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El hindú del traje marrón sonrió y le tendió la mano a Hassan.

– Soy el doctor Kumar -dijo-. Encantado de conocerte. -Hablaba farsi con un marcado y arrastrado acento hindi.

– Salaam alaykum -dijo Hassan poco seguro.

Inclinó educadamente la cabeza, aunque su mirada buscaba a su padre, que seguía detrás de él. Alí se acercó y puso las manos sobre el hombro de Hassan.

Baba se encontró con la mirada cautelosa y perpleja de Hassan.

– He hecho venir al doctor Kumar de Nueva Delhi. El doctor Kumar es cirujano plástico.

– ¿Sabes lo que es? -le preguntó el hombre hindú…, el doctor Kumar.

Hassan sacudió la cabeza. Me miró en busca de ayuda, pero yo me encogí de hombros. Lo único que yo sabía era que el cirujano era el médico al que se visitaba para curar una apendicitis. Lo sabía porque uno de mis compañeros de clase había muerto de eso el año anterior y el maestro nos había explicado que habían tardado demasiado en llevarlo a un cirujano. Ambos miramos a Alí, aunque con él nunca se sabía. Mostraba la cara impasible de siempre, a pesar de que en su mirada se traslucía un toque de embriaguez.

– Bueno -dijo el doctor Kumar-, mi trabajo consiste en arreglar cosas del cuerpo de la gente. A veces también de la cara.

– ¡Oh! -exclamó Hassan. Miró primero al doctor Kumar y luego a Baba y a Alí. A continuación, se acarició el labio superior y le dio golpecitos-. ¡Oh! -dijo de nuevo.

– Ya sé que se trata de un regalo fuera de lo común -intervino Baba-. Y supongo que no era lo que tú tenías en mente, pero es un regalo que te durará toda la vida.

– Oh -repitió Hassan. Se pasó la lengua por los labios y se aclaró la garganta-. Agha Sahib, ¿me hará… me hará…?

– Nada de nada -terció el doctor Kumar con una sonrisa amable-. No te dolerá ni una pizca. Te daré una medicina y no sentirás nada.

– Oh -dijo otra vez Hassan, quien devolvió la sonrisa al médico, aliviado. Aunque sentía poco alivio, de cualquier modo-. No estoy asustado, agha Sahib, sólo que…

Puede que a Hassan le engañaran, pero a mí no. Sabía que cuando los médicos decían que no dolería querían decir que sí. Con horror, recordé la circuncisión que me habían realizado el año anterior. El médico me había soltado el mismo argumento, tranquilizándome y asegurándome que no me dolería ni una pizca. Pero cuando a última hora de la noche desapareció el efecto de la anestesia, sentí como si me hubiesen puesto carbón caliente en la entrepierna. Por qué Baba esperó hasta que yo cumpliera diez años para hacerme la circuncisión era algo que iba más allá de mi comprensión y una de las cosas por las que jamás lo olvidaré.

– Feliz cumpleaños -dijo Baba, acariciando la cabeza afeitada de Hassan.

De pronto, Alí tomó las manos de Baba entre las suyas, les estampó un beso y hundió su cara en ellas.

El doctor Kumar se había quedado en un segundo plano y los observaba con una sonrisa cortés.

Yo sonreía, como los demás, aunque deseaba haber tenido también algún tipo de cicatriz que hubiera despertado la simpatía de Baba. No era justo. Hassan no había hecho nada para ganarse el afecto de Baba; se había limitado a nacer con ese estúpido labio leporino.

La operación fue bien. Cuando le retiraron los vendajes, todos nos quedamos un poco sorprendidos, pero mantuvimos la sonrisa, siguiendo las instrucciones del doctor Kumar. No era fácil, porque el labio superior de Hassan era un pedazo grotesco de tejido inflamado y en carne viva. Yo esperaba que Hassan gritara horrorizado cuando la enfermera le entregó el espejo. Alí le mantenía cogida la mano mientras Hassan inspeccionaba prolongada y detalladamente el resultado. Murmuró alguna cosa que no comprendí. Acerqué mi oreja a su boca y volvió a susurrar.

– Tashakor. Gracias.

Entonces su boca se curvó, y esa vez supe lo que hacía. Estaba sonriendo. Igual que había hecho al salir del seno materno.

La inflamación desapareció y la herida cicatrizó con el tiempo, convirtiéndose en una línea rosa irregular que recorría el labio. Para el invierno siguiente, se había reducido a una discreta cicatriz. Una ironía. Porque ése fue el invierno en que Hassan dejó de sonreír.

6

Invierno.

Todos los años, el primer día de nevada, hago lo mismo: salgo de casa temprano, todavía en pijama, y me abrazo al frío. Descubro el camino de entrada, el coche de mi padre, las paredes, los árboles, los tejados y los montes enterrados bajo treinta centímetros de nieve. Sonrío. El cielo es azul, sin una nube. La nieve es tan blanca que me arden los ojos. Me introduzco un puñado de nieve fresca en la boca y escucho el silencio amortiguado, roto únicamente por el graznido de los cuervos. Desciendo descalzo la escalinata delantera y llamo a Hassan para que salga a verlo.

El invierno era la estación favorita de los niños de Kabul, al menos de aquellos cuyos padres podían permitirse comprar una buena estufa de hierro. La razón era muy sencilla: los colegios cerraban durante la temporada de nieve. Para mí el invierno significaba el final de las interminables divisiones y de tener que aprenderme el nombre de la capital de Bulgaria; también era el comienzo de un período de tres meses de jugar a las cartas con Hassan junto a la estufa, de películas rusas gratuitas los martes por la mañana en el Cinema Park y del dulce qurma de nabos con arroz que nos preparaban para comer después de una mañana dedicada a hacer un muñeco de nieve.

Y de las cometas, naturalmente. De volar cometas.

Para unos pocos niños desgraciados, el invierno no equivalía al final del año escolar. Existían los llamados cursos de invierno «voluntarios». Yo no conocía a ningún niño que hubiera asistido voluntariamente a dichos cursos; naturalmente, eran los padres quienes los convertían en voluntarios. Por suerte para mí, Baba no era uno de ellos. Recuerdo a un niño, Abdullah, que vivía al otro lado de la calle. Creo que su padre era médico especializado en algo. Abdullah sufría epilepsia; siempre llevaba un traje de lana y gafas gruesas con montura negra. Era una de las víctimas habituales de Assef. Muchas mañanas observaba desde la ventana de mi dormitorio cómo su criado hazara retiraba la nieve del camino de acceso a su casa y lo despejaba para que pasara el Opel negro. Yo veía a Abdullah y a su padre subir al coche, Abdullah con su traje de lana, su abrigo de invierno y la cartera escolar llena de libros y lápices. Yo esperaba hasta que arrancaban y daban la vuelta a la esquina; luego me deslizaba de nuevo en la cama con mi pijama de franela, me subía la manta hasta a barbilla y contemplaba a través de la ventana las montañas del norte con las cumbres nevadas. Hasta que volvía a dormirme.

Me encantaba el invierno en Kabul. Me gustaba por el suave tamborileo que producía la nieve contra mi ventana por la noche, por cómo la nieve recién caída crujía bajo mis botas de caucho negras, por el calor de la estufa de hierro fundido cuando el viento azotaba los patios y las calles. Pero, sobre todo, porque mientras los árboles se helaban y el hielo cubría las calles, el hielo que había entre Baba y yo se fundía un poco. Y la razón de que fuera así eran las cometas. Baba y yo vivíamos en la misma casa, pero en distintas esferas. Las cometas eran la única intersección, fina como el papel, entre ellas.

Todos los inviernos, en los diversos barrios de Kabul se celebraba un concurso de lucha de cometas. Para cualquier niño que viviese en Kabul, el día del concurso era sin lugar a dudas el punto álgido de la estación fría. La noche anterior al concurso yo nunca conseguía dormir. Daba vueltas de un lado a otro, hacía sombras chinescas en la pared e incluso salía a la terraza en plena noche envuelto en una manta. Me sentía como el soldado que intenta conciliar el sueño en la trinchera la noche anterior a una batalla importante. Y lo cierto es que no difería mucho. En Kabul, las luchas de cometas eran un poco como ir a la guerra.

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