Arrojo al suelo mi jai-namaz casera, mi alfombra de oración, y me arrodillo, bajo la frente hasta abajo, mis lágrimas empapan la sábana. Estoy en dirección al este. Entonces recuerdo que llevo quince años sin rezar. Hace mucho que he olvidado las palabras. Pero no importa, murmuraré las pocas que todavía recuerdo: «La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah.» No existe otro Dios sino Alá, y Mahoma es su mensajero. En este momento me doy cuenta de que Baba estaba equivocado, de que Dios existe, de que siempre ha existido. Lo veo aquí, en los ojos de la gente de este pasillo de desesperación. Ésta es la verdadera casa de Dios, aquí es donde los que han perdido a Dios vuelven a encontrarlo, no en la masjid blanca, con sus resplandecientes luces en forma de diamantes y sus elevados minaretes. Dios existe, así tiene que ser, y voy a rezar, voy a rezar para que me perdone por haberlo olvidado durante todos estos años, para que me perdone por haber traicionado, mentido y pecado con impunidad, y por volver a Él sólo en los momentos de necesidad; rezo para que sea tan misericordioso, benevolente e indulgente como su libro dice que es. Me inclino hacia el este, beso el suelo y prometo que practicaré el zakat, el namaz, que ayunaré durante el ramadán y que seguiré ayunando después de que el ramadán haya pasado, me comprometo a memorizar hasta la última palabra de su libro sagrado y a peregrinar hasta aquella ciudad abrasadora en medio del desierto y a inclinarme delante de la Ka'ba. Haré todo eso y pensaré en Él a diario a partir de este instante si me concede un único deseo: mis manos están manchadas con la sangre de Hassan; rezo a Dios para que no permita que se manchen también con la sangre de su hijo.
Escucho un lloriqueo y me doy cuenta de que es el mío, de que las lágrimas que ruedan por mis mejillas me dejan los labios salados. Siento fijos en mí los ojos de todos los presentes en el pasillo y sigo inclinándome hacia el este. Rezo. Rezo para que mis pecados no se hayan apoderado de mí como siempre temí que lo hiciesen.
Sobre Islamabad se cierne una noche negra desprovista de estrellas. Han pasado unas horas y me encuentro sentado en el suelo de un minúsculo salón junto al pasillo que desemboca en el pabellón de urgencias. Delante de mí tengo una fea mesita de centro de color marrón atiborrada de periódicos y revistas sobadas: un ejemplar de Time fechado en abril de 1996; un periódico pakistaní donde aparece la cara de un niño que murió atropellado por un tren la semana anterior; una revista con fotografías de sonrientes actores de Lollywood en la portada a todo color. En una silla de ruedas, enfrente de mí, echando una cabezada, hay una mujer mayor vestida con un chal de ganchillo y shalwar-kameez de color verde jade. Se despierta de vez en cuando y murmura una oración en árabe. Me pregunto, agotado, cuáles serán las oraciones que se escucharán hoy, las suyas o las mías. Me imagino la cara de Sohrab, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejitas en forma de concha, sus ojos rasgados como una hoja de bambú, tan parecidos a los de su padre. Me invade un pesar negro como la noche y siento una punzada en la garganta.
Necesito aire.
Me pongo en pie y abro las ventanas. El aire que entra es húmedo y caliente…, huele a dátiles demasiado maduros y a excrementos. Lo obligo a entrar en mis pulmones dando bocanadas, pero no consigo eliminar la punzada que siento en el pecho. Regreso al suelo. Cojo el ejemplar de Time y lo hojeo. Sin embargo, soy incapaz de leer, soy incapaz de concentrarme en nada. Así que vuelvo a dejarlo en la mesa y fijo la vista en el dibujo zigzagueante que forman las grietas en el suelo de cemento, en las telarañas que hay en los rincones del techo, en las moscas muertas que cubren el alféizar de la ventana. Sobre todo fijo la vista en el reloj de la pared. Son las cuatro de la mañana y llevo cerca de cinco horas encerrado en la habitación de las puertas de vaivén. Y aún no he tenido noticias.
Empiezo a sentir que el trozo de suelo que ocupo forma parte de mi cuerpo; mi respiración es cada vez más pesada, más lenta. Quiero dormir, cierro los ojos y apoyo la cabeza en ese suelo frío y sucio. Me dejo llevar. Tal vez cuando me despierte descubra que todo lo que he visto en el baño de la habitación formaba parte de un sueño: el agua del grifo goteando y cayendo con un «plinc» en el agua teñida de sangre; la mano izquierda colgando por un lado de la bañera; la maquinilla de afeitar empapada de sangre sobre la cisterna del inodoro… La misma maquinilla con la que yo me había afeitado el día anterior; y sus ojos, entreabiertos aún, pero sin brillo. Eso por encima de todo. Quiero olvidar los ojos.
Pronto llega el sueño y se apodera de mí. Sueño en cosas que cuando me despierto no puedo recordar.
•••
Alguien me da golpecitos en un hombro. Abro los ojos. Un hombre está arrodillado a mi lado. Lleva un gorro igual que el de los hombres que había detrás de las puertas de vaivén; tiene la boca tapada por una mascarilla de papel… Se me encoge el corazón cuando veo una gota de sangre en la mascarilla. Lleva la fotografía de una niña de ojos lánguidos pegada en el busca. Se quita la mascarilla y me alegro de dejar de tener ante mis ojos la sangre de Sohrab. Su piel es oscura, del color del chocolate suizo que Hassan y yo comprábamos en el bazar de Shar-e-Nau; las mejillas son regordetas, el cabello empieza a clarearle, y sus ojos, de color avellana, están rematados por unas pestañas curvadas hacia arriba. Con acento británico me dice que es el doctor Nawaz, y de repente siento la necesidad de alejarme de él porque no creo que pueda soportar escuchar lo que ha venido a decirme. Dice que el niño se ha hecho unos cortes muy profundos y que ha perdido mucha sangre. Mi boca empieza a murmurar de nuevo esa oración:
«La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah.»
Han tenido que hacerle varias transfusiones…
«¿Cómo se lo explicaré a Soraya?»
Han tenido que reanimarlo dos veces…
«Haré el namaz, haré el zakat.»
Lo habrían perdido si su corazón no hubiese sido tan joven y tan fuerte…
«Ayunaré.»
Está vivo.
El doctor Nawaz sonríe. Necesito un momento para asimilar lo que acaba de decirme. Sigue hablando, pero no quiero escucharlo. Porque he cogido sus manos y me las he llevado a la cara. Lloro mi alivio en las manos pequeñas y carnosas de este desconocido y él ha dejado de hablar. Espera.
La unidad de cuidados intensivos tiene forma de L y está oscura; es un revoltijo de monitores que emiten sonidos y máquinas zumbantes. El doctor Nawaz va por delante de mí. Avanzamos entre dos filas de camas separadas por cortinas blancas de plástico. La cama de Sohrab es la última, la más cercana a la enfermería, donde dos mujeres con batas verdes anotan datos en pizarras y charlan en voz baja. Durante el silencioso trayecto que he realizado en el ascensor con el doctor Nawaz he pensado que me echaría de nuevo a llorar en cuanto viese a Sohrab. Pero me he quedado sin lágrimas y no afloran cuando me siento en la silla a los pies de su cama. Miro su cara blanca a través de la confusión de tubos de plástico brillantes y vías intravenosas. Me invade un entumecimiento especial cuando observo su pecho subir y bajar al ritmo de los silbidos del ventilador, el mismo que se debe sentir segundos después de evitar por los pelos un choque frontal con el coche.
Echo una cabezada y cuando me despierto veo, a través de la ventana que hay junto al puesto de enfermería, el sol en un cielo lechoso. La luz entra sesgada en la estancia y proyecta mi sombra hacia Sohrab. No se ha movido.
– Le iría bien dormir un poco -me dice una enfermera.
No la reconozco… El turno debe de haber cambiado mientras yo dormía. Me acompaña a otra sala, esta vez justo al lado de la UCI. Está vacía. Me da una almohada y una manta con el anagrama del hospital. Le doy las gracias y me tumbo sobre un sofá de vinilo que hay en un rincón de la sala. Caigo dormido casi al instante.