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Farzana nos preparó shorwa con judías, nabos y patatas. Nos lavamos las manos y mojamos el naan fresco del tandoor en el shorwa. Era mi mejor comida en muchos meses. Fue entonces cuando le pedí a Hassan que fuese a Kabul conmigo. Le expliqué lo de la casa, que ya no podía ocuparme yo solo de ella. Le dije que le pagaría bien, que él y su Kanum estarían muy cómodos. Se miraron el uno al otro sin decir nada. Más tarde, después de lavarnos las manos y de que Farzana nos sirviera uvas, Hassan me dijo que el pueblo se había convertido en su hogar; que él y Farzana tenían su vida allí.

– Y Bamiyan está muy cerca. Conocemos a mucha gente allí. Perdóname, Rahim Kan. Te ruego que me comprendas.

– Por supuesto -dije-. No tienes nada de que disculparte. Lo comprendo.

Mientras tomábamos el té, después del shorwa, Hassan me preguntó por ti. Le dije que estabas en América y que poca cosa más sabía. Me hizo muchas preguntas. ¿Te habías casado? ¿Tenías hijos? ¿Eras muy alto? ¿Seguías volando cometas y yendo al cine? ¿Eras feliz? Dijo que había entablado amistad con un viejo profesor de farsi que le había enseñado a leer y escribir. ¿Te haría llegar una carta si te la escribía? ¿Creía yo que le responderías? Le conté lo que sabía de ti a partir de las escasas conversaciones telefónicas que había mantenido con tu padre, pero en su mayor parte no supe cómo responderle. Luego me preguntó por tu padre. Cuando se lo dije, Hassan se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Siguió llorando como un niño el resto de la noche.

Insistieron en que pasase la noche allí. Farzana me preparó una pequeña cama y me dejó un vaso de agua del pozo por si tenía sed. Durante toda la noche ella estuvo susurrándole a Hassan y él sollozando.

Por la mañana, Hassan me dijo que él y Farzana habían decidido acompañarme a Kabul.

– No debería haber venido -le dije-. Tú estabas bien aquí, Hassan jan. Tienes zendagi, una vida aquí. Fue muy presuntuoso por mi parte aparecer de pronto aquí y pedirte que lo dejaras todo. Soy yo quien necesita que me perdones.

– No tenemos mucho que dejar, Rahim Kan -repuso Hassan. Tenía todavía los ojos rojos e hinchados-. Iremos contigo. Te ayudaremos a ocuparte de la casa.

– ¿Estás completamente seguro?

Asintió y bajó la cabeza.

– Agha Sahib era como mi segundo padre… Que Dios lo tenga en paz.

Amontonaron sus cosas sobre unas alfombras viejas y ataron las esquinas. Cargamos los paquetes en el Buick. Hassan se quedó en el umbral de la puerta con el Corán en la mano para que lo besáramos y pasáramos por debajo del libro. Luego partimos en dirección a Kabul. Recuerdo que, mientras nos alejábamos, Hassan se volvió para mirar por última vez su hogar.

Cuando llegamos a Kabul, descubrí que Hassan no tenía ninguna intención de instalarse en la casa.

– Pero si están todas las habitaciones vacías, Hassan jan. Nadie va a usarlas -insistí.

Pero no quería. Dijo que era una cuestión de ihtiram, una cuestión de respeto. Él y Farzana se instalaron en la cabaña del jardín trasero, donde había nacido. Les supliqué que se trasladaran a una de las habitaciones de invitados de la planta superior pero Hassan no quiso ni oír hablar de ello.

– ¿Qué pensará Amir agha? -me dijo-. ¿Qué pensará cuando regrese a Kabul después de la guerra y descubra que he usurpado su lugar en la casa? -Luego, en señal de luto por tu padre, Hassan se vistió de negro durante los cuarenta días siguientes.

Yo no lo pretendía, pero los dos pasaron a encargarse de todas las tareas de la cocina y la limpieza. Hassan se ocupó de las flores del jardín, empapó bien las raíces, quitó las hojas amarillentas y plantó rosales. Pintó los muros. En la casa, barrió las habitaciones donde hacía años que no dormía nadie y limpió los baños en los que nadie se había bañado. Era como si estuviese preparando la casa para el regreso de alguien. ¿Recuerdas el muro que había detrás de la hilera de maíz que tu padre había plantado, Amir jan? ¿Cómo la llamabais Hassan y tú? ¿La pared del maíz enfermo? Aquella noche, en plena oscuridad, un misil destruyó parte de esa pared. Hassan la reconstruyó con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, hasta que volvió a quedar completa. No sé qué habría hecho si no hubiese estado él allí.

Luego, a finales de aquel otoño, Farzana dio a luz a una niña que nació muerta. Hassan besó el rostro sin vida de la pequeña y la enterramos en el jardín, cerca de los escaramujos. Luego cubrimos el pequeño montículo con hojas caídas de los chopos y recé una oración por ella. Farzana permaneció el día entero encerrada en la cabaña, lamentándose… Un sonido que parte el corazón, Amir jan, las lamentaciones de una madre… Ruego a Alá que nunca tengas que oírlas.

Fuera de los muros de la casa, la guerra lo asolaba todo. Pero nosotros tres, dentro de la casa de tu padre, habíamos creado nuestro propio refugio. Empezó a fallarme la vista a finales de los ochenta y le pedí a Hassan que me leyera los libros de tu madre. Nos sentábamos en el vestíbulo, junto a la estufa, y Hassan me leía el Manabí o a Chayan, mientras Farzana trabajaba en la cocina. Y todas las mañanas Hassan colocaba una flor sobre el pequeño montículo junto a los escaramujos.

Farzana volvió a quedarse embarazada a principios de 1990. Fue en el verano de aquel año cuando llamó a la puerta una mujer cubierta con un burka de color celeste. Me acerqué a la verja delantera y vi que se tambaleaba, como si no pudiese tenerse en pie de debilidad. Le pregunté qué quería, pero no pudo responderme.

– ¿Quién eres? -inquirí, y a continuación se derrumbó allí mismo, en la acera.

Llamé a Hassan para que me ayudara a trasladarla hasta el interior de la casa. La acostamos en el sofá y cuando la despojamos del burka, descubrimos a una mujer desdentada, con el pelo canoso y enredado y los brazos ulcerados. Parecía que llevase días sin comer. Pero lo peor era su cara. La tenía llena de cortes de cuchillo. Uno de ellos iba desde el pómulo hasta la raíz del pelo y se había llevado el ojo izquierdo en su camino. Era grotesco. Le mojé la frente con un paño húmedo y abrió los ojos.

– ¿Dónde está Hassan? -musitó.

– Estoy aquí -dijo él. Le cogió la mano y se la apretó.

El ojo bueno de la mujer se desplazó para mirarlo.

– He caminado mucho y desde muy lejos para ver si eres tan bello en la realidad como lo eras en mis sueños. Y lo eres. Incluso más. -Se llevó una mano a su maltrecha cara-. Sonríeme. Por favor. -Hassan obedeció y la anciana se echó a llorar-. Cuando saliste de mí, sonreíste, ¿no te lo han contado nunca? Y ni siquiera te abracé. Que Alá me perdone, ni siquiera te abracé.

Ninguno de nosotros había visto a Sanaubar desde que se había fugado con un grupo de músicos y bailarines justo después de dar a luz a Hassan. Tú no la conociste, Amir, pero de joven era una belleza. Se le formaba un hoyuelo cuando sonreía y los hombres se volvían locos con sus andares. Nadie que pasara por la calle junto a ella, fuese hombre o mujer, podía mirarla sólo una vez. Y entonces…

Hassan le soltó la mano y salió precipitadamente de la casa Lo seguí, pero corría demasiado. Lo vi subir precipitadamente hacia la colina donde solíais jugar los dos. Sus pies levantaban nubes de polvo. Dejé que se marchase y estuve todo el día sentado junto a Sanaubar, observando cómo el cielo pasaba del azul luminoso al morado. Cuando cayó la noche y la luz de la luna bañaba las nubes, Hassan aún no había vuelto. Sanaubar lloraba y decía que su regreso había sido un error, tal vez peor que su huida. Pero la obligué a quedarse. Hassan regresaría, lo sabía.

Y lo hizo a la mañana siguiente. Se le veía cansado y debilitado, como si no hubiese dormido en toda la noche. Tomó la mano de Sanaubar entre las suyas y le dijo que llorase si así lo quería, pero que no era necesario, que estaba en su casa, en su casa y con su familia. Luego palpó las cicatrices de su cara y le acarició el cabello.

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