lados de la estancia y, entre ellos, una gastada alfombra de Herat con los bordes deshilachados. El mobiliario consistía en un taburete de tres patas y una mesa de madera colocada en un rincón, donde dibujaba Hassan. Las paredes estaban desnudas, salvo por un tapiz con unas cuentas cosidas que formaban las palabras «Allah-u-akbar». Baba se lo había comprado a Alí en uno de sus viajes a Mashad.
Fue en aquella pequeña choza donde la madre de Hassan, Sanaubar, dio a luz un frío día de invierno de 1964. Mientras que mi madre sufrió una hemorragia en el mismo parto que le provocó la muerte, Hassan perdió a la suya una semana después de nacer. La perdió de una forma que la mayoría de los afganos consideraba mucho peor que la muerte: se escapó con un grupo de cantantes y bailarines ambulantes.
Hassan nunca hablaba de su madre. Era como si no hubiese existido. Yo me preguntaba si soñaría con ella, cómo sería, dónde estaría. Me preguntaba si Hassan albergaría esperanzas de encontrarla algún día. ¿Suspiraría por ella como lo hacía yo por la mía? Un día nos dirigíamos a pie desde la casa de mi padre hacia el cine Zainab para ver una nueva película iraní y, como solíamos hacer, tomamos el atajo que cruzaba por los barracones militares que había instalados cerca de la escuela de enseñanza media de Istiqlal (Baba nos tenía prohibido tomar ese atajo, pero aquel día se encontraba en Pakistán con Rahim Kan). Saltamos la valla que rodeaba los barracones, atravesamos a brincos el pequeño riachuelo e irrumpimos en el polvoriento campo donde había unos cuantos tanques viejos y abandonados. Un grupo de soldados, sentados en cuclillas a la sombra de uno de los tanques, fumaban y jugaban a las cartas. Uno de ellos alzó la vista, le dio un codazo al que tenía a su lado y llamó a Hassan.
– ¡Eh, tú! -dijo-. Yo a ti te conozco…
Nunca lo habíamos visto. Era uno de los hombres que estaban agachados. Tenía la cabeza afeitada y una incipiente barba negra. Su maliciosa manera de sonreírnos me espantó.
– Sigue andando -le murmuré a Hassan.
– ¡Tú! ¡El hazara! ¡Mírame cuando te hablo! -ladró el soldado. Le pasó el cigarrillo al tipo que estaba a su lado y formó un círculo con los dedos pulgar e índice de una mano. Luego introdujo el dedo medio de la otra mano en el círculo y lo sacó. Hacia dentro y hacia fuera. Hacia dentro y hacia fuera-. Conocí a tu madre, ¿lo sabías? La conocí muy bien. Le di por atrás junto a ese riachuelo. -Los soldados se echaron a reír. Uno de ellos emitió un sonido de protesta. Le dije a Hassan que siguiera caminando-. ¡Vaya coñito prieto y dulce que tenía! -decía el soldado a la vez que cogía las manos de sus compañeros y sonreía.
Más tarde, en la penumbra del cine, escuché a Hassan, que mascullaba. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Me removí en mi asiento, lo rodeé con el brazo y lo empujé hacia mí. Él descansó la cabeza en mi hombro.
– Te ha confundido con otro -susurré-. Te ha confundido con otro.
Por lo que yo había oído decir, la huida de Sanaubar no había cogido a nadie por sorpresa. Cuando Alí, un hombre que se sabía el Corán de memoria, se casó con Sanaubar, diecinueve años más joven que él, una muchacha hermosa y sin escrúpulos que vivía en consonancia con su deshonrosa reputación, todo el mundo puso el grito en el cielo. Igual que Alí, Sanaubar era musulmana chiíta de la etnia de los hazaras y, además, prima hermana suya; por tanto, una elección de esposa muy normal. Pero más allá de esas similitudes, Alí y Sanaubar no tenían nada en común, sobre todo en lo que al aspecto se refería. Mientras que los deslumbrantes ojos verdes y el pícaro rostro de Sanaubar habían tentado a incontables hombres hasta hacerlos caer en el pecado, Alí sufría una parálisis congénita de los músculos faciales inferiores, una enfermedad que le impedía sonreír y le confería una expresión eternamente sombría. Era muy raro ver en la cara de piedra de Alí algún matiz de felicidad o tristeza; sólo sus oscuros ojos rasgados centelleaban con una sonrisa o se llenaban de dolor. Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Pues bien, nunca esta afirmación fue tan cierta como en el caso de Alí, a quien únicamente se le podía ver a través de los ojos.
La gente decía que los andares sugerentes y el contoneo de caderas de Sanaubar provocaban en los hombres sueños de infidelidad. Por el contrario, a Alí la polio lo había dejado con la pierna derecha torcida y atrofiada, y una piel cetrina sobre el hueso que cubría una capa de músculo fina como el papel. Recuerdo un día -yo tenía entonces ocho años- que Alí me llevó al bazar a comprar naan. Yo caminaba detrás de él, canturreando e intentando imitar sus andares. Su pierna esquelética describía un amplio arco y todo su cuerpo se ladeaba de forma imposible hacia la derecha cuando apoyaba el pie de ese lado. Era un milagro que no se cayera a cada paso que daba. Cada vez que yo lo intentaba estaba a punto de caerme en la cuneta. No podía parar de reír. De pronto, Alí se volvió y me pescó imitándolo. No dijo nada. Ni en aquel momento ni en ningún otro. Se limitó a seguir caminando.
La cara de Alí y sus andares asustaban a los niños pequeños del vecindario. Pero el auténtico problema eran los niños mayores. Éstos lo perseguían por la calle y se burlaban de él cuando pasaba cojeando a su lado. Lo llamaban Babalu, el coco.
– Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? -le espetaban entre un coro de carcajadas-. ¿A quién te has comido, Babalu, nariz chata?
Lo llamaban «nariz chata» porque tenía las típicas facciones mongolas de los hazaras, lo mismo que Hassan. Durante años, eso fue lo único que supe de los hazaras, que eran descendientes de los mongoles y que se parecían mucho a los chinos. Los libros de texto apenas hablaban de ellos y sólo de forma muy superficial hacían referencia a sus antepasados. Un día estaba yo en el despacho de Baba hurgando en sus cosas, cuando encontré un viejo libro de historia de mi madre. Estaba escrito por un iraní llamado Korami. Soplé para quitarle el polvo y esa noche me lo llevé furtivamente a la cama. Me quedé asombrado cuando descubrí que había un capítulo entero dedicado a la historia de los hazaras. ¡Un capítulo entero dedicado al pueblo de Hassan! Allí leí que mi pueblo, los pastunes, había perseguido y oprimido a los hazaras, que éstos habían intentado liberarse una y otra vez a lo largo de los siglos, pero que los pastunes habían «sofocado sus intentos de rebelión con una violencia indescriptible». El libro decía que mi pueblo había matado a los hazaras, los había torturado, prendido fuego a sus hogares y vendido a sus mujeres; que la razón por la que los pastunes habían masacrado a los hazaras era, en parte, porque aquéllos eran musulmanes sunnitas, mientras que éstos eran chiítas. El libro decía muchas cosas que yo no sabía, cosas que mis profesores jamás habían mencionado, y Baba tampoco. Decía también algunas cosas que yo sí sabía, como que la gente llamaba a los hazaras «comedores de ratas, narices chatas, burros de carga». Había oído a algunos niños del vecindario llamarle todo eso a Hassan.