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Nos dirigíamos hacia el oeste, hacia el barrio de Karteh-Seh, por la que yo recordaba como una importante vía pública en los años setenta: Jadeh Maywand. Justo al norte de donde nos encontrábamos estaba el río Kabul, completamente seco. Sobre las colinas del sur se veía la vieja muralla derrumbada de la ciudad. Y al este de ella estaba la fortaleza de Bala Hissar (la antigua ciudadela que el señor de la guerra Dostum había ocupado en 1992), que se levantaba sobre la cordillera de Shirdarwaza, las mismas montañas desde las cuales los muyahidines acribillaron Kabul con misiles entre 1992 y 1996, infligiéndole la mayoría de los daños que yo estaba contemplando en aquellos momentos. La cordillera montañosa de Shirdarwaza se prolongaba hacia el oeste. Era desde aquellas montañas desde donde, según recordaba, disparaba el Topeh chasht, el cañón del mediodía. Detonaba a diario para anunciar el mediodía y el final del ayuno diurno durante el mes del ramadán. En aquellos tiempos, el retumbar del cañón se oía en toda la ciudad.

– De pequeño solía venir aquí, a Jadeh Maywand -musité-. Había tiendas y hoteles. Luces de neón y restaurantes. Compraba cometas a un anciano llamado Saifo, propietario de un pequeño establecimiento que se encontraba junto al antiguo cuartel de la policía.

– El cuartel de la policía sigue ahí -dijo Farid-. En la ciudad no hay escasez de policía. Lo que no encontrarás son cometas ni tiendas de cometas, ni en Jadeh Maywand ni en ninguna otra parte de Kabul. Esa época terminó.

Jadeh Maywand se había convertido en un castillo de arena gigantesco. Los edificios que no se habían derrumbado en su totalidad apenas se mantenían en pie. Los tejados estaban llenos de agujeros y las paredes, taladradas por misiles y bombas. Manzanas enteras habían quedado reducidas a escombros. Vi un letrero acribillado por las balas medio enterrado en un rincón entre una pila de cascotes. Decía «Beba Coca-Co…». Vi niños jugando en las ruinas de un edificio sin ventanas entre fragmentos de ladrillos y piedra, ciclistas y carros tirados por mulas esquivando niños, perros extraviados y montones de cascotes. Sobre la ciudad flotaba una neblina de polvo y, al otro lado del río, una columna de humo se alzaba en dirección al cielo.

– ¿Dónde están los árboles? -pregunté.

– La gente los corta para tener leña en invierno -contestó Farid-. Los shorawi cortaron también muchos.

– ¿Por qué?

– Porque los francotiradores se escondían en ellos.

Me asoló la tristeza. Regresar a Kabul era como tropezarse con un viejo amigo olvidado y ver que la vida no le había tratado bien, que se había convertido en un vagabundo, en un indigente.

– Mi padre construyó un orfanato en Shar-e-kohna, la antigua ciudad, al sur de aquí -dije.

– Lo recuerdo -replicó Farid-. Lo destruyeron hace unos años.

– ¿Podemos parar? Quiero dar un paseo rápido por aquí.

Farid detuvo el vehículo en una pequeña calle secundaria junto a un edificio semiderruido que no tenía puerta.

– Esto era una farmacia -murmuró Farid cuando salimos del todoterreno.

Regresamos caminando a Jadeh Maywand y giramos hacia la derecha, en dirección oeste.

– ¿A qué huele? -inquirí. Algo hacía que me llorasen los ojos.

– A diesel -respondió Farid-. Los generadores de la ciudad fallan continuamente, por lo que la electricidad no es de fiar. La gente utiliza el diesel como forma de energía.

– Diesel. ¿Recuerdas a lo que olía esta calle en los viejos tiempos?

Farid sonrió.

– A kabob.

– A kabob de cordero.

– Cordero -dijo Farid, saboreando la palabra-. Los únicos en Kabul que hoy en día comen cordero son los talibanes. -Me tiró de la manga-. Hablando de ellos… -Se acercaba un vehículo-. La patrulla de los barbudos -murmuró Farid.

Era la primera vez que yo veía a un talibán. Los había visto en televisión, en Internet, en las portadas de las revistas y en los periódicos. Pero en ese momento me encontraba a cinco metros de ellos, diciéndome que aquel repentino sabor que notaba en la boca no era el del puro miedo, diciéndome que, de pronto, mi carne no se había encogido hasta tocar los huesos y que el corazón no latía acelerado. Allí estaban. En todo su esplendor.

La camioneta Toyota descapotable de color rojo pasó lentamente por nuestro lado. Detrás iban un puñado de hombres jóvenes con caras serias sentados en cuclillas y con los Kalashnikov colgados del hombro. Todos llevaban barba y turbantes negros. Uno de ellos, un joven de piel oscura que tendría unos veinte años, de cejas anchas y pobladas, azotaba rítmicamente con un látigo el lateral de la camioneta. Su mirada perdida fue a descansar en mí. Me miró fijamente. Nunca me había sentido tan desnudo. El talibán escupió saliva de color tabaco y apartó la vista. Sentí que respiraba de nuevo. La camioneta se alejó por Jadeh Maywand levantando a su paso una nube de polvo.

– ¡Qué te ocurre! -me dijo entre dientes Farid.

– ¿Qué?

– ¡No te atrevas ni a mirarlos! ¿Me has entendido? ¡Jamás!

– No quería hacerlo -dije.

– Tu amigo tiene razón, agha -dijo alguien-. Es preferible golpear con un palo a un perro rabioso.

La voz pertenecía a un anciano mendigo que estaba sentado descalzo en las escaleras de un edificio acribillado por las balas. Iba vestido con un raído chapan reducido a harapos deshilachados y un turbante mugriento. El párpado izquierdo cubría un hueco vacío. Con una mano artrítica señaló la dirección por donde había desaparecido la camioneta roja.

– Dan vueltas y observan. Esperan a que alguien los provoque. Tarde o temprano, siempre cae alguien. Entonces los perros se dan el festín y el aburrimiento de la jornada queda por fin roto y alguien grita «Allah-u-Akbar!» Los días en que nadie los ofende, bueno…, siempre se puede elegir una víctima al azar…

– Mantén la mirada fija en los pies cuando los talibanes ronden cerca -me ordenó Farid.

– Tu amigo te ofrece buenos consejos -repuso el viejo mendigo, entrometiéndose de nuevo. Tosió secamente y escupió en un pañuelo andrajoso-. Perdonadme, pero ¿podríais prescindir de unos pocos afganis? -añadió.

– Bas. Vámonos -dijo Farid tirándome del brazo.

Le di al viejo cien mil afganis, el equivalente a tres dólares. Cuando se inclinó para coger el dinero, su hedor, una mezcla de leche agria y pies que no han sido lavados en semanas, inundó mi nariz y me provocó una arcada. Se guardó rápidamente el dinero en el cinturón. Su único ojo vigilaba a un lado y a otro.

– Mil gracias por tu benevolencia, agha Sahib.

– ¿Sabes dónde está el orfanato de Karteh-Seh? -le pregunté.

– No es difícil de encontrar, está al oeste de Darulaman Boulevard -dijo-. Cuando los misiles acabaron con el viejo orfanato, trasladaron a los niños que estaban allí a Karteh-Seh, que es como sacar a alguien de la jaula del león y meterlo en la del tigre.

– Gracias, agha -repliqué, y me volví dispuesto a marcharme.

– Era la primera vez, ¿no?

– ¿Perdón?

– La primera vez que veías a un talibán. -No dije nada. El anciano asintió con la cabeza y sonrió. Reveló entonces los pocos dientes que le quedaban, todos amarillos y torcidos-. Recuerdo la primera vez que los vi entrar en Kabul. ¡Fue un día de alegría! -exclamó-. ¡El final de la matanza! Wah, wah! Pero, como dice el poeta: «¡Despreocupado estaba el amor y entonces llegaron los problemas!»

Se me dibujó una sonrisa en la cara.

– Conozco ese ghazal. Es de Hafez.

– Sí, así es. De hecho, tengo buenos motivos para conocerlo -respondió el viejo-. Lo enseñaba en la universidad.

– ¿Ah, sí?

El viejo se llevó las manos al pecho y tosió.

– Desde mil novecientos cincuenta y ocho hasta mil novecientos noventa y seis. Estudiábamos a Hafez, Khayyam, Rumi, Beydel, Jami, Saadi… En una ocasión, fui invitado a dar una conferencia en Teherán, eso fue en mil novecientos setenta y uno. Hablé del místico Beydel. Recuerdo que el público se puso en pie y aplaudió. ¡Ja! -Sacudió la cabeza-. Pero ¿has visto a esos jóvenes de la camioneta? ¿Qué valores crees que ven ellos en el sufismo?

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