No estamos solos.
Veo primero el cañón. Luego el hombre de pie a sus espaldas. Es alto, lleva chaleco de espiguilla y un turbante negro. Observa al hombre con los ojos vendados que tiene ante él con una mirada que no muestra sino un vacío enorme, cavernoso. Da un paso atrás y levanta el cañón. Lo sitúa en la nuca del hombre arrodillado. Por un instante, el sol de poniente acaricia el metal y centellea.
La escopeta ruge con un sonido ensordecedor.
Sigo la trayectoria en arco hacia arriba que traza el cañón. Veo la cara detrás de la columna de humo que sale de la embocadura. Soy el hombre del chaleco de espiguilla.
Me despierto con un grito atrapado en la garganta.
•••
Salí al exterior. Permanecí bajo el brillo deslustrado de la media luna y alcé la vista hacia el cielo inundado de estrellas. Era noche cerrada y se oía el canto de los grillos y el viento que soplaba entre los árboles. Notaba el frío del suelo bajo los pies descalzos y, de pronto, por primera vez desde que habíamos cruzado la frontera, sentí que estaba de vuelta en casa. Después de todos aquellos años, estaba de nuevo en casa, pisando la tierra de mis antepasados. Aquélla era la tierra donde mi bisabuelo se casó con su tercera esposa un año antes de morir en la epidemia de cólera que asoló Kabul en 1915. Ella le dio lo que sus dos primeras esposas no habían conseguido darle, un hijo. Fue en aquella tierra donde mi abuelo salió a cazar con el rey Nadir Shah y mató un ciervo. Mi madre había muerto en aquella tierra. Y en aquella tierra había luchado yo por obtener el amor de mi padre.
Me senté junto a una de las paredes de adobe de la casa. La atracción que de repente sentía por mi vieja tierra… me sorprendía. Había permanecido lejos de ella el tiempo suficiente para olvidar y ser olvidado. Tenía un hogar en un país que la gente que dormía al otro lado de la pared podía considerar perfectamente otra galaxia. Creía que me había olvidado de aquella tierra. Pero no era así. Y bajo el resplandor descarnado de la media luna sentía Afganistán bullendo bajo mis pies. Tal vez Afganistán tampoco me hubiera olvidado a mí.
Miré en dirección oeste, fascinado ante el hecho de que, en algún lugar detrás de aquellas montañas, siguiese existiendo Kabul. Existía de verdad, no sólo como un antiguo recuerdo o como titular de una noticia en la sección de Asia Pacífico de la página quince de The San Francisco Chronicle. En algún lugar hacia el oeste, detrás de aquellas montañas, dormía la ciudad donde mi hermano de labio leporino y yo volábamos cometas. Allí, en algún lugar, el hombre de los ojos vendados de mi sueño había sufrido una muerte innecesaria. En una ocasión, detrás de aquellas montañas, había hecho una elección. Y en aquel momento, un cuarto de siglo más tarde, la elección me había llevado directamente de regreso a aquella tierra.
Estaba a punto de volver a entrar en la casa cuando escuché voces que provenían del interior. Reconocí una de ellas como la de Wahid.
– …no queda nada para los niños.
– ¡Tenemos hambre, pero no somos salvajes! ¡Es un invitado! ¿Qué se supone que debía hacer yo? -dijo con tensión en la voz.
– …encontrar algo mañana. -Ella parecía a punto de llorar-. Qué voy a darles de comer…
Me alejé de puntillas. Comprendí entonces por qué los niños no habían mostrado el más mínimo interés por el reloj. No miraban el reloj. Miraban mi comida.
Nos despedimos a primera hora de la mañana siguiente. Antes de subir al Land Cruiser, agradecí a Wahid su hospitalidad. Éste señaló en dirección a la pequeña casa que quedaba a sus espaldas y dijo:
– Es tu casa.
Sus tres hijos permanecían en el umbral de la puerta, observándonos. El pequeño llevaba el reloj en la muñeca, flaca como un palillo.
Cuando arrancamos miré hacia atrás por el retrovisor. Wahid permanecía allí, rodeado de sus hijos, en medio de la nube de polvo que nuestro todoterreno había levantado. Se me ocurrió que, en condiciones normales, los niños habrían perseguido el coche de no estar tan famélicos.
Antes, aquella misma mañana, cuando tuve la certeza de que nadie me miraba, hice algo que había hecho veintiséis años atrás: escondí un puñado de billetes arrugados bajo un colchón.
20
Farid me había puesto sobre aviso. Lo había hecho. Pero al final resultó que había gastado saliva inútilmente.
Viajábamos por la carretera llena de baches que une Jalalabad con Kabul. La última vez que había pasado por ella había sido en un camión con techo de lona y en dirección contraria. Baba estuvo a punto de morir de un balazo a manos de un oficial roussi cantarín y borracho como una cuba… Aquella noche, Baba hizo que me sintiera furioso, asustado y, finalmente, orgulloso. El camino entre Kabul y Jalalabad, un trayecto entre rocas capaz de romper los huesos a cualquiera, se había convertido en una reliquia, una reliquia de dos guerras. Veinte años antes, había presenciado con mis propios ojos algo de la primera. Junto a la carretera yacían tristes recuerdos de ella: restos quemados de viejos tanques soviéticos, camiones militares volcados y medio oxidados, un Jeep ruso accidentado que había caído por un barranco. La segunda guerra la había visto por televisión. Y la veía en aquellos momentos a través de los ojos de Farid.
Farid esquivaba sin el mínimo esfuerzo los socavones de la maltrecha carretera. Estaba en su elemento. Se mostraba más parlanchín desde nuestra estancia en casa de Wahid. Me había dicho que me sentase en el asiento del copiloto y me miraba cuando me hablaba. Incluso sonrió un par de veces. Manejaba el volante con la mano mutilada y señalaba pueblos de casas de adobe que íbamos encontrándonos por el camino y en los que años atrás había conocido a gente. La mayoría, dijo, estaban muertos o en campamentos de refugiados en Pakistán.
– A veces los muertos son los más afortunados -comentó.
En una ocasión señaló los restos derruidos y carbonizados de un pueblo diminuto. Había quedado reducido a un montón de paredes ennegrecidas y desprovistas de tejado. Un perro dormía junto a una de las paredes.
– Aquí tenía un amigo -dijo-. Era un mecánico de bicicletas estupendo. También tocaba bien la tabla. Los talibanes lo mataron a él y a su familia y prendieron fuego al pueblo.
Pasamos junto al pueblo incendiado y el perro ni se movió.
En los viejos tiempos, el viaje de Jalalabad a Kabul duraba dos horas, quizá un poco más. Farid y yo tardamos seis. Y cuando lo hicimos… Farid me puso sobre aviso nada más pasar la presa de Mahipar.
– Kabul ya no es como lo recuerdas -me advirtió.
– Eso me han dicho.
Farid me lanzó una mirada con la que quería decirme que oírlo no era lo mismo que verlo. Y tenía razón. Porque cuando Kabul apareció finalmente ante nosotros tuve la seguridad, la completa seguridad, de que en algún cruce nos habíamos equivocado de dirección. Farid debió de ver mi cara de estupefacción… Si transportaba gente a Kabul con cierta frecuencia, debía de estar acostumbrado a ver esa expresión en las caras de aquellos que llevaban mucho tiempo lejos de Kabul.
Me dio un golpecito en el hombro.
– Bienvenido de nuevo -dijo hoscamente.
Escombros y mendigos. Era lo único que veía donde quiera que mirase. Recordaba que en los viejos tiempos también había mendigos… Baba llevaba siempre en el bolsillo un puñado adicional de billetes afganos para ellos; nunca lo vi esquivarlos. Pero ahora los había en todas las esquinas, vestidos con harapos de arpillera, agachados en cuclillas y tendiendo las manos manchadas de barro pidiendo limosna. Y en su mayoría eran niños enjutos y con caras tristes, algunos no mayores de cinco o seis años. Se situaban en las esquinas de las calles más transitadas, sentados en el regazo de sus madres, quienes, tapadas con el burka, entonaban melancólicamente «Bakhshesh, bakhshesh!» Y había algo más, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese momento: había muy pocos niños que estuviesen sentados junto a un hombre. Las guerras habían convertido a los padres en un bien escaso en Afganistán.