Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Hassan y Farzana la atendieron hasta que mejoró. Le dieron de comer y le lavaron la ropa. Le ofrecí una de las habitaciones de invitados de la planta superior. A veces, cuando observaba el jardín a través de la ventana, veía a Hassan y a su madre arrodillados, recogiendo tomates, podando un rosal o charlando. Recuperaban los años perdidos, me imagino. Que yo sepa, él nunca le preguntó dónde había estado o por qué se había ido, y ella nunca se lo dijo. Supongo que hay historias que no necesitan explicación.

Fue Sanaubar quien actuó de comadrona durante el nacimiento del hijo de Hassan aquel invierno de 1990. Todavía no había empezado a nevar, pero los vientos invernales soplaban ya en los jardines, aplastando las flores y arrancando las hojas. Recuerdo que Sanaubar salió de la cabaña con su nieto en brazos. Lo llevaba envuelto en una manta de lana. Irradiaba felicidad bajo el sombrío cielo gris, las lágrimas le rodaban por las mejillas y el penetrante y gélido viento de invierno le alborotaba el cabello. Estrujaba al bebé entre sus brazos como si no estuviera dispuesta a soltarlo jamás. Esa vez no. Se lo entregó a Hassan, quien me lo entregó a mí, y yo le canté al pequeño al oído la oración del Ayat-ul-kursi.

Le pusieron de nombre Sohrab, en honor al héroe del Shahnamah favorito de Hassan, como tú bien sabes, Amir jan. Era un niño precioso, dulce como el azúcar y con el mismo carácter que su padre. Deberías haber visto a Sanaubar con aquel bebé, Amir jan. Se convirtió en el centro de su existencia. Cosía ropita para él y le hacía juguetes con trozos de madera, trapos y hierba seca. Cuando tenía fiebre, permanecía en vela toda la noche y ayunaba durante tres días. Quemaba isfand en una cacerola para exorcizar a nazar, el ojo del diablo. A los dos años, Sohrab la llamaba Sasa. Los dos eran inseparables.

Vivió hasta verlo cumplir los cuatro años y, de pronto, una mañana ya no se despertó. Parecía tranquila, en paz, como si ya no le importase morir. La enterramos en el cementerio de la colina, el que estaba junto al granado, y recé una plegaria para ella. La pérdida fue dura para Hassan… Siempre duele más tener y perder que no tener de entrada. Pero aún fue más dura para el pequeño Sohrab. Daba vueltas por la casa buscando a Sasa, pero ya sabes cómo son los niños, olvidan con mucha rapidez.

Por entonces, debía de correr el año 1995, los shorawi habían sido derrotados y hacía tiempo que se habían marchado. Kabul pertenecía a Massoud, Rabbani y los muyahidines. Los combates entre las distintas facciones eran terribles y nadie sabía si viviría lo bastante para ver finalizar el día. Nuestros oídos se acostumbraron a los silbidos de las granadas, a los tiroteos. Nuestros ojos se familiarizaron con la visión de hombres que desenterraban cuerpos entre montañas de escombros. En aquellos días, Amir jan, Kabul era lo más parecido a un infierno en la tierra. Pero Alá fue bueno con nosotros. La zona de Wazir Akbar Kan no resultó muy atacada, así que no lo sufrimos tanto como otros barrios.

En aquellos días, cuando el fuego de los misiles se calmaba y los tiroteos disminuían, Hassan llevaba a Sohrab al zoo para ver a Marjan, el león, o lo acompañaba al cine. También le enseñó a utilizar el tirachinas, y, a los ocho años, Sohrab se había convertido en un verdadero experto del artilugio: desde la terraza era capaz de darle a una piña colocada sobre un cubo de plástico situado en mitad del jardín. Hassan le enseñó a leer y escribir… su hijo no iba a criarse analfabeto como él. Le cogí mucho cariño a aquel pequeño, pues le había visto dar sus primeros pasos, balbucear sus primeras palabras. En la librería del Cinema Park, que, por cierto, también ha sido destruida, le compraba libros infantiles iraníes y él los leía a medida que yo se los regalaba. Me hacía pensar en ti, en lo mucho que te gustaba leer de pequeño, Amir jan. A veces le leía por la noche, jugábamos a las adivinanzas o le enseñaba trucos de cartas. Lo echo mucho de menos.

En invierno Hassan llevaba a su hijo a volar cometas. Ya no había tantos concursos como en los viejos tiempos, pues nadie se sentía seguro al aire libre, pero de vez en cuando se celebraba algún que otro torneo. Hassan montaba a Sohrab a caballito y trotaban juntos por las calles, corriendo y trepando a los árboles donde caían las cometas. ¿Recuerdas, Amir jan, lo buen volador de cometas que era Hassan? Pues seguía siendo igual de bueno. Al final del invierno, él y Sohrab colgaban en las paredes del pasillo las cometas que habían volado. Las exponían como si de cuadros se tratara.

Ya te he explicado cómo celebramos todos en 1996 la entrada de los talibanes y el fin de los combates diarios. Recuerdo que una noche llegué a casa y me encontré a Hassan en la cocina escuchando la radio. Tenía una mirada grave. Le pregunté qué ocurría y se limitó a sacudir la cabeza.

– Que Dios ayude ahora a los hazaras, Rahim Kan sahib -dijo.

– La guerra ha terminado, Hassan. Habrá paz, felicidad y tranquilidad. ¡Se acabaron los misiles, se acabaron los asesinatos, se acabaron los funerales!

Él apagó la radio y me preguntó si deseaba algo antes de que se retirara a acostarse.

Unas semanas después, los talibanes prohibieron las guerras de cometas. Y dos años más tarde, en 1988, masacraron a los hazaras de Mazar-i-Sharif.

17

Rahim Kan descruzó lentamente las piernas y se apoyó en la pared desnuda con la cautela y parsimonia de la persona a la que cada movimiento le desencadena fuertes punzadas de dolor. En el exterior se oía el rebuzno de un asno y a alguien que hablaba a gritos en urdu. El sol empezaba a ponerse. Destellos rojos se filtraban por las grietas de los desvencijados edificios.

Volvió a golpearme la enormidad de lo que hice aquel invierno y el verano siguiente. Los nombres resonaban en mi cabeza: Hassan, Sohrab, Alí, Farzana y Sanaubar. Oír a Rahim Kan pronunciar el nombre de Alí fue como descubrir una vieja y polvorienta caja de música que llevaba años sin ser abierta; la melodía empezó a sonar de inmediato: «¿A quién te has comido hoy, Babalu? ¿A quién te has comido, Babalu de ojos rasgados?» Intenté conjurar la cara congelada de Alí, ver su mirada tranquila, pero el tiempo a veces es codicioso… y se lleva con él parte de los recuerdos.

– ¿Sigue Hassan en casa? -le pregunté.

Rahim Kan acercó la taza de té a sus secos labios y dio un sorbo. Luego hurgó en busca de un sobre en el bolsillo de la chaqueta y me lo entregó.

– Para ti.

Abrí el sobre sellado. En el interior encontré una foto hecha con una cámara Polaroid y una carta doblada. Permanecí un minuto entero con la mirada fija en la fotografía.

Un hombre alto con turbante blanco y chapan verde a rayas junto a un niño. Estaban delante de un par de puertas de hierro fundido. La luz del sol llegaba oblicuamente desde atrás y proyectaba una sombra en el centro de sus rotundas facciones. Entornaba los ojos y sonreía a la cámara, mostrando la ausencia de un par de dientes. Incluso en una fotografía borrosa como aquélla se percibía que el hombre del chapan destilaba seguridad en sí mismo, tranquilidad. Era por su forma de posar, con los pies ligeramente separados, los brazos cómodamente cruzados sobre el pecho y la cabeza algo inclinada en dirección al sol. Y por su manera de sonreír. Observando la fotografía se llegaba a la conclusión de que se trataba de un hombre que pensaba que el mundo había sido bueno con él. Rahim Kan tenía razón: lo habría reconocido de haberme tropezado con él en la calle. El niño iba descalzo, enlazaba con un brazo el muslo del hombre y su cabeza rapada descansaba contra la cadera. También sonreía y tenía los ojos entornados.

Desdoblé la carta. Estaba escrita en farsi. No faltaban puntos, ni había comas olvidadas, ni letras mal escritas… Era una escritura casi infantil, por su pulcritud. Empecé a leer:

48
{"b":"113528","o":1}