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– Mi madre daba clases en la universidad -le conté.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sofia Akrami.

Su ojo consiguió brillar a través del velo que le habían causado las cataratas.

– «Las malas hierbas del desierto siguen con vida, pero la flor de primavera florece y se marchita.» Qué gracia, qué dignidad, qué tragedia.

– ¿Conocías a mi madre? -le pregunté al viejo, arrodillándome ante él.

– No muy bien, pero sí, la conocía. Nos sentamos a charlar varias veces. La última de ellas fue un día lluvioso justo antes de los exámenes finales. Compartimos una maravillosa porción de pastel de almendras. Pastel de almendras con té caliente y miel. Por aquel entonces su embarazo estaba muy adelantado. Estaba preciosa. Nunca olvidaré lo que me dijo aquel día.

– ¿Qué? Dímelo, por favor.

Baba siempre me había descrito a mi madre a grandes rasgos, como «una gran mujer». Pero yo siempre me había sentido sediento de detalles: cómo le brillaba el cabello a la luz del sol, su sabor de helado favorito, las canciones que le gustaba tararear, si se mordía las uñas… Baba se llevó a la tumba los recuerdos que tenía de ella. Tal vez temiera que con sólo pronunciar su nombre le entraran sentimientos de culpa por lo que había hecho poco tiempo después de su muerte. O tal vez su pérdida había sido tan grande, su dolor tan profundo, que no podía soportar hablar de ella. Tal vez ambas cosas.

– Dijo: «Tengo mucho miedo.» Y yo le pregunté: «¿Por qué?», y ella respondió: «Porque soy profundamente feliz, doctor Rasul. Una felicidad así asusta.» Le pregunté por qué y dijo: «Sólo te permiten ser así de feliz cuando están preparándose para llevarse algo de ti», y yo repliqué: «Calla. Basta de tonterías.»

Farid me cogió del brazo.

– Deberíamos irnos, Amir agha -dijo en voz baja. Pero yo retiré el brazo.

– ¿Qué más? ¿Qué más te dijo?

Las facciones del viejo se suavizaron.

– Me gustaría acordarme de ello por ti. Pero no puedo. Tu madre falleció hace mucho tiempo y mi memoria está tan destrozada como estos edificios. Lo siento.

– Aunque sea un pequeño detalle, lo que sea.

El viejo sonrió.

– Intentaré recordar, te lo prometo. Vuelve y búscame.

– Gracias -dije-. Muchas gracias.

Y lo decía de todo corazón. Ahora sabía que a mi madre le gustaban el pastel de almendra con miel y el té caliente, que en una ocasión utilizó la palabra «profundamente», que su felicidad la corroía. Acababa de saber más cosas sobre mi madre gracias a aquel viejo de la calle de las que nunca supe por parte de Baba.

De vuelta al todoterreno, ni Farid ni yo comentamos nada de lo que la mayoría de los afganos habrían considerado una coincidencia improbable, que diera la casualidad de que un mendigo de la calle conociese a mi madre. Porque ambos sabíamos que en Afganistán, y particularmente en Kabul, un absurdo como aquél era de lo más corriente. Baba solía decir: «Coge dos afganos que no se han visto en su vida, déjalos en una habitación diez minutos y acabarán descubriendo su parentesco.»

Abandonamos al viejo en las escaleras de aquel edificio. Decidí tomar en serio su ofrecimiento, regresar al lugar y comprobar si había desenterrado alguna historia más relacionada con mi madre. Pero nunca volví a verlo.

Encontramos el orfanato nuevo en la zona norte de Karteh-Seh, a orillas del río Kabul, que estaba seco. Se trataba de un edificio bajo, tipo barracón, con las paredes llenas de rastros de metralla y las ventanas sujetas con planchas de madera. Farid me había contado por el camino que Karteh-Seh había sido uno de los vecindarios más castigados por la guerra, y en cuanto salimos del todoterreno las pruebas de lo que me había contado resultaron abrumadoras. Las calles, plagadas de baches, estaban flanqueadas por casas abandonadas y edificios bombardeados casi en ruinas. Pasamos junto al esqueleto oxidado de un coche volcado, un televisor sin pantalla medio enterrado entre los escombros y un muro donde habían escrito las palabras «Zenda bad Taliban!», «¡Larga vida a los talibanes!», con spray negro.

Nos abrió la puerta un hombre bajito, delgado y calvo con barba canosa y lanuda. Llevaba una chaqueta de tweed muy vieja, un casquete y un par de gafas con un cristal astillado que descansaban sobre la punta de su nariz. Detrás de las gafas había unos ojos diminutos parecidos a guisantes negros que volaban de mí a Farid.

– Salaam alaykum -dijo.

– Salaam alaykum -dije yo, y le mostré la fotografía-. Estamos buscando a este niño.

Echó un vistazo superficial a la fotografía.

– Lo siento. Nunca lo he visto.

– Apenas has mirado la foto, amigo -terció Farid-. ¿Por qué no la miras con más atención?

– Loftan… -añadí-. Por favor.

El hombre de la puerta cogió la fotografía, la examinó y la devolvió.

– Nay, lo siento. Conozco a todos los niños de esta institución y ése no me suena. Ahora, si me lo permitís, tengo trabajo.

Cerró la puerta y echó la llave, pero yo la aporreé con los nudillos.

– Agha! Agha, por favor, abra la puerta. No queremos hacerle ningún daño al niño.

– Ya os lo he dicho. No está aquí. -Su voz salía del otro lado de la puerta-. Ahora, por favor, idos.

Farid se acercó a la puerta y apoyó en ella la frente.

– Amigo, no estamos con los talibanes -dijo en voz baja y con cautela-. El hombre que me acompaña quiere llevarse a ese niño a un lugar seguro.

– Vengo de Peshawar -le expliqué-. Un buen amigo mío conoce a una pareja de americanos que dirigen allí una casa de beneficencia para niños. -Notaba la presencia del hombre al otro lado de la puerta. Lo sentía allí, escuchando, dudando, atrapado entre la sospecha y la esperanza-. Mire, yo conocía al padre de Sohrab -añadí-. Se llamaba Hassan. El nombre de su madre era Farzana. Llamaba Sasa a su abuela. Sabe leer y escribir. Y es bueno con el tirachinas. La esperanza existe para ese niño, agha, una salida. Abra la puerta, por favor. -Desde el otro lado, sólo silencio-. Soy medio tío suyo -concluí.

Pasó un momento. Luego se escuchó el sonido de una llave en la cerradura y reapareció en la rendija de la puerta la cara fina del hombre. Me miró a mí, después a Farid y otra vez a mí.

– Te has equivocado en una cosa.

– ¿En qué?

– Con el tirachinas es magnífico.

Sonreí.

– Es inseparable de ese artilugio. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.

•••

El hombre que nos dejó pasar se presentó como Zaman, director del orfanato.

– Seguidme a mi despacho -nos ordenó.

Lo seguimos a través de pasillos oscuros y mugrientos por los que paseaban sin prisa niños descalzos vestidos con jerséis raídos. Cruzamos habitaciones que tenían las ventanas tapadas con plásticos y el suelo simplemente recubierto de alfombras deshilachadas. Esas salas estaban llenas de esqueléticas estructuras metálicas que servían de cama, la mayoría de ellas sin colchón.

– ¿Cuántos huérfanos viven aquí? -preguntó Farid.

– Más de los que podemos albergar. Cerca de doscientos cincuenta -respondió Zaman mirando por encima del hombro-. Pero no todos son yateem. La mayoría han perdido a sus padres en la guerra y sus madres no pueden alimentarlos porque los talibanes no les permiten trabajar. Por eso nos traen aquí a sus hijos. -Hizo con la mano un gesto dramático y añadió con tristeza-: Este lugar es mejor que la calle, aunque no tanto. Este edificio no fue concebido para albergar a gente en él… Era el almacén de un fabricante de alfombras. Así que no hay calentador de agua y han dejado que el pozo se seque. -Bajó el volumen de la voz-. He pedido a los talibanes, más veces de las que soy capaz de recordar, dinero para excavar un nuevo pozo, pero se limitan a seguir jugando con su rosario y a decirme que no hay dinero. No hay dinero. -Rió con disimulo-. Con toda la heroína que tienen y dicen que no pueden pagar un pozo.

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