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– ¿Iremos en coche por esas calles en las que lo único que se ve es la punta del capó del coche y el cielo?

– Por todas y cada una de ellas -dije. Se me llenaron los ojos de lágrimas y pestañeé para librarme de ellas.

– ¿Es difícil aprender el inglés?

– Yo diría que en un año lo hablarás tan bien como el farsi.

– ¿De verdad?

– Sí. -Le puse un dedo debajo de la barbilla y le obligué a volver la cara hacia mí-. Hay otra cosa, Sohrab.

– ¿Qué?

– El señor Faisal cree que sería de gran ayuda si pudiésemos…, si pudiésemos pedirte que pasaras una temporada en un hogar para niños.

– ¿Un hogar para niños? -dijo, y la sonrisa se desvaneció-. ¿Te refieres a un orfanato?

– Sería sólo por poco tiempo.

– No. No, por favor.

– Sohrab, sería sólo por poco tiempo. Te lo prometo.

– Me prometiste que nunca me llevarías a un lugar de esos, Amir agha -dijo. Se le partía la voz y sus ojos se inundaron de lágrimas. Yo me sentía un mierda.

– Esto es distinto. Sería aquí, en Islamabad, no en Kabul. Y yo te visitaría todo el tiempo hasta que pudiéramos sacarte de allí y llevarte a América.

– ¡Por favor! ¡No, por favor! -gimió-. Me dan miedo esos lugares. ¡Me harán daño! No quiero ir.

– Nadie te hará daño. Nunca más.

– ¡Sí que lo harán! Siempre dicen que no lo harán, pero mienten. ¡Mienten! ¡Por favor, Dios!

Le sequé con el dedo pulgar la lágrima que le rodaba mejilla abajo.

– Manzanas verdes, ¿lo recuerdas? Es como lo de las manzanas verdes -le dije para calmarlo.

– No, no lo es. Ese lugar no. Dios, oh, Dios. ¡No, por favor! -Estaba temblando, en su cara se confundían los mocos y las lágrimas.

– Shhh. -Lo acerqué a mí y abracé su cuerpecito tembloroso-. Shhh. No pasará nada. Volveremos juntos a casa. Ya lo verás, no pasará nada.

Su voz quedó amortiguada en mi pecho, pero me di cuenta del pánico que ocultaba.

– ¡Por favor, prométeme que no lo harás! ¡Oh, Dios, Amir agha! ¡Prométeme que no lo harás, por favor!

¿Cómo podía prometérselo? Lo abracé contra mí, lo abracé con todas mis fuerzas, y lo acuné de un lado a otro. Lloró empapando mi camisa hasta que se le secaron las lágrimas, hasta que los temblores finalizaron y sus súplicas frenéticas quedaron reducidas a murmullos indescifrables. Esperé, lo acuné hasta que su respiración se tranquilizó y su cuerpo se relajó. Recordé algo que había leído en algún lugar hacía mucho tiempo: «Así es como los niños superan el terror. Caen dormidos.»

Lo acosté en su cama y lo tapé. Después yo me acosté en la mía de cara a la ventana, a través de la cual se veía el cielo violeta sobre Islamabad.

Cuando el teléfono me despertó de un sobresalto el cielo estaba completamente negro. Me froté los ojos y encendí la lámpara de la mesilla. Eran poco más de las diez y media de la noche; había dormido casi tres horas. Cogí el teléfono.

– ¿Diga?

– Conferencia desde Estados Unidos -anunció la voz aburrida del señor Fayyaz.

– Gracias -dije.

La luz del baño estaba encendida; Sohrab estaba disfrutando de su baño nocturno. Un par de clics y luego la voz de Soraya.

– Salaam! -exclamó; parecía emocionada.

– Hola.

– ¿Qué tal la reunión con el abogado?

Le conté lo que me había aconsejado Omar Faisal.

– Ya puedes ir olvidándote de todo eso -dijo-. No tenemos por qué hacerlo.

Me senté.

– Rawsti? ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– He tenido noticias de Kaka Sharif. Me ha dicho que la clave está en introducir a Sohrab en el país. Una vez aquí, hay formas de evitar que lo expulsen. Así que ha hecho unas cuantas llamadas a sus amigos del INS. Me ha llamado hace poco y me ha dicho que está casi seguro de poder conseguir un visado humanitario para Sohrab.

– ¿Bromeas? -repliqué-. ¡Gracias a Dios! ¡El bueno de Sharif jan!

– Nosotros tendremos que actuar como patrocinadores o algo así. Todo tendría que ir muy rápido. Me ha dicho que le concederían un visado de un año, tiempo suficiente para solicitar la adopción.

– ¿De verdad, Soraya?

– Parece que sí -dijo.

La notaba feliz. Le dije que la quería y ella me dijo que también me quería. A continuación colgué.

– ¡Sohrab! -grité saltando de la cama-. Tengo noticias estupendas. -Llamé a la puerta del baño-. ¡Sohrab! Soraya jan acaba de llamar desde California. No será necesario que vayas a un orfanato, Sohrab. Nos iremos a América, tú y yo. ¿Me has oído? ¡Nos vamos a América!

Abrí la puerta. Entré en el baño.

De pronto me encontré de rodillas, gritando. Gritando entre dientes. Gritando hasta que pensé que se me rompería la garganta y me estallaría el pecho.

Posteriormente me contaron que cuando llegó la ambulancia aún seguía gritando.

25

No me dejarán entrar.

Veo cómo pasa la camilla entre un par de puertas de vaivén y los sigo. Atravieso corriendo las puertas. El olor a yodo y a agua oxigenada me tumba: sólo tengo tiempo de ver a dos hombres con gorros de quirófano y a una mujer con una bata verde inclinados sobre una camilla. Por un lado cae una sábana blanca que acaricia las mugrientas baldosas. Por debajo de la sábana asoman un par de pequeños pies ensangrentados y veo que la uña del dedo gordo del pie izquierdo está partida. Luego aparece un hombre alto y corpulento vestido de azul que me pone la mano en el pecho y me echa a empujones; siento en la piel el tacto frío de su alianza. Arremeto empujando hacia delante y lo maldigo, pero me responde que no puedo estar allí. Lo dice en inglés, con voz educada pero firme. «Debe usted esperar», dice, conduciéndome de nuevo hacia la sala de espera; las puertas se cierran tras de él en un suspiro y lo único que veo a través de las estrechas ventanillas rectangulares que hay en ellas es la parte superior de los gorros de quirófano de los hombres.

Me abandona en un pasillo ancho y sin ventanas que está abarrotado de gente sentada en sillas metálicas plegables dispuestas a lo largo de las paredes; hay más personas sentadas sobre la fina alfombra deshilachada. Quiero volver a gritar, y recuerdo la última vez que me sentí de esta manera, cuando estuve con Baba en el interior de la cisterna del camión de gasolina, enterrado en la oscuridad junto con los demás refugiados. Quiero alejarme de este lugar, de esta realidad, izarme como una nube y desaparecer flotando, fundirme con esta húmeda noche de verano y disolverme en algún lugar lejano, por encima de las montañas. Pero estoy aquí, mis piernas son como bloques de hormigón, mis pulmones están vacíos de aire, me arde la garganta. No puedo marcharme flotando. Esta noche no habrá otra realidad. Cierro los ojos y la nariz se inunda de los olores del pasillo, sudor y amoniaco, alcohol y curry. En el techo, las polillas se pegan a los tubos grises fluorescentes dispuestos a lo largo del pasillo y escucho el ruido de su aleteo, parecido al del crujir del papel. Oigo charlas, sollozos sordos, sorber de mocos, alguien que gime, otro que suspira, las puertas del ascensor que se abren con un «bing», la megafonía que busca a alguien llamándolo en urdu.

Abro de nuevo los ojos y sé lo que debo hacer. Miro a mi alrededor, el corazón me martillea el pecho y la sangre resuena en mis oídos. A mi izquierda hay un pequeño trastero oscuro. Allí encuentro lo que necesito. Funcionará. Cojo una sábana blanca del montón de ropa de cama doblada y me la llevo al pasillo. Veo a una enfermera que habla con un policía cerca de los baños. Agarro a la enfermera por un codo y tiro de ella, preguntándole dónde está el este. Ella no entiende nada, las arrugas de la cara se le pronuncian más cuando frunce el entrecejo. Me duele la garganta y me escuecen los ojos debido al sudor, cada vez que respiro es como si inhalase fuego y creo que estoy llorando. Vuelvo a preguntárselo. Se lo suplico. Es el policía quien me lo indica.

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